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sábado, 13 de julio de 2013

El cartero llama dos veces 001 (0.1.0)


Acabo de agregarle al ensayo el epígrafe con ícono de teléfono antiguo y audio de un ringtone que encontré en Internet con el fragmento de "El tesoro de los inocentes", del Indio Solari.
A la frase, a la canción y al ringtone llegué a partir de una referencia de Ciro. El 16 de mayo de este año le escuché citar la frase del Indio, “Si no hay amor que no haya nada”, hablando de la separación de Los Piojos, en un programa de Canal Encuentro (creo que “Encuentro en el estudio”).

sábado, 6 de julio de 2013

Rulos 002 (2.0.0)


Cambié el título del ensayo (antes, “Rulos”; ahora, “Reconocimientos enrarecidos”), además de modificar lo que había y agregar dos casos más y cambiar la introducción y la división en I y II. Esto era lo que había hasta hoy:
I

Para poder resolver si identificarme o no en el otro, primero tengo que poder identificarlo. Veamos dos circunstancias que matizan o condicionan esa identificación del otro (o sea, el reconocimiento).

1.

Cuando se entera de que G es docente en la carrera de Letras, L le pregunta si conoce a P; G no conoce a ningún P, pero el “No” lo da con demora y como con dudas, porque no sabe qué está negando: si su conocimiento del estudiante P, del escritor P o del profesor P. Con cualquiera de estas categorizaciones, la identificación de P habría quedado completa y lista para que G pudiera negarla cabalmente, sabiendo lo que decía.
Cuando ese conocimiento hace a la identificación (que es señalación –la tenemos: “P”– + descripción distintiva –nos falta: “el estudiante”, por ejemplo–), la posesión del nombre de un individuo que no se sabe qué es (cómo categorizarlo) equivale a la posesión de una pieza cuyo juego se ignora, el naipe suelto de un baraja desconocida.

2.

G ve a F con un peinado que no le había visto antes. El cambio, obviamente, no le impide reconocerla. Pero hay algo extraño que le sucede a G con F y sus rulos. La conoce y no la conoce con rulos: no por experiencia propia, sí por referencia ajena. Ocurre que en un mail C había intentado hacerle evocar a G la imagen de F recurriendo a sus rulos. Se supone que podían haber coincidido en alguna fiesta de una amiga en común. Tiempo después, G conoce a F, que ya no usaba rulos. Durante unos meses se tratan con una frecuencia casi semanal, se dejan de ver por varios meses, y cuando se vuelven a ver F está con rulos.
El caso provoca en G una confusión entre una experiencia personal y una ajena. El reconocimiento, aun si puede cumplirse, no es plenamente tranquilizador si sus medios no están bien identificados. Lo entorpece el hecho de no saber si se trata de un conocimiento recabado por un tipo u otro de experiencia; o el hecho de no saber que está funcionando uno por otro, si no ambos (uno para sus rulos, otro para toda ella).

II

Si no pudiéramos conocer por experiencia ajena, para G los rulos de F habrían sido una novedad absoluta y el reconocimiento se le habría dificultado un poco más.
Esa capacidad de apropiarnos de una experiencia ajena (en la mala medida de lo posible) es lo que hace posible la adquisición del lenguaje, que es justamente eso. O en todo caso: sin esa capacidad, el lenguaje apropiado está vacío, como para un ciego de nacimiento la palabra “rojo”.

En la identificación de nuestras experiencias con las ajenas, las palabras y expresiones que aprendemos a usar van adquiriendo peso: nos las vamos apropiando a medida que –y en la medida en que– las necesitamos.
Decir que algo no tiene sentido puede significar que carece de referencia o que carece de valor o ambas cosas. Un ejemplo del caso mixto es el color rojo para un ciego de nacimiento, que no tiene ninguna experiencia de eso, por lo que le resulta sólo una palabra: sin referencia ni significancia, sin ningún tipo de sentido que pueda reconocer y atesorar.

Esto es lo que hay ahora, que es lo que preparé para el M&S #10, que vengo de leer:

Veamos cuatro casos en que se ve afectada la seguridad con que se logra o no se logra reconocer algo o a alguien.

1. El desconocido P

Empecemos con un caso en que no se logra reconocer a alguien, porque no se lo conoce; ante una consulta, la inseguridad de la respuesta negativa radica en que no sé qué es ese al que sé que no conozco.
Cuando se entera de que X es docente en la carrera de Letras, L le pregunta si conoce a P. X no conoce a ningún P, pero el “No” lo da con demora y como con dudas, porque no sabe qué está negando: si su conocimiento del escritor P, del estudiante P o del profesor P, por ejemplo. Con cualquiera de estas categorizaciones, la identificación de P habría quedado completa y lista para que X pudiera negarla cabalmente, sabiendo lo que decía. Es como si X tuviera una zona difusa adonde lanzar su negación, en lugar de un blanco preciso; sabía que le tenía que acertar a P para negarlo, pero no sabía en qué casillero estaba P, y entonces produjo una negación desorientada.
La posesión del nombre de un individuo que no se sabe qué es, cómo categorizarlo, equivale a la posesión de una pieza cuyo juego se ignora, el naipe suelto de un baraja desconocida. La identificación en ese caso es tan imposible como la ubicación del tesoro de Lincoln, si sabemos cuántos pasos tenemos que dar pero no desde dónde y en qué dirección (como le cuestiona Marge a Homero en “Bart to the future”, episodio 17 de la temporada 11).

2. Los rulos de F

Sigamos con un caso en que se logra reconocer a alguien, pero no se está seguro de cómo.
X ve a F con un peinado que no le había visto antes. El cambio, obviamente, no le impide reconocerla. Pero hay algo extraño que le sucede a X con F y sus rulos. La conoce y no la conoce con rulos: no por experiencia propia, sí por referencia ajena. Ocurre que en un mail C había intentado hacerle evocar a X la imagen de F recurriendo a sus rulos. Se supone que podían haber coincidido en alguna fiesta de una amiga en común. Tiempo después, X conoce a F, que ya no usaba rulos. Durante unos meses se tratan con una frecuencia casi semanal, se dejan de ver por varios meses, y cuando se vuelven a ver F está con rulos.
El caso provoca en X una confusión entre una experiencia personal y una ajena. El reconocimiento, aun si puede cumplirse, no es plenamente tranquilizador si sus medios no están bien identificados. Lo entorpece el hecho de no saber si se trata de un conocimiento recabado por un tipo u otro de experiencia; o el hecho de no saber que está funcionando uno por otro, si no ambos (uno para sus rulos, otro para toda ella).

Si no pudiéramos conocer por experiencia ajena, para X los rulos de F habrían sido una novedad absoluta y el reconocimiento se le habría dificultado un poco más.
Esa capacidad de apropiarnos de una experiencia ajena (en la mala medida de lo posible) es lo que hace posible la adquisición del lenguaje, que es justamente eso. O en todo caso: sin esa capacidad, el lenguaje apropiado está vacío, como para un ciego de nacimiento la palabra “rojo”.

En la identificación de nuestras experiencias con las ajenas, las palabras y expresiones que aprendemos a usar van adquiriendo peso; nos vamos apropiando de ellas a medida que –y en la medida en que– las vamos necesitando (la necesidad hace escuela).
Decir que algo no tiene sentido puede significar que carece de referencia o que carece de valor o ambas cosas. Un ejemplo del caso mixto es el color rojo para la ciega de nacimiento que charla con Polo en un capítulo de “El visitante”. Rosita no tiene ninguna experiencia de eso que así se nombra; para ella es “sólo una palabra”: sin referencia ni significancia, sin ningún tipo de sentido que pueda reconocer y atesorar.
3. Un disco de KJ

Es el turno de un caso en que inferimos que es nuevo –apto para conocer– algo que no logramos reconocer, creyendo que deberíamos.
X entra en la disquería de un amigo. Suena una improvisación de piano, contrabajo y batería. X le dice a su amigo: “Esto tiene que ser el trío de Keith Jarrett. Pero no puede ser el trío de Keith Jarrett, porque conozco todos los discos y a este no lo tengo escuchado. Conclusión: salió uno nuevo de Jarrett”. Y el amigo le contesta haciendo emerger lenta y rítmicamente de abajo del mostrador la caja del CD recién llegado.
Esa música está obligada a lo mismo que tiene prohibido: ser Keith Jarrett. O también: un término y su negación son imposibilitados a la vez: eso que suena no puede no ser Keith Jarrett y no puede ser Keith Jarrett. Si desando la simplificación, eso no puede, en rigor, ser uno de los discos del trío de Jarrett que están en el catálogo; y debiendo ser un disco de KJ, la posibilidad que queda abierta (para que por ahí pase el razonamiento de X) es que sea un disco que esté fuera del catálogo conocido, por ejemplo por ser nuevo.
X experimentó una mezcla de reconocimiento (sonido Jarrett) y no reconocimiento (disco desconocido, no identificado). De la incompatibilidad de esta convivencia X dedujo una novedad (algo a conocer), como si corrigiera el supuesto de partida que lo condujo a ese absurdo (el catálogo es una lista cerrada). La mezcla da una noticia; no se queda paralizada por fuerzas iguales y opuestas, aunque la desmentida o refutación tal vez no logre borrar la sensación inicial de que sí.

4. El primer vuelo de X

Al revés del anterior, el último es un caso en que, por ser una primera vez, no debería haber reconocimiento. Pero hay.
En esta oportunidad el reconocimiento enrarecido lo tuvo X con la sensación del despegue de su primer vuelo en avión, a los 29 años. La conocía y no la conocía: era la sensación que ya conocía de los despegues que experimentaba cuando soñaba que volaba, pero que nunca antes había identificado en la vigilia.
Otros dicen que sí, que a los 7 años había hecho un vuelo en avioneta con su madrina. Tal vez esa primera sensación de perder toda sujeción con el suelo firme fue la que después usaron sus vuelos oníricos, y que tal vez mejoraron (si es que no había resultado una novedad placentera). Si fue así, X el adulto conectó de una con la sensación que recordaba de sus sueños tal vez porque se trataba de una sensación actual, frecuente y muy disfrutable (la otra era remota, única y de sabor perdido). O tal vez porque ya no podía reconectar con la sensación olvidada de esa primera experiencia, sino sólo con la versión –tal vez complaciente– que con los años le habían dejado sus experiencias soñadas.