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viernes, 3 de septiembre de 2010

Piedras 002 (1.0.0)


Además de algunos cambios leves en lo que ya estaba, le agregué al ensayo en el final otra sección, “1. Reproducción y alimentación”, hecha con párrafos ya escritos y relocalizados y con párrafos nuevos. Esto decía hasta hoy el ensayo:
        «...el silicio tiene valencia 4, igual que el carbono. ¿Puede haber vida basada en el silicio? Es difícil. Empezando porque el silicio no forma cadenas ni redes consigo mismo. Es un átomo demasiado grande para poder formar ese tipo de estructuras. Lo más parecido son las estructuras con oxígeno como unión entre dos átomos de silicio; se forman así cadenas y redes tridimensionales de gran tamaño, pero el resultado es casi siempre una roca.»

        Extraído del post “La vida es carbono”, en el blog colectivo Aulaciencia.


4. Emoción

          «Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
          y más la piedra dura porque esa ya no siente, ...»

          Primeros versos del poema “Lo fatal”, de Rubén Darío.

Si quisiéramos negarle a Darío el manejo de una paradoja o usarla para impugnarlo, nos pondríamos a decir que mal puede ser dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y menos aún la piedra dura, porque ésta ya no siente. Si no, simplemente nos limitaríamos a entender que una envidia lóbrega le proyecta a la piedra dura la blandura de una dicha ganada en mérito de esa misma dureza, y en las antípodas de la blandura doliente donde se fantasea con una insensibilización (al menos, donde se festeja una insensibilidad).
Esta vez me interesa ese proyectarle a la piedra una emoción, no la paradoja que luce. De la serie que inaugura, es la proyección que involucra más presuposiciones.

3. Indagación

          «¡y no saber adónde vamos,
          ni de dónde venimos!...»

          Últimos versos del poema “Lo fatal”, de Rubén Darío.

          Del documental Saturno (Planet Science - Saturn's secrets).

Si esa piedra, además de ser, llegase a saber algo, ese algo sería antes que nada la diferencia entre lo que es y lo que no es ella, el discernimiento de alguna multitud de cosas y el reconocimiento de sí en esa multitud. Un distinguirse de lo otro y una separación de sí: el yo sabe que para aquellos de los que se diferencia al ser, los otros, es un otro entre otros. (Cada yo tiene de distinto lo que el conjunto de lo otro tiene de variado.) Recién entonces la piedra, como cualquiera, puede preguntarse de dónde viene, a la vez de poder elaborar emociones y a la vez o después de poder hablar, que viene después de poder moverse motu proprio (excepto si es una piedra parlanchina). Me muevo, hablo, indago y siento, luego existo.

Respecto de la vida y la conciencia, acaso no hay otredad mayor para un ser humano que una roca, muy detrás de plantas, insectos y animales. De ahí tal vez que uno de los peores terrores imaginarios sea el de una petrificación, como sufrió la desobediente mujer de Lot, y que uno de los milagros más deseados sea el de una metamorfosis inversa, como sucede con Galatea, la escultura de Pigmalión que cobra vida, y con las piedras que tiran a sus espaldas Deucalión y Pirra para repoblar la Tierra devastada por el diluvio. Y de ahí también –supongo– que nos resulte tanto más extraño y fascinante creer animada e intencionada por naturaleza (ya no por metamorfosis) a una piedra.

2. Habla

          “Las rocas hablan. Sólo que ahora no se comunican con nosotros porque están enojadas con la humanidad.”

          Escuchado en un programa new age de TV de mediados de los 90.

Hablar no es la única virtud de discreción absoluta que se le ha atribuido a las piedras. Pero a diferencia, por ejemplo, de la virtud de espantar tigres, que es instrumental, la de hablar es subjetiva: si no es como el habla mecánica de un loro, es signo (como que es producto) de una inteligencia y una autonomía relativa, una conciencia alojada en una roca inerte igual que en un cuerpo con vida, sea humano, animal o vegetal. (En esta mitología, todo puede comunicarse con todo como los hombres entre sí; en esta proyección, las rocas son humanos disfrazados.)
Pero acá, en rigor, el habla es una facultad en estado latente de las piedras, no un hecho manifiesto. El hecho que se nos dice que hay es inaudible. La coartada que explica que no las podamos escuchar, un enojo duro y unánime, las dota de una conducta igual de humana que hablar: ofendidas, las piedras callan.

1. Movilidad

          “Piedra que rueda no junta musgo” (“A rolling stone gathers no moss”)

          Anónimo

          El acróbata Santin Vanzella haciendo equilibrio en la piedra movediza de Tandil (foto de Pedro Momini publicada el 5 de mayo de 1900 en la revista “Caras y Caretas”).

No hay nada personal ni animado en que una piedra ruede por una pendiente, si no lo hace a una velocidad anormal; lo habría en que lo evitara, y más aún en que repechara la pendiente. Lo hay también –está sugerido– en la arena movediza, que en las películas parece tragar a sus víctimas. Igual de sedentaria pero oscilante, la “piedra movediza” de Tandil también lleva metida en su nombre la mirada animista que la ve moverse como si lo decidiera o controlara, como si tuviera –otra vez– autonomía para interactuar con su medio, para tomar iniciativas o reaccionar. Tenemos un ojo puesto en esa sugestión (entre deseada y temida) y otro en su realidad mineral conocida, que es como consumimos una ficción (cuando no la confundimos con la realidad, cautivos de una ilusión poderosa, o cuando no sucumbimos a delirios identificatorios).
Otras sugestiones son más instrumentales que animistas: a la “piedra musical” de Tilcara hay que percutirla para que suene; la piedra movediza, en cambio, inducía a la sospecha incrédula –la sensación– de que actuaba por sí misma, de que hacía equilibrio como hizo sobre ella el acróbata italiano Santin Vanzella (que seguramente ya vendría haciendo equilibrio sobre otros equilibristas en el Circo Raffetto, pero nunca con unos 299.930 kilos de diferencia con –por suerte– el de abajo). La enorme desproporción entre la mole y su exiguo punto de apoyo le da a su hacer, como el de cualquier equilibrista, el carácter de un evitar, con apariencia de hazaña o milagro.

Se aleja de lo mineral el que una piedra se mueva sola (junte o no musgo), y más todavía el que lo haga sin caerse si está apenas apoyada. A este alejamiento lo siguen en magnitud el que una piedra hable (o calle), el que indague sobre su origen, y el que (“aun así”, agregaría Rubén Darío) sea dichosa. Dime de qué y cuánto te alejas y te diré qué eres.


Esto dice desde hoy hasta nuevo aviso:

        «...el silicio tiene valencia 4, igual que el carbono. ¿Puede haber vida basada en el silicio? Es difícil. Empezando porque el silicio no forma cadenas ni redes consigo mismo. Es un átomo demasiado grande para poder formar ese tipo de estructuras. Lo más parecido son las estructuras con oxígeno como unión entre dos átomos de silicio; se forman así cadenas y redes tridimensionales de gran tamaño, pero el resultado es casi siempre una roca.»

        Extraído del post “La vida es carbono”, en el blog colectivo Aulaciencia.


5. Emoción

          «Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
          y más la piedra dura porque esa ya no siente, ...»

          Primeros versos del poema “Lo fatal”, de Rubén Darío.

Si quisiéramos negarle a Darío el manejo de una paradoja o usarla para impugnarlo, nos pondríamos a decir que mal puede ser dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y menos aún la piedra dura, porque ésta ya no siente. Si no, simplemente nos limitaríamos a entender que una envidia lóbrega le proyecta a la piedra dura la blandura de una dicha ganada en mérito de esa misma dureza, y en las antípodas de la blandura doliente donde se fantasea con una insensibilización (al menos, donde se festeja una insensibilidad).
Esta vez me interesa ese proyectarle a la piedra una emoción, no la paradoja que luce. De la serie que inaugura, es la proyección que involucra más presuposiciones.

4. Indagación

          «¡y no saber adónde vamos,
          ni de dónde venimos!...»

          Últimos versos del poema “Lo fatal”, de Rubén Darío.

          Del documental Saturno (Planet Science - Saturn's secrets).

Si esa piedra, además de ser, llegase a saber algo, ese algo sería antes que nada la diferencia entre lo que es y lo que no es ella, el discernimiento de alguna multitud de cosas y el reconocimiento de sí en esa multitud. Un distinguirse de lo otro y una separación de sí: el yo sabe que para aquellos de los que se diferencia al ser, los otros, es un otro entre otros. (Cada yo tiene de distinto lo que el conjunto de lo otro tiene de variado.) Recién entonces la piedra, como cualquiera, puede preguntarse de dónde viene, a la vez de poder elaborar emociones y a la vez o después de poder hablar, que viene después de poder moverse motu proprio (excepto si es una piedra parlanchina). Me muevo, hablo, indago y siento, luego existo.

3. Habla

          “Las rocas hablan. Sólo que ahora no se comunican con nosotros porque están enojadas con la humanidad.”

          Escuchado en un programa new age de TV de mediados de los 90.

Hablar no es la única virtud de discreción absoluta que se le ha atribuido a las piedras. Pero a diferencia, por ejemplo, de la virtud de espantar tigres, que es instrumental, la de hablar es subjetiva: si no es como el habla mecánica de un loro, es signo (como que es producto) de una inteligencia y una autonomía relativa, una conciencia alojada en una roca inerte igual que en un cuerpo con vida, sea humano, animal o vegetal. (En esta mitología, todo puede comunicarse con todo como los hombres entre sí; en esta proyección, las rocas son humanos disfrazados.)
Pero acá, en rigor, el habla es una facultad en estado latente de las piedras, no un hecho manifiesto. El hecho que se nos dice que hay es inaudible. La coartada que explica que no las podamos escuchar, un enojo duro y unánime, las dota de una conducta igual de humana que hablar: ofendidas, las piedras callan.

2. Movilidad

          “Piedra que rueda no junta musgo” (“A rolling stone gathers no moss”)

          Anónimo

          El acróbata Santin Vanzella haciendo equilibrio en la piedra movediza de Tandil (foto de Pedro Momini publicada el 5 de mayo de 1900 en la revista “Caras y Caretas”).

No hay nada personal ni animado en que una piedra ruede por una pendiente, si no lo hace a una velocidad anormal; lo habría en que lo evitara, y más aún en que repechara la pendiente. Lo hay también –está sugerido– en la arena movediza, que en las películas parece tragar a sus víctimas. Igual de sedentaria pero oscilante, la “piedra movediza” de Tandil también lleva metida en su nombre la mirada animista que la ve moverse como si lo decidiera o controlara, como si tuviera –otra vez– autonomía para interactuar con su medio, para tomar iniciativas o reaccionar. Tenemos un ojo puesto en esa sugestión (entre deseada y temida) y otro en su realidad mineral conocida, que es como consumimos una ficción (cuando no la confundimos con la realidad, cautivos de una ilusión poderosa, o cuando no sucumbimos a delirios identificatorios).
Otras sugestiones son más instrumentales que animistas: a la “piedra musical” de Tilcara hay que percutirla para que suene; la piedra movediza, en cambio, inducía a la sospecha incrédula –la sensación– de que actuaba por sí misma, de que hacía equilibrio como hizo sobre ella el acróbata italiano Santin Vanzella (que seguramente ya vendría haciendo equilibrio sobre otros equilibristas en el Circo Raffetto, pero nunca con unos 299.930 kilos de diferencia con –por suerte– el de abajo). La enorme desproporción entre la mole y su exiguo punto de apoyo le da a su hacer, como el de cualquier equilibrista, el carácter de un evitar, con apariencia de hazaña o milagro.

1. Reproducción y alimentación

          «En zonas de la Antártida donde apenas crece otra cosa, puedes encontrar vastas extensiones de líquenes (400 tipos de ellos) devotamente adheridos a todas las rocas azotadas por el viento.
          La gente no pudo entender durante mucho tiempo cómo lo hacían. Dado que los líquenes crecen sobre roca pelada sin disponer de alimento visible ni producir semillas, mucha gente (gente ilustrada) creía que eran piedras que se hallaban en proceso de convertirse en plantas vivas. “¡La piedra inorgánica, espontáneamente, se convierte en planta viva!”, se regocijaba un observador, un tal doctor Hornschuch, en 1819.»

          Bill Bryson, Una breve historia de casi todo (Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007; página 400). El regocijo del tal Hornschuch se disuelve en la continuación de la cita.


          «Una inspección más detenida demostró que los líquenes eran más interesantes que mágicos. Son en realidad una asociación de hongos y algas. Los hongos excretan ácidos que disuelven la superficie de la roca, liberando minerales que las algas convierten en alimento suficiente para el mantenimiento de ambos.»

Es sabido que las fantasías transgresoras se excitan ante las declaraciones de intransgredibilidad («“No inflamable” no es un desafío» es una de las frases que tiene que escribir Bart en el pizarrón de la apertura). Y entonces proliferan en la literatura (y afines) cruces y contrabandos entre, por ejemplo, la ficción contenida y la cotidianidad que la contiene, o entre el sueño y la vigilia (la flor de Colerige), o entre lo inanimado y lo animado (Frankenstein y el Golem), etc. O proliferan en las imaginaciones filosóficas paradojas más elegantes que rigurosas, que son superaciones triunfantes de principios restrictivos, como el de no contradicción. (Mientras estas paradojas son el relato del cruce de un límite, las tan o más rigurosas que elegantes son el retrato de un ser o un estar en un límite de series convergentes contradictorias o de una resta de rasgos definitorios.) En el imaginario de las ciencias naturales, los cruces entre zonas incomunicadas, como las de lo inorgánico y lo orgánico, suelen tomar o bien la forma de una metamorfosis de algo corpóreo, o bien la forma de una alquimia o manipulación de los elementos de algo corpóreo, para rediseñarlo a gusto.
Bajo la primera forma, la espontánea metamorfosis de la «piedra inorgánica» en «planta viva» que el tal Hornschuch infirió de su observación de los líquenes, ante la “evidencia” de que no tenían de dónde alimentarse ni cómo reproducirse, hace de estos procesos los requisitos mínimos para la vida corpórea, sus diferencias necesarias y suficientes –su divisoria– con lo inerte. El cruce que Hornschuch festeja en la dirección inversa que Darío, ¿no presume que la planta, el único o el primer vecino a devenir que encuentra la roca en su aventura orgánica, es la forma más básica de vida, que precisamente es la que se reduce a las funciones más básicas de alimentación y reproducción? En especificaciones subsiguientes vendrán la movilidad, el habla, la indagación y la emoción, una trama piramidal de funciones que en la cúspide identificamos con lo humano.
Bajo la segunda forma, notemos que el saber actual de la Biología que corrige a Hornschuch es contemporáneo del saber químico que en el epígrafe general del ensayo le hace un casting al silicio (cuyas cadenas y redes con otros elementos suelen terminar formando una roca) para el papel alternativo de elemento conformador de vida, que tan bien representa en la Tierra el infaltable carbono de todo compuesto orgánico. Luego de una breve postulación, el epígrafe se ocupa de dar las razones del rechazo del postulante, cuya mejor performance alcanza para hacer una roca. Pero lo que para el conocimiento de la Química su elemento no puede, la roca lo logra en creencias (de la new age o de mitos más antiguos y menos laicos) y en ficciones artísticas.

Respecto de la vida y la conciencia, no hay distancia (u otredad) mayor para un ser humano que una piedra, muy detrás de plantas, insectos y animales. De ahí tal vez que uno de los más temidos terrores imaginables sea el de una petrificación, como sufrió la desobediente mujer de Lot, y que uno de los milagros más deseados o agradecidos sea el de una metamorfosis inversa, como sucede con la perfecta Galatea (la escultura de Pigmalión que cobra vida) y con las piedras que tiran a sus espaldas Deucalión y Pirra para repoblar la Tierra devastada por el diluvio griego. Y de ahí también –supongo– que nos resulte tanto más extraño y fascinante creer animada e intencionada por naturaleza (ya no por metamorfosis) a una piedra, como cuando la escuchamos callar, la vemos hacer equilibrio, la sentimos movilizarse o la imaginamos reflexionar o emocionarse (o sea, como cuando la humanizamos).
Se aleja de lo mineral el que una piedra se reproduzca o se alimente, y más todavía el que se mueva sola (junte o no musgo), y aun más el que lo haga sin caerse si está apenas apoyada. A este alejamiento lo siguen en magnitud el que una piedra hable (o calle), el que indague sobre su origen, y el que (“aun así”, agregaría Rubén Darío) sea dichosa. Dime de qué y cuánto te alejas y te diré qué eres.