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sábado, 17 de abril de 2010

Cambio menor en 'Mente en blanco'


Luego de publicar "Zahir en blanco", revisé el linkeado "Mente en blanco" y modifiqué un paréntesis donde hacía referencia al Zahir. Antes decía esto:

(Jamás accedería al mínimo atisbo de esa blancura el Borges que no puede mudar su pensamiento del Zahir.)

Ahora dice esto:

(Jamás accedería al mínimo atisbo de esa blancura el Borges que no puede mudar su pensamiento del Zahir; pero su pensamiento será tan monocromático como esa blancura.)

sábado, 10 de abril de 2010

Epígrafe y proyección de cambios en 'El arte de la jauría'


Hoy le agregué este epígrafe al ensayo:

      «Sabemos que se reconocen a menudo como hechos poé­ti­cos, creados para los fines de la comtemplación estética, expresiones que fueron forjadas sin esperar de ellas seme­jan­te percepción. Annenski, por ejemplo, atribuía a la lengua eslava un carácter particularmente poético; André Bieli ad­mi­ra­ba en los poetas rusos del siglo XVIII el proce­di­mien­to que consiste en colocar los adjetivos después de los sustantivos. Bieli reconocía un valor artístico a este proce­di­mien­to o, más exactamente, le atribuía un carácter intencional, consi­de­rán­do­lo como hecho artísitico, cuando en realidad no se trataba sino de una particularidad general de la lengua, debida a la influencia del eslavo eclesiástico.»

      Viktor Shklovski
      , "El arte como artificio".
Pero también, principalmente, proyecté una reformulación del ensayo que incluirá las ideas sobre el arte de Shklovski y la relación del arte con la muerte y la experiencia de Tertulia. Seguramente también cambiará el título del ensayo ("El arte", tal vez) y "El arte de la jauría" pase a ser el título de la sección donde esté el ensayo en su estado actual, casi el mismo que tiene desde su publicación, a saber:

1.

Al final del Segundo Acto de Othello, el moro de Venecia, Rodrigo dice: «Aquí, en esta persecución, voy corriendo no como un perro que caza, sino como uno que contribuye a los ladridos.» (En el original, Roderigo dice: «I do follow here in the chase, not like a hound that hunts, but one that fills up the cry».)
De la última palabra cuelga una llamada con el número 13. En la nota al pie leemos:
«En las jaurías de caza de la época, se cuidaba mucho la armo­ni­za­ción de los ladri­dos; de aquí que hubiera en ellas algunos perros de poca habilidad para cazar, pero que completaban los acordes con el tono de sus ladridos.»
La cita es de Shakespeare, Tragedias, RBA Editores, Barcelona, 1994, página 281. El volumen pertenece a la colección “Historia de la Literatura”, con introducción, traducción y notas de José María Valverde.

Para empezar a comentar esa extraña costumbre de otra época, repasemos algunas innovaciones que la hicieron posible. La pri­me­ra y más cercana es el debut de esos coros. Remontémonos al momento en que se estrenan las primeras cacerías corales, no sé cuánto antes de que alcancen la popularidad que tienen cuando Rodrigo alude a ellas. Imaginemos a alguien escuchando una por primera vez, sin noticias previas. Por el contexto, no tiene pro­ble­mas en identificar que se trata del sonido de una jauría de caza. Pero enseguida advierte que ese sonido no es casual o natural, sino que es intencional, buscado, artificialmente armonizado, es decir, que tiene una razón no meramente una causa para ser así en vez de otro modo, que hay una decisión detrás, que ahí hay un artificio. Lo que está haciendo, en definitiva, es percibir el carácter de obra de esa ladrada (como lo percibiría desde el aire, si volara, en la obediente línea recta de un canal o una ruta, y no en las curvas irregulares de un río; o como lo percibiría en una pirámide que encontrara en Marte). Reconoce que ahí ha estado en obra una inteligencia, que ahí hay cultura (no azar...), y cultura humana, no conducta canina (...ni naturaleza).
Como nuestro voluntario ya lleva miles de ancestros de cultura, también llega a reconocer qué clase de producto cultural es el que suena. El deslinde básico de esta operación discierne entre lo que es práctico y lo que no lo es. El sujeto no tarda mucho en descartar que esa armonización sea útil a la persecución (por ejemplo, que emita señales, que fascine presas cual canto de sirena o que estimule la marcha); concluye que a una jauría de caza se le ha agregado el cometido estético de sonar en acordes. Eso que es­cu­cha tiene un sentido, pero el sentido que tiene no aporta a la práctica que ahí se ejercita; es sólo un sentido estético, que es el sentido de una función simbólica, que es un lujo cultural (de gran poderío social) que se dan los homínidos de cerebro grande y lenguaje complejo desde que empiezan a dominar el arte de sobrevivir. Nuestro espécimen completa el reconocimiento, y la innovación estética queda registrada. Los coros de caza inician su camino a la popularidad de los dichos, que alcanzarán gracias a la misma inutilidad por la que se los identifica en el inicio.

2.

Esta inutilidad particular, que recuerda a la que suele repro­chár­se­le al arte en general, está inscripta en el origen mismo de la actividad: la función no práctica de armonizar ladridos surge de (o junto a) una función práctica a la que no sirve, por definición. Cuando en una jauría de caza las funciones discuten, lo hacen por imponer un cupo artístico más alto o más bajo, según con cuántos inútiles se crea que se garantiza todavía una cacería aceptable (por la expresión «algunos perros de poca habilidad para cazar», sabemos que en la época de Shakespeare eran una minoría). Así, la función práctica de perseguir le tolera a la estética de armo­ni­zar la dosis en que inevitablemente la debilita (o porque le roba plazas dentro de la jauría o porque diluye su potencia agran­dán­do­la con malos perseguidores, que quizás a veces además es­tor­ben). Un éxito sostenido arrimaría el tamaño del coro al umbral de esa tolerancia (que no deja de ser una medida de la fuerza que tiene la funcionalidad que tolera). Si lo superase, el coro sería descartado, o se desprendería y empezaría una carrera artística independiente; si no lo superase, el híbrido podría seguir can­tan­do mientras caza.

Salvo que me haya perdido una gran noticia, eso último es lo que sucedió con las cacerías contemporáneas al teatro de Shakespeare. Tal vez la época resultó un tanto prematura para el gesto van­guar­dis­ta de extraer un coro de la jauría y presentarlo en un teatro, con un público más reposado y variado que el de esos deportistas melómanos que seguían por los bosques a los intérpretes. (Una breve digresión de arte-ficción. Artistas con paladar para los sabores “auténticos” podrían remedar en el escenario una cacería, para conservar o recuperar en el canto el precioso tono de un ladrido persecutor. Magias del engaño que pueden desbaratar una superstición estética: ¿qué pasaría si una ilusión poderosa consiguiera de los perros un tono indiscernible del que tienen cuando ladran en una genuina persecución?)
Como sea, para esos aristócratas la rima de ladridos no podía salirse de la jauría de caza, por mucho cuidado que le dedicasen. Su arte llegó a introducir una función estética en la jauría, pero no llegó a hacérsela necesaria; cuando ese talón le costó la existencia, las jaurías corales pasaron de moda. La historia de la referencia peyorativa de Rodrigo las evoca en su época de esplendor, o al menos de fama. En esa evocación, con la misma fidelidad con que todos los perros acompañan al hombre en la caza, los que más bien cantan acompañan a los que sólo persiguen, como si un coro acompañara a un ejército. Se trata de una imagen de lealtad o de convivencia, no de ansias emancipatorias. Los emancipados to­ma­ron otro camino. Ese desvío es el comienzo de la obra de arte, del arte propiamente dicho, distinto de la función estética que adorna y complejiza una funcionalidad.

Antes de retomar la serie de innovaciones que precedieron a la del coro, resumamos el protocolo de distinciones que organiza los datos. Aquel deslinde que distingue lo cultural de lo casual y lo natural es el primero de los que conducen al arte, que así es como es cultural (siquiera de un modo minimalista). El segundo distingue si en ese obrar hay sólo una función práctica o si también hay una función estética, y cuál domina, cuál le da el sentido de uso y circulación a lo obrado. El tercero dirime si la función estética que hay se queda acompañando o sirviendo a la función práctica que la vio nacer, o si se desprende de ella y se consagra con una actuación y una carrera independientes, como el cantante exitoso que empezó de telonero. Ese estrellato es el arte.

Repasemos esta tectónica de funciones en la historia de la caza.
La innovación de los perros corales presupone otras, que pueden remitirnos a cacerías muy remotas. Basta recordar que no siempre se hicieron con jaurías, lo que requiere la domesticación de animales; que no siempre fueron deportivas, mucho menos aristocráticas; que no siempre generaron trofeos y tapetes para interiores; etc. Estas innovaciones fueron hitos en la historia de las funciones prácticas de la caza. La armonización de ladridos es un hito en la historia de sus funciones estéticas; al lado de esta, las otras innovaciones estéticas de la caza, si las hubo, bien pudieron o pueden pasar desapercibidas.
Líder fundacional o sólo miembro destacado, lo cierto es reitero que esa función estética de templar la jauría surge en medio de y no deja de acompañar a la función práctica de usarla para cazar. En relación con funciones prácticas propias, una cuna y una fidelidad análogas tienen las funciones estéticas de la orna­men­ta­ción, el diseño gráfico y de indumentaria, la decoración de inte­rio­res, la artesanía, la arquitectura, la caligrafía, el arte funerario, por ejemplo. En todos estos casos, la función práctica es la primordial, la privilegiada cultural: antes que nada, la obra tiene (el sentido de) una funcionalidad.
Otra es la suerte de la función estética que es separada de los trabajos que alegra o dignifica, para entonces ser exhibida en ambientes artificialmente preparados (anaqueles, repisas, salas, escenarios, pantallas, locaciones reales, etc.). Es la fetichización social de una herramienta. Con el abandono del primer hogar y la preparación del segundo, el artificio renegocia los términos de su relación con la sociedad. Desde que se despide de la función social de la que participaba, discute y rediscute una propia. Comienza la etapa de un desarrollo más o menos autónomo, signado por reclamos de libertad e inmunidad, por censuras y regulaciones de variada violencia, y por promesas de sofisticación cultural que la cultura de la praxis promueve o tolera. El artificio, que ya hace obras de arte, deja para siempre la ropa del oficio que cubrió su primera desnudez o la refuncionaliza (venganza estética) en alguno de sus nuevos ambientes de circulación y encuentro. Cuanto menos lo guíen los fines prácticos, más libremente experimentará con los estéticos, siempre buscando darse un valor y un sentido.


sábado, 3 de abril de 2010

Extensión en 'Tiempo, deseo y saber' II


Acabo de hacerle agregados importantes al ensayo "Tiempo, deseo y saber", extraídos de los documentos "La incertidumbre 10.odt" y "El presente es la frontera 05.odt". Hasta hoy, así era el ensayo:

Sinop­sis

De­seamos lo que no sabe­mos si habrá o no habrá (“Oja­lá mañana llue­va”), si hay o no hay (“O­jalá esté lloviendo al­lá”), si hubo o no hubo (“El co­man­dan­te y la trip­u­lación les de­sean que hayan tenido un buen vi­a­je”). El no sa­ber so­bre un evento lo ha­bilita a ser ob­jeto de de­seo o mo­tivo de temor (que es la forma nega­tiva de la es­per­anza, que es la ver­sión pa­siva –ex­pec­tan­te– del de­seo de un even­to).

Es­cena 1. Toma 1.

La jer­ar­quía do­lorosa del temor se monta so­bre u­na línea de tiempo en la que los even­tos temi­dos se ori­en­tan (co­mo pos­te­rio­res, si­multá­neos o an­te­rio­res) re­specto del mo­mento en que se los teme, el pre­sente de la ex­pe­ri­en­cia. Así, may­or que el miedo a que (o el de­seo de que no) pa­se algo in­de­seado, de man­era in­mi­nente o ad­viniendo a lo lejos, es el miedo a que (o el de­seo de que no) esté pasando algo in­de­seado; y may­or que éste es el miedo a que (o el de­seo de que no) haya pasado algo in­de­seado. Lo ir­rev­o­ca­ble es más temi­ble que lo im­pa­ra­ble, que es más temi­ble que lo in­mi­nente, que es más temi­ble que lo in­ex­o­ra­ble.
La en­ergía con­tra temores, miedos y ter­rores se gasta menos cuanto más ale­ja­dos del pre­sente de con­cien­cia y conocimiento es­tén sus cau­santes; tam­bién, cuanto más jus­ti­fi­cado esté ese no es­tar en­te­ra­dos que hace posi­bles o sen­satos aque­l­los de­seos o temores.

Es­cena 1. Toma 2.

To­dos los de­seos que es­tán a fa­vor (las es­per­anzas) o en con­tra (los temores) de un he­cho posi­ble di­cen sus pref­er­en­cias so­bre lo que no se sabe (qué pasará, qué va a pasar, qué pasa, qué ha pasado: de menor a may­or gasto emo­cional, de may­or a menor jus­ti­fi­cación por no es­tar en­te­ra­dos). (En rig­or, el grado de menor jus­ti­fi­cación no lo tiene el pasado, que es siem­pre de lo ausente; es el que com­bina el pre­sente con la pres­en­cia: si de­seás –o temés– es­tar leyendo esta página es porque no sabés que es­tás leyendo esta página, lo que de­bería pre­ocu­parte doble­mente.)
Para decirlo más simple: las ex­pec­ta­ti­vas, fa­vorables o desfa­vorables, se tienen so­bre (una noticia de) un pasado, un pre­sente o un fu­turo des­co­no­ci­dos (de man­era in­ev­i­ta­ble, en el úl­timo caso, y ev­i­ta­ble, en los dos primeros –en evi­tarlo con­siste el es­tar en­te­ra­dos).

Es­cena 2.

En cam­bio, lo que se sabe o lo que se cree que es cierto no ha­bilita de­seos, sino co­mo mu­cho fan­tasías con­trafácti­cas: utópi­cas (sé o creo que pasará A, y fan­taseo cómo sería si en ese mo­mento pasara B); bur­reras (sé o creo que va a pasar A, y fan­taseo cómo sería si de pron­to pasara B); en­soñado­ras (sé o creo que está pasando A, y fan­taseo cómo sería si es­tu­viera pasando B); y nos­tál­gi­cas (sé o creo que ha pasado o pasó A, y fan­taseo cómo sería si hu­biera pasado B).

Es­cena 1+2.

Re­sum­iendo, el carecer o el disponer de conocimiento re­specto de algo de­cide qué clase de de­seo pode­mos tener so­bre ese algo, si es que va­mos a tener al­guno: si lo cono­ce­mos, pode­mos fan­tasear al­ter­na­ti­vas (to­das menos la cono­ci­da); si lo de­scono­ce­­mos o lo­gramos ig­no­rarlo, pode­mos de­searlo, en­tre otras al­ter­na­ti­vas. En am­bos ca­sos, cono­ciendo o descono­ciendo, siem­pre ex­iste la al­ter­na­tiva de per­manecer sin de­sear, ni ju­gando con ni ju­gado por.

Escena 4.

El que se limita a saber, se limita a observar el mundo. El que además desea participa del mundo, para hacerlo –en el frag­men­to que le importa– como puede ser y desea que sea. El que fantasea contra lo que sabe o cree, ya casi no observa y todavía casi no participa: se abstrae y concen­tra en el simu­la­cro de otro mundo.
El gasto que ocasiona la tarea adicional de mantener ese simula­cro es una energía emocional que puede alimentar el creci­mien­to de ciertas obse­sio­nes, de ciertos rasgos de amor impo­si­ble. (No sólo ponemos energía en lo que idola­tra­mos; también puede que idola­tre­mos aquello en lo que pone­mos ener­gía.)

Escena 5.

De una experiencia muy intensa (placen­te­ra o dis­pla­cen­te­ra), tanto la evo­ca­ción como el retorno invo­lun­ta­rio a la escena me reedi­tan el trance de una incer­ti­dum­bre, el momen­to en que algo que no podía mensu­rar me sobre­ve­nía, para mi bien o para mi mal; no me sitúan ni antes ni después, sino durante la expe­rien­cia de que algo se gesta sin que me sea posible presu­pues­tar energías para asimi­lar­lo. La parálisis a que me somete esa incapaci­dad transito­ria de estima­ción se parece a la pará­li­sis de la duda: no puedo hacer nada porque no sé qué hacer; quedo reducido a una pasivi­dad anhe­lan­te o resis­ten­te, pero siem­pre expec­tan­te.
Según la disipación de la incer­ti­dum­bre vaya con­tra­rian­do –te­mo– o hala­gan­do –espero– mis deseos, sentiré dolor o placer. En el placer, soy sosteni­da o incre­men­tal­men­te sorpren­di­do e intriga­do; en el dolor, sostenida o incre­men­tal­men­te de­cep­cio­na­do y desinte­re­sa­do. (En la his­to­ria de amor ideal, cada uno es soste­ni­da o incremen­tal­men­te sor­pren­di­do e intrigado por el otro, o sea, no deja de conocer ni de ser cono­ci­do –si no es recí­pro­co, la histo­ria es de fasci­na­ción, que es la mitad soli­ta­ria de un amor.)

Escena 6.

El temor, como la inercia, es una resis­ten­cia al cam­bio de situa­ción (un re­plie­gue, una concen­tra­ción de fuerzas). El deseo, al revés de la inercia, es una resis­ten­cia a la perma­nen­cia de la situa­ción (un des­plie­gue de fuerzas, una expan­sión). La regla de cada uno se traduce en la asocia­ción anóma­la del otro, como el anverso y el reverso de una misma emoción: el temor a cambiar de situa­ción y el deseo de permane­cer en ella, por un lado, y el deseo de cambiar de situa­ción y el temor a perma­ne­cer en ella, por el otro. Son la primera y la segunda línea de combate contra la frustra­ción provo­ca­da por el cambio y la perma­nen­cia indesea­dos, respec­ti­va­men­te, con los que la otredad se nos opone.

Hoy se ve así:

Sinop­sis

De­seamos lo que no sabe­mos si habrá o no habrá (“Oja­lá mañana llue­va”), si hay o no hay (“O­jalá esté lloviendo al­lá”), si hubo o no hubo (“El co­man­dan­te y la trip­u­lación les de­sean que hayan tenido un buen vi­a­je”). El no sa­ber so­bre un evento lo ha­bilita a ser ob­jeto de de­seo o mo­tivo de temor (que es la forma nega­tiva de la es­per­anza, que es la ver­sión pa­siva –ex­pec­tan­te– del de­seo de un even­to).

Es­cena 1. Toma 1.

La jer­ar­quía do­lorosa del temor se monta so­bre u­na línea de tiempo en la que los even­tos temi­dos se ori­en­tan (co­mo pos­te­rio­res, si­multá­neos o an­te­rio­res) re­specto del mo­mento en que se los teme, el pre­sente de la ex­pe­ri­en­cia. Así, may­or que el miedo a que (o el de­seo de que no) pa­se algo in­de­seado, de man­era in­mi­nente o ad­viniendo a lo lejos, es el miedo a que (o el de­seo de que no) esté pasando algo in­de­seado; y may­or que éste es el miedo a que (o el de­seo de que no) haya pasado algo in­de­seado. Lo ir­rev­o­ca­ble es más temi­ble que lo im­pa­ra­ble (o irrestañable), que es más temi­ble que lo in­mi­nente, que es más temi­ble que lo in­ex­o­ra­ble.
La en­ergía con­tra temores, miedos y ter­rores se gasta menos cuanto más ale­ja­dos del pre­sente de con­cien­cia y conocimiento es­tén sus cau­santes; tam­bién, cuanto más jus­ti­fi­cado esté ese no es­tar en­te­ra­dos que hace posi­bles o sen­satos aque­l­los de­seos o temores.

Es­cena 1. Toma 2.

To­dos los de­seos que es­tán a fa­vor (las es­per­anzas) o en con­tra (los temores) de un he­cho posi­ble di­cen sus pref­er­en­cias so­bre lo que no se sabe (qué pasará, qué va a pasar, qué pasa, qué ha pasado: de menor a may­or gasto emo­cional, de may­or a menor jus­ti­fi­cación por no es­tar en­te­ra­dos). (En rig­or, el grado de menor jus­ti­fi­cación no lo tiene el pasado, que es siem­pre de lo ausente; es el que com­bina el pre­sente con la pres­en­cia: si de­seás –o temés– es­tar leyendo esta página es porque no sabés que es­tás leyendo esta página, lo que de­bería pre­ocu­parte doble­mente.)
Para decirlo más simple: las ex­pec­ta­ti­vas, fa­vorables o desfa­vorables, se tienen so­bre (una noticia de) un pasado, un pre­sente o un fu­turo des­co­no­ci­dos (de man­era in­ev­i­ta­ble, en el úl­timo caso, y ev­i­ta­ble, en los dos primeros –en evi­tarlo con­siste el es­tar en­te­ra­dos).

Es­cena 2.

En cam­bio, lo que se sabe o lo que se cree que es cierto no ha­bilita de­seos, sino co­mo mu­cho fan­tasías con­trafácti­cas: utópi­cas (sé o creo que pasará A, y fan­taseo cómo sería si en ese mo­mento pasara B); bur­reras (sé o creo que va a pasar A, y fan­taseo cómo sería si de pron­to pasara B); en­soñado­ras (sé o creo que está pasando A, y fan­taseo cómo sería si es­tu­viera pasando B); y nos­tál­gi­cas (sé o creo que ha pasado o pasó A, y fan­taseo cómo sería si hu­biera pasado B).

Es­cena 1+2.

Re­sum­iendo, el carecer o el disponer de conocimiento re­specto de algo de­cide qué clase de de­seo pode­mos tener so­bre ese algo, si es que va­mos a tener al­guno: si lo cono­ce­mos, pode­mos fan­tasear al­ter­na­ti­vas (to­das menos la cono­ci­da); si lo de­scono­ce­­mos o lo­gramos ig­no­rarlo, pode­mos de­searlo, en­tre otras al­ter­na­ti­vas. En am­bos ca­sos, cono­ciendo o descono­ciendo, siem­pre ex­iste la al­ter­na­tiva de per­manecer sin de­sear, ni ju­gando con ni ju­gado por.

Escena 3. Toma 1.

Si el futuro es inevitablemente desconocido, es porque el presente es la frontera entre lo que se puede conocer y lo que no se puede conocer. (Desde ya, que se pueda conocer no significa que de hecho se conozca; hay posibilidades ya o aún desperdiciadas o aún no aprovechadas.) ¿Y qué se puede conocer? Se puede conocer de lado a lado lo que fue o ha sido, lo que ocurrió o ha ocurrido, o se puede conocer par­cial­men­te lo que es, lo que ocurre (es decir, leer una relación entre minús­cu­los acon­teci­mien­tos para inferir el evento que traman –algo que en rigor en el futuro se envasará como evento, se termina­rá de constituir, se empaquetará como un dato portable y enviable). Pero no se puede conocer lo que, en lugar de ser o haber sido, va a ser o será.
La otra parcia­li­dad alojada en el presente es el desco­no­ci­mien­to de lo que viene ahora, de los límites precisos que tiene el evento en el que estoy inmerso. A diferencia de este desco­no­ci­mien­to, el del si­guien­te evento de la historia, que pertenece al vecino futuro, no es parcial sino completo, completamente exterior. Vuelvo al prin­ci­pio: el presente es esa mem­bra­na que separa y envuelve lo que se puede conocer, que queda del lado de adentro, de lo que no se puede conocer, que queda al otro lado. Habitamos mi­nús­cu­la­men­te esa burbuja cognoscible.
Suplo y subsano el des­co­no­ci­mien­to parcial del evento presente y el total del evento futuro, los dos desconocimientos inevitables que hay, con suposiciones, conjeturas, creencias, imagina­cio­nes: todas formas de certezas postizas o provisorias sobre aquello de lo que no puede haber conocimiento.

Escena 3. Toma 2.

Entre mis ocho cartas del chinchón, algunas ya forman un juego, otras están dispuestas u ordenadas para formar uno ni bien se les sumen una o dos cartas esperadas, y otras son de descarte, porque no integran ni están próximas a integrar ningún juego. Arriesgo dos analogías. En un nivel menor, las cartas son los estados y las situaciones, y los juegos que forman o están por formar son los acon­teci­mien­tos. En otro nivel, mayor, las cartas son los acon­te­ci­mien­tos, y los juegos que se forman o buscan formarse son los eventos. El mazo que nos abastece es el futuro; el abanico de ocho cartas que tengo cada vez es el presente: en él hay algún juego hecho y otro espe­ran­do hacerse.

Escena 4.

El que se limita a saber, se limita a observar el mundo. El que además desea participa del mundo, para hacerlo –en el frag­men­to que le importa– como puede ser y desea que sea. El que fantasea contra lo que sabe o cree, ya casi no observa y todavía casi no participa: se abstrae y se concen­tra en el simu­la­cro de otro mundo.
El gasto que ocasiona la tarea adicional de mantener ese simula­cro es una energía emocional que puede alimentar el creci­mien­to de ciertas obse­sio­nes, de ciertos rasgos de amor impo­si­ble. (No sólo ponemos energía en lo que idola­tra­mos; también puede que idola­tre­mos aquello en lo que pone­mos ener­gía.)

Escena 5. Toma 1.

De una experiencia muy intensa (placen­te­ra o dis­pla­cen­te­ra), tanto la evo­ca­ción como el retorno invo­lun­ta­rio a la escena me reedi­tan el trance de una incer­ti­dum­bre, el momen­to en que algo que no podía mensu­rar me sobre­ve­nía, para mi bien o para mi mal; no me sitúan ni antes ni después, sino durante la expe­rien­cia de que algo se gesta sin que me sea posible presu­pues­tar energías para asimi­lar­lo. La parálisis a que me somete esa incapaci­dad transito­ria de estima­ción se parece a la pará­li­sis de la duda: no puedo hacer nada porque no sé qué hacer; quedo reducido a una pasivi­dad anhe­lan­te o resis­ten­te, pero siem­pre expec­tan­te.
Según la disipación de la incer­ti­dum­bre vaya con­tra­rian­do –te­mo– o hala­gan­do –espero– mis deseos, sentiré dolor o placer. En el placer, soy sosteni­da o incre­men­tal­men­te sorpren­di­do e intriga­do; en el dolor, sostenida o incre­men­tal­men­te de­cep­cio­na­do y desinte­re­sa­do. (En la his­to­ria de amor ideal, cada uno es soste­ni­da o incremen­tal­men­te sor­pren­di­do e intrigado por el otro, o sea, no deja de conocer ni de ser cono­ci­do –si no es recí­pro­co, la histo­ria es de fasci­na­ción, que es la mitad soli­ta­ria de un amor.)

Escena 5. Toma 2.

Volvamos a la sensación pesa­di­lles­ca de estar en el mo­men­to en que algo indesea­ble se empieza a hacer irrever­si­ble, irrevo­ca­ble, ya desde antes de con­su­mar­se o a más tardar cuando em­pie­za a ser. Ése es el momento al que nos transporta una evocación poderosa de algún trance crucial. Es un mo­men­to durante el que no podemos medir cuánto nos afectará lo que viene (o nos espera). O aun peor: ya sabemos (o creemos) que será mucho y para mal, tanto que no podremos con­tra­rres­tar­lo, impo­ten­cia que nos hace atrave­sar el peor tormen­to con la máxima sensibi­li­dad y lucidez. O la incerti­dum­bre o la certi­dum­bre alucina­to­ria de estar gestán­do­se una catás­tro­fe, casi la lucidez del em­pa­re­da­do. O ninguna (cuando se las necesita) o dema­sia­das previsio­nes, muchas enor­mes (cuando se las necesita filtrar o desinflar).
Una cosa es razonar que el delga­dí­si­mo presente es lo único que tenemos para perder, y otra es experi­men­tar ese único tiempo en que se vive, o en que mejor se registra que se vive, que es el tiempo de la concien­cia. (El ahora se experi­men­ta nece­sa­ria­men­te ahora, si se me tolera la perogru­lla­da; una experiencia tardía o una prematura del instante, además de contra­dic­to­rias, involucran suce­dá­neos furtivos del ahora, recuer­dos o previ­sio­nes mal reco­no­ci­dos.) Si la experien­cia es displa­cen­te­ra, es la de una incer­ti­dum­bre; si es pla­cen­te­ra, es la de un trance o un éxtasis (sexuales, creati­vos, contem­pla­ti­vos, etc.).

Escena 6.

El temor, como la inercia, es una resis­ten­cia al cam­bio de situa­ción (un re­plie­gue, una concen­tra­ción de fuerzas). El deseo, al revés de la inercia, es una resis­ten­cia a la perma­nen­cia de la situa­ción (un des­plie­gue de fuerzas, una expan­sión). La regla de cada uno se traduce en la asocia­ción anóma­la del otro, como el anverso y el reverso de una misma emoción: el temor a cambiar de situa­ción y el deseo de permane­cer en ella, por un lado, y el deseo de cambiar de situa­ción y el temor a perma­ne­cer en ella, por el otro. Son la primera y la segunda línea de combate contra la frustra­ción provo­ca­da por el cambio y la perma­nen­cia indesea­dos, respec­ti­va­men­te, con los que la otredad se nos opone.