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sábado, 10 de abril de 2010

Epígrafe y proyección de cambios en 'El arte de la jauría'


Hoy le agregué este epígrafe al ensayo:

      «Sabemos que se reconocen a menudo como hechos poé­ti­cos, creados para los fines de la comtemplación estética, expresiones que fueron forjadas sin esperar de ellas seme­jan­te percepción. Annenski, por ejemplo, atribuía a la lengua eslava un carácter particularmente poético; André Bieli ad­mi­ra­ba en los poetas rusos del siglo XVIII el proce­di­mien­to que consiste en colocar los adjetivos después de los sustantivos. Bieli reconocía un valor artístico a este proce­di­mien­to o, más exactamente, le atribuía un carácter intencional, consi­de­rán­do­lo como hecho artísitico, cuando en realidad no se trataba sino de una particularidad general de la lengua, debida a la influencia del eslavo eclesiástico.»

      Viktor Shklovski
      , "El arte como artificio".
Pero también, principalmente, proyecté una reformulación del ensayo que incluirá las ideas sobre el arte de Shklovski y la relación del arte con la muerte y la experiencia de Tertulia. Seguramente también cambiará el título del ensayo ("El arte", tal vez) y "El arte de la jauría" pase a ser el título de la sección donde esté el ensayo en su estado actual, casi el mismo que tiene desde su publicación, a saber:

1.

Al final del Segundo Acto de Othello, el moro de Venecia, Rodrigo dice: «Aquí, en esta persecución, voy corriendo no como un perro que caza, sino como uno que contribuye a los ladridos.» (En el original, Roderigo dice: «I do follow here in the chase, not like a hound that hunts, but one that fills up the cry».)
De la última palabra cuelga una llamada con el número 13. En la nota al pie leemos:
«En las jaurías de caza de la época, se cuidaba mucho la armo­ni­za­ción de los ladri­dos; de aquí que hubiera en ellas algunos perros de poca habilidad para cazar, pero que completaban los acordes con el tono de sus ladridos.»
La cita es de Shakespeare, Tragedias, RBA Editores, Barcelona, 1994, página 281. El volumen pertenece a la colección “Historia de la Literatura”, con introducción, traducción y notas de José María Valverde.

Para empezar a comentar esa extraña costumbre de otra época, repasemos algunas innovaciones que la hicieron posible. La pri­me­ra y más cercana es el debut de esos coros. Remontémonos al momento en que se estrenan las primeras cacerías corales, no sé cuánto antes de que alcancen la popularidad que tienen cuando Rodrigo alude a ellas. Imaginemos a alguien escuchando una por primera vez, sin noticias previas. Por el contexto, no tiene pro­ble­mas en identificar que se trata del sonido de una jauría de caza. Pero enseguida advierte que ese sonido no es casual o natural, sino que es intencional, buscado, artificialmente armonizado, es decir, que tiene una razón no meramente una causa para ser así en vez de otro modo, que hay una decisión detrás, que ahí hay un artificio. Lo que está haciendo, en definitiva, es percibir el carácter de obra de esa ladrada (como lo percibiría desde el aire, si volara, en la obediente línea recta de un canal o una ruta, y no en las curvas irregulares de un río; o como lo percibiría en una pirámide que encontrara en Marte). Reconoce que ahí ha estado en obra una inteligencia, que ahí hay cultura (no azar...), y cultura humana, no conducta canina (...ni naturaleza).
Como nuestro voluntario ya lleva miles de ancestros de cultura, también llega a reconocer qué clase de producto cultural es el que suena. El deslinde básico de esta operación discierne entre lo que es práctico y lo que no lo es. El sujeto no tarda mucho en descartar que esa armonización sea útil a la persecución (por ejemplo, que emita señales, que fascine presas cual canto de sirena o que estimule la marcha); concluye que a una jauría de caza se le ha agregado el cometido estético de sonar en acordes. Eso que es­cu­cha tiene un sentido, pero el sentido que tiene no aporta a la práctica que ahí se ejercita; es sólo un sentido estético, que es el sentido de una función simbólica, que es un lujo cultural (de gran poderío social) que se dan los homínidos de cerebro grande y lenguaje complejo desde que empiezan a dominar el arte de sobrevivir. Nuestro espécimen completa el reconocimiento, y la innovación estética queda registrada. Los coros de caza inician su camino a la popularidad de los dichos, que alcanzarán gracias a la misma inutilidad por la que se los identifica en el inicio.

2.

Esta inutilidad particular, que recuerda a la que suele repro­chár­se­le al arte en general, está inscripta en el origen mismo de la actividad: la función no práctica de armonizar ladridos surge de (o junto a) una función práctica a la que no sirve, por definición. Cuando en una jauría de caza las funciones discuten, lo hacen por imponer un cupo artístico más alto o más bajo, según con cuántos inútiles se crea que se garantiza todavía una cacería aceptable (por la expresión «algunos perros de poca habilidad para cazar», sabemos que en la época de Shakespeare eran una minoría). Así, la función práctica de perseguir le tolera a la estética de armo­ni­zar la dosis en que inevitablemente la debilita (o porque le roba plazas dentro de la jauría o porque diluye su potencia agran­dán­do­la con malos perseguidores, que quizás a veces además es­tor­ben). Un éxito sostenido arrimaría el tamaño del coro al umbral de esa tolerancia (que no deja de ser una medida de la fuerza que tiene la funcionalidad que tolera). Si lo superase, el coro sería descartado, o se desprendería y empezaría una carrera artística independiente; si no lo superase, el híbrido podría seguir can­tan­do mientras caza.

Salvo que me haya perdido una gran noticia, eso último es lo que sucedió con las cacerías contemporáneas al teatro de Shakespeare. Tal vez la época resultó un tanto prematura para el gesto van­guar­dis­ta de extraer un coro de la jauría y presentarlo en un teatro, con un público más reposado y variado que el de esos deportistas melómanos que seguían por los bosques a los intérpretes. (Una breve digresión de arte-ficción. Artistas con paladar para los sabores “auténticos” podrían remedar en el escenario una cacería, para conservar o recuperar en el canto el precioso tono de un ladrido persecutor. Magias del engaño que pueden desbaratar una superstición estética: ¿qué pasaría si una ilusión poderosa consiguiera de los perros un tono indiscernible del que tienen cuando ladran en una genuina persecución?)
Como sea, para esos aristócratas la rima de ladridos no podía salirse de la jauría de caza, por mucho cuidado que le dedicasen. Su arte llegó a introducir una función estética en la jauría, pero no llegó a hacérsela necesaria; cuando ese talón le costó la existencia, las jaurías corales pasaron de moda. La historia de la referencia peyorativa de Rodrigo las evoca en su época de esplendor, o al menos de fama. En esa evocación, con la misma fidelidad con que todos los perros acompañan al hombre en la caza, los que más bien cantan acompañan a los que sólo persiguen, como si un coro acompañara a un ejército. Se trata de una imagen de lealtad o de convivencia, no de ansias emancipatorias. Los emancipados to­ma­ron otro camino. Ese desvío es el comienzo de la obra de arte, del arte propiamente dicho, distinto de la función estética que adorna y complejiza una funcionalidad.

Antes de retomar la serie de innovaciones que precedieron a la del coro, resumamos el protocolo de distinciones que organiza los datos. Aquel deslinde que distingue lo cultural de lo casual y lo natural es el primero de los que conducen al arte, que así es como es cultural (siquiera de un modo minimalista). El segundo distingue si en ese obrar hay sólo una función práctica o si también hay una función estética, y cuál domina, cuál le da el sentido de uso y circulación a lo obrado. El tercero dirime si la función estética que hay se queda acompañando o sirviendo a la función práctica que la vio nacer, o si se desprende de ella y se consagra con una actuación y una carrera independientes, como el cantante exitoso que empezó de telonero. Ese estrellato es el arte.

Repasemos esta tectónica de funciones en la historia de la caza.
La innovación de los perros corales presupone otras, que pueden remitirnos a cacerías muy remotas. Basta recordar que no siempre se hicieron con jaurías, lo que requiere la domesticación de animales; que no siempre fueron deportivas, mucho menos aristocráticas; que no siempre generaron trofeos y tapetes para interiores; etc. Estas innovaciones fueron hitos en la historia de las funciones prácticas de la caza. La armonización de ladridos es un hito en la historia de sus funciones estéticas; al lado de esta, las otras innovaciones estéticas de la caza, si las hubo, bien pudieron o pueden pasar desapercibidas.
Líder fundacional o sólo miembro destacado, lo cierto es reitero que esa función estética de templar la jauría surge en medio de y no deja de acompañar a la función práctica de usarla para cazar. En relación con funciones prácticas propias, una cuna y una fidelidad análogas tienen las funciones estéticas de la orna­men­ta­ción, el diseño gráfico y de indumentaria, la decoración de inte­rio­res, la artesanía, la arquitectura, la caligrafía, el arte funerario, por ejemplo. En todos estos casos, la función práctica es la primordial, la privilegiada cultural: antes que nada, la obra tiene (el sentido de) una funcionalidad.
Otra es la suerte de la función estética que es separada de los trabajos que alegra o dignifica, para entonces ser exhibida en ambientes artificialmente preparados (anaqueles, repisas, salas, escenarios, pantallas, locaciones reales, etc.). Es la fetichización social de una herramienta. Con el abandono del primer hogar y la preparación del segundo, el artificio renegocia los términos de su relación con la sociedad. Desde que se despide de la función social de la que participaba, discute y rediscute una propia. Comienza la etapa de un desarrollo más o menos autónomo, signado por reclamos de libertad e inmunidad, por censuras y regulaciones de variada violencia, y por promesas de sofisticación cultural que la cultura de la praxis promueve o tolera. El artificio, que ya hace obras de arte, deja para siempre la ropa del oficio que cubrió su primera desnudez o la refuncionaliza (venganza estética) en alguno de sus nuevos ambientes de circulación y encuentro. Cuanto menos lo guíen los fines prácticos, más libremente experimentará con los estéticos, siempre buscando darse un valor y un sentido.