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martes, 22 de junio de 2010

Cambios en 'Zahir en blanco'


Agregué una sección en el ensayo. Hasta recién se leía esto:

1.
      Para per­der­se en Dios, los su­fíes re­pi­ten su pro­pio nom­bre o los no­ven­ta y nueve nom­bres di­vi­nos hasta que éstos ya nada quie­ren decir.

      Del cuen­to “El Zahir”, de Jorge Luis Bor­ges.

Como otros, de chico a veces ju­ga­ba a re­pe­tir una pa­la­bra men­tal­men­te (o en un mur­mu­llo bajo) hasta que la des­co­no­cía o ya no la re­co­no­cía (creo que hay una di­fe­ren­cia, aun­que sea la de un matiz, pero no viene al caso ar­gu­men­tar­la). Lo que tal vez hacía atrac­ti­va la ex­pe­rien­cia era que junto con el ob­je­to se de­ja­ba de dis­tin­guir el ob­ser­va­dor que lo sig­ni­fi­ca­ba o nom­bra­ba hasta la sa­tu­ra­ción y el co­lap­so.

2.
      Zahir, en árabe, quie­re decir no­to­rio, vi­si­ble; en tal sen­ti­do, es uno de los no­ven­ta y nueve nom­bres de Dios; la plebe, en tie­rras mu­sul­ma­nas, lo dice de “los seres o cosas que tie­nen la te­rri­ble vir­tud de ser inol­vi­da­bles y cuya ima­gen acaba por en­lo­que­cer a la gente”.

      Del cuen­to “El Zahir”, de Jorge Luis Bor­ges.

Así como en un mo­no­sí­la­bo ya no puede haber di­fe­ren­cia entre sí­la­ba tó­ni­ca y sí­la­ba átona, en el Zahir (en la re­duc­ción de todos a uno que im­pli­ca el Zahir –una va­rian­te desahu­cia­da del mul­tum in parvo que gus­ta­ba re­cor­dar y usar Bor­ges–) ya no puede haber di­fe­ren­cia es­to-otro, uno y el resto, di­fe­ren­cia de roles o fun­cio­nes, re­co­no­ci­mien­to y se­pa­ra­ción de sí.
Un Zahir ca­bal­men­te fatal no puede tener par­tes ni ras­gos: debe ser una pura sin­gu­la­ri­dad. El re­cuer­do ex­clu­yen­te de una mo­ne­da de 20 cen­ta­vos puede estar tan po­bla­do como el re­cuer­do del mundo que ex­clu­ye: sus ra­ya­du­ras ca­sua­les, sus de­ta­lles de di­se­ño, el ma­te­rial del que está hecha, etc. La anu­la­ción del mundo es la anu­la­ción de la di­fe­ren­cia, de la plu­ra­li­dad; por ejem­plo, “no lo­grar ol­vi­dar” un punto, pero un punto to­po­ló­gi­co, no un punto ma­te­rial (que tiene forma, ta­ma­ño, color, etc., o sea, ri­que­za). Y en­ton­ces ya no es la cues­tión la de “re­cor­dar” sólo un punto, sino más pre­ci­sa­men­te la de no poder con­ce­bir más que un punto: ni lí­neas ni vo­lú­me­nes ni hi­per­vo­lú­me­nes, ni lo que entre ellos o con ellos se puede for­mar, las meras cosas.

3.1.

Mente en blan­co en la di­men­sión cero de un as­ce­ta lle­va­do hasta sus úl­ti­mas con­se­cuen­cias y su pri­me­ra con­tra­dic­ción in­elu­di­ble. O pri­mer mo­men­to de la mente en blan­co, cuan­do todo lo dis­tin­to de un punto debe serle irre­pre­sen­ta­ble e in­for­mu­la­ble, que es un combo de ne­ga­cio­nes que desahu­cia. Irre­pre­sen­ta­ble pero analo­ga­ble, al igual que una cuar­ta di­men­sión para no­so­tros, que para en­ten­der­la ape­la­mos a la analo­gía de Flatland (un mundo que di­fie­re en es­ce­na­rio y ac­to­res con el nues­tro, pero no en si­tua­cio­nes, po­si­cio­nes, roles y re­la­cio­nes en ge­ne­ral): tan in­con­ce­bi­bles son tres per­pen­di­cu­la­res entre sí en un es­pa­cio bi­di­men­sio­nal como cua­tro en uno tri­di­men­sio­nal (y dos –el inicio de la “per­pen­di­cu­la­ri­dad”– en uno uni­di­men­sio­nal). In­for­mu­la­ble, a di­fe­ren­cia de una cuar­ta di­men­sión, que si no exis­te no es por in­con­sis­ten­te (en su foto ac­tual) ni por ab­so­lu­ta­men­te ar­bi­tra­ria (en su pe­lí­cu­la), al menos no menos que las otras di­men­sio­nes: las re­glas de for­ma­ción y com­por­ta­mien­to de un hi­per­vo­lu­men son tan con­sis­ten­tes y son tan pre­de­ci­bles los re­sul­ta­dos de su apli­ca­ción como las de un vo­lu­men, una su­per­fi­cie, una línea, un punto.

3.2.
              Fue el si­len­cio un pozo
              que tra­gué va­cián­do­me.
              Cuan­do acabé de tra­gar­lo
              el pozo es­ta­ba lleno
              y yo era su fondo vacío,
              in­fi­ni­to,
              por donde co­men­cé a caer
              aho­gan­do un grito.

El se­gun­do mo­men­to de la mente en blan­co es el de su au­to­in­clu­sión; lle­va­do a sus úl­ti­mas con­se­cuen­cias, el as­ce­ta arri­ba a una es­ce­na ab­sur­da en el lí­mi­te de la re­duc­ción del uni­ver­so a un ob­je­to he­chi­zan­te. La úl­ti­ma víc­ti­ma de ese punto zahi­res­co tiene que ser la con­cien­cia de sí, el yo (más pre­ci­sa­men­te, la dis­tin­ción –el re­gis­tro de la di­fe­ren­cia– yo/otro). Re­cién en­ton­ces la pre­sen­cia o el re­cuer­do o el pen­sa­mien­to (en fin, la con­cien­cia) de un solo tér­mino del uni­ver­so es fatal para el es­pec­tro, es mente en blan­co irre­ver­si­ble, es au­to­va­cia­mien­to de la mente, que en­ton­ces deja de per­ci­bir­se a sí como una de las cosas que pue­den per­ci­bir­se o con­ce­bir­se y se con­su­ma ahí aque­lla anu­la­ción de todos en uno, con uno úl­ti­mo que los traga antes de tra­gar­se a sí mismo (en ese uno-to­do-nin­guno se con­su­ma, en de­fi­ni­ti­va, el pa­sa­je del revés al an­ver­so de la nada, al decir de Bras­ca).
Atri­buir­le, en algún grado po­si­ti­vo, un es­ta­do de con­cien­cia a eso tiene el mismo valor que atri­buír­se­lo a una pie­dra. Como le gusta a Do­li­na citar a Una­muno (Del sen­ti­mien­to trá­gi­co de la vida, I, “El hom­bre de carne y hueso”): “Más veces he visto ra­zo­nar a un gato que no reír o llo­rar. Acaso llore o ría por den­tro, pero por den­tro acaso tam­bién el can­gre­jo re­suel­va ecua­cio­nes de se­gun­do grado”.

4.

Pero la mente en blan­co tam­bién puede ser en­ten­di­da como un grado nulo de es­ta­do de con­cien­cia, donde co­exis­ten con­cep­tos mu­tua­men­te ex­clu­yen­tes, con­cep­tos que en vez de im­pli­car­se se re­pe­len uno al otro y a la vez con­vi­ven. Puede ser en­ten­di­da como la ex­pe­rien­cia de la inexis­ten­cia (o la ilu­sión de ha­ber­la al­can­za­do sin haber re­nun­cia­do a la exis­ten­cia ni a su ex­pe­rien­cia), tanto como la falta de toda ex­pe­rien­cia, in­clu­yen­do la de sí, con la que con­clu­ye (o la ilu­sión de tener la ex­pe­rien­cia de haber per­di­do toda ex­pe­rien­cia).
Una pa­ra­do­ja ge­nui­na es la for­mu­la­ción de una im­po­si­bi­li­dad, que acá es el re­sul­ta­do de un salto al lí­mi­te (un lle­var algo de ese modo hasta sus úl­ti­mas y con­tra­dic­to­rias con­se­cuen­cias), en este caso el lí­mi­te de una re­duc­ción del uni­ver­so o de un blan­quea­mien­to de la mente.

5.
      6 de di­ciem­bre. Ma­tan­za de los cer­dos.
      Tres cosas:
      Verse a sí mismo como una cosa ajena, ol­vi­dar lo visto, con­ser­var la mi­ra­da.
      O sea, dos cosas solas, dado que la ter­ce­ra com­pren­de la se­gun­da.

      Franz Kafka, Con­si­de­ra­cio­nes acer­ca del pe­ca­do, el dolor, la es­pe­ran­za y el ca­mino ver­da­de­ro, Edi­to­rial Alfa Ar­gen­ti­na, Bue­nos Aires, 1975; “Ter­cer cua­derno en oc­ta­vo”, pá­gi­na 65, en­tra­da del 6 de di­ciem­bre de 1917.


      Y esta vez des­a­pa­re­ció muy len­ta­men­te, em­pe­zan­do por la punta de la cola y ter­mi­nan­do por la son­ri­sa, que per­sis­tió du­ran­te algún tiem­po des­pués que el resto de él se hubo ido.
      “¡Bueno!”, pensó Ali­cia. “¡He visto mu­chas veces gatos sin son­ri­sa, pero una son­ri­sa sin gato...! ¡Es la cosa más rara que vi en mi vida!”

      Lewis Ca­rroll, Ali­cia en el país de las ma­ra­vi­llas, Ca­pí­tu­lo VI, “Cerdo y pi­mien­ta” (tra­duc­ción de Eduar­do Stil­man para Los li­bros de Ali­cia, Edi­cio­nes de la Flor, Bue­nos Aires, 1998, pá­gi­nas 70 y 71).

Como puede apre­ciar­se, la de Kafka no es una enu­me­ra­ción de metas in­co­ne­xas (como plan­tar un árbol, es­cri­bir un libro y tener un hijo, que pue­den ha­cer­se en cual­quier orden), sino una se­cuen­cia de ta­reas co­rre­la­ti­vas: pri­me­ro, verse a sí mismo como una cosa ajena; des­pués, ol­vi­dar lo visto; y en­ton­ces con­ser­var la mi­ra­da. Hecha la re­duc­ción, el desa­fío en­he­bra dos mi­sio­nes: verse a sí mismo como una cosa ajena y con­ser­var la mi­ra­da (con­se­cuen­cia ines­pe­ra­da de ol­vi­dar lo visto, medio ines­pe­ra­do de con­ser­var la mi­ra­da).
Así como la doble ne­ga­ción afir­ma, bo­rrar lo bo­rra­do es un modo de la lu­ci­dez: se con­ser­va la mi­ra­da ol­vi­dan­do lo visto (se­gun­do bo­rra­do) una vez que se ha cum­pli­do el verse a sí mismo como una cosa ajena (pri­mer bo­rra­do). O tal vez sólo quede la mi­ra­da, sin al­guien que la sos­ten­ga ni cosa pro­pia o ajena sobre la que se apoye, tan con­je­tu­ral como el gato con risa de Una­muno, tan abs­trac­ta como la son­ri­sa sin gato del sueño de Ali­cia, tan va­cia­da como el cu­chi­llo pre­cur­sor que “ima­gi­nó” Georg Ch­ris­toph Li­ch­ten­berg, sin hoja ni mango.


Ahora se lee esto:

1.
      «Para per­der­se en Dios, los su­fíes re­pi­ten su pro­pio nom­bre o los no­ven­ta y nueve nom­bres di­vi­nos hasta que éstos ya nada quie­ren decir.»

      Del cuen­to “El Zahir”, de Jorge Luis Bor­ges.

Como otros, de chico a veces ju­ga­ba a re­pe­tir una pa­la­bra men­tal­men­te (o en un mur­mu­llo bajo) hasta que la des­co­no­cía o ya no la re­co­no­cía (creo que hay una di­fe­ren­cia, aun­que sea la de un matiz, pero no viene al caso ar­gu­men­tar­la). Lo que tal vez hacía atrac­ti­va la ex­pe­rien­cia era que junto con el ob­je­to se de­ja­ba de dis­tin­guir el ob­ser­va­dor que lo sig­ni­fi­ca­ba o nom­bra­ba hasta la sa­tu­ra­ción y el co­lap­so.

2.
      la re­be­lión con­sis­te en mirar una rosa
      hasta pul­ve­ri­zar­se los ojos

      Los dos úl­ti­mos ver­sos del poema 23 de Árbol de Diana, de Ale­jan­dra Pi­zar­nik


      «Ese pro­yec­to má­gi­co había ago­ta­do el es­pa­cio en­te­ro de su alma; si al­guien le hu­bie­ra pre­gun­ta­do su pro­pio nom­bre o cual­quier rasgo de su vida an­te­rior, no ha­bría acer­ta­do a res­pon­der.»

      “Las rui­nas cir­cu­la­res”, de Jorge Luis Bor­ges


      ex­pli­car con pa­la­bras de este mundo
      que par­tió de mí un barco lle­ván­do­me

      Poema 13 de Árbol de Diana, de Ale­jan­dra Pi­zar­nik

En nues­tro ima­gi­na­rio de me­tá­fo­ras, pen­sar in­ten­sa­men­te en algo im­pli­ca dis­tan­ciar­se de sí o in­clu­so des­truir­se (que es algo así como pul­ve­ri­zar­se los ojos). Como la se­gun­da vía ya nos dejó en un punto muer­to, si­gá­mos­le el ras­tro a la pri­me­ra.
En el má­xi­mo de con­cen­tra­ción se al­can­za el mí­ni­mo de con­ser­va­ción de la con­cien­cia de sí, de la iden­ti­dad pro­pia (de pro­pie­dad de iden­ti­dad al­gu­na, pre­sen­te o pa­sa­da). Pero no hay dis­per­sión de iden­ti­dad en ese des­per­so­na­li­zar­se, sino re­con­ver­sión o cam­bio de roles: la con­cien­cia más aguda es un tras­va­sar­se en lo otro, ser lo que se per­ci­be o se com­pren­de (y en­ton­ces estar en con­di­cio­nes de du­pli­car la per­cep­ción o la com­pren­sión me­dian­te una re­fle­xión de sí vuel­to otro). En la pri­me­ra re­fle­xión po­si­ble, cuan­do eso otro es el pro­pio ser, se pro­du­ce un raro aco­ple de des­per­so­na­li­za­ción y re­per­so­na­li­za­ción (análo­go al de ser el puer­to y la carga del barco que par­tió).

3.
      «Zahir, en árabe, quie­re decir no­to­rio, vi­si­ble; en tal sen­ti­do, es uno de los no­ven­ta y nueve nom­bres de Dios; la plebe, en tie­rras mu­sul­ma­nas, lo dice de “los seres o cosas que tie­nen la te­rri­ble vir­tud de ser inol­vi­da­bles y cuya ima­gen acaba por en­lo­que­cer a la gente”.»

      Del cuen­to “El Zahir”, de Jorge Luis Bor­ges.

Así como en un mo­no­sí­la­bo ya no puede haber di­fe­ren­cia entre sí­la­ba tó­ni­ca y sí­la­ba átona, en el Zahir (en la re­duc­ción de todos a uno que im­pli­ca el Zahir –una va­rian­te desahu­cia­da del mul­tum in parvo que gus­ta­ba re­cor­dar y usar Bor­ges–) ya no puede haber di­fe­ren­cia es­to-otro, uno y el resto, di­fe­ren­cia de roles o fun­cio­nes, re­co­no­ci­mien­to y se­pa­ra­ción de sí.
Un Zahir ca­bal­men­te fatal no puede tener par­tes ni ras­gos: debe ser una pura sin­gu­la­ri­dad. El re­cuer­do ex­clu­yen­te de una mo­ne­da de 20 cen­ta­vos puede estar tan po­bla­do como el re­cuer­do del mundo que ex­clu­ye: sus ra­ya­du­ras ca­sua­les, sus de­ta­lles de di­se­ño, el ma­te­rial del que está hecha, etc. La anu­la­ción del mundo es la anu­la­ción de la di­fe­ren­cia, de la plu­ra­li­dad; por ejem­plo, “no lo­grar ol­vi­dar” un punto, pero un punto to­po­ló­gi­co, no un punto ma­te­rial (que tiene forma, ta­ma­ño, color, etc., o sea, ri­que­za). Y en­ton­ces ya no es la cues­tión la de “re­cor­dar” sólo un punto, sino más pre­ci­sa­men­te la de no poder con­ce­bir más que un punto: ni lí­neas ni vo­lú­me­nes ni hi­per­vo­lú­me­nes, ni lo que entre ellos o con ellos se puede for­mar, las meras cosas.

4.1.

Mente en blan­co en la di­men­sión cero de un as­ce­ta lle­va­do hasta sus úl­ti­mas con­se­cuen­cias y su pri­me­ra con­tra­dic­ción in­elu­di­ble. O pri­mer mo­men­to de la mente en blan­co, cuan­do todo lo dis­tin­to de un punto debe serle irre­pre­sen­ta­ble e in­for­mu­la­ble, que es un combo de ne­ga­cio­nes que desahu­cia. Irre­pre­sen­ta­ble pero analo­ga­ble, al igual que una cuar­ta di­men­sión para no­so­tros, que para en­ten­der­la ape­la­mos a la analo­gía de Flatland (un mundo que di­fie­re en es­ce­na­rio y ac­to­res con el nues­tro, pero no en si­tua­cio­nes, po­si­cio­nes, roles y re­la­cio­nes en ge­ne­ral): tan in­con­ce­bi­bles son tres per­pen­di­cu­la­res entre sí en un es­pa­cio bi­di­men­sio­nal como cua­tro en uno tri­di­men­sio­nal (y dos –el inicio de la “per­pen­di­cu­la­ri­dad”– en uno uni­di­men­sio­nal). In­for­mu­la­ble, a di­fe­ren­cia de una cuar­ta di­men­sión, que si no exis­te no es por in­con­sis­ten­te (en su foto ac­tual) ni por ab­so­lu­ta­men­te ar­bi­tra­ria (en su pe­lí­cu­la), al menos no menos que las otras di­men­sio­nes: las re­glas de for­ma­ción y com­por­ta­mien­to de un hi­per­vo­lu­men son tan con­sis­ten­tes y son tan pre­de­ci­bles los re­sul­ta­dos de su apli­ca­ción como las de un vo­lu­men, una su­per­fi­cie, una línea, un punto.

4.2.
              Fue el si­len­cio un pozo
              que tra­gué va­cián­do­me.
              Cuan­do acabé de tra­gar­lo
              el pozo es­ta­ba lleno
              y yo era su fondo vacío,
              in­fi­ni­to,
              por donde co­men­cé a caer
              aho­gan­do un grito.

El se­gun­do mo­men­to de la mente en blan­co es el de su au­to­in­clu­sión; lle­va­do a sus úl­ti­mas con­se­cuen­cias, el as­ce­ta arri­ba a una es­ce­na ab­sur­da en el lí­mi­te de la re­duc­ción del uni­ver­so a un ob­je­to he­chi­zan­te. La úl­ti­ma víc­ti­ma de ese punto zahi­res­co tiene que ser la con­cien­cia de sí, el yo (más pre­ci­sa­men­te, la dis­tin­ción –el re­gis­tro de la di­fe­ren­cia– yo/otro). Re­cién en­ton­ces la pre­sen­cia o el re­cuer­do o el pen­sa­mien­to (en fin, la con­cien­cia) de un solo tér­mino del uni­ver­so es fatal para el es­pec­tro, es mente en blan­co irre­ver­si­ble, es au­to­va­cia­mien­to de la mente, que en­ton­ces deja de per­ci­bir­se a sí como una de las cosas que pue­den per­ci­bir­se o con­ce­bir­se y se con­su­ma ahí aque­lla anu­la­ción de todos en uno, con uno úl­ti­mo que los traga antes de tra­gar­se a sí mismo (en ese uno-to­do-nin­guno se con­su­ma, en de­fi­ni­ti­va, el pa­sa­je del revés al an­ver­so de la nada, al decir de Bras­ca).
Atri­buir­le, en algún grado po­si­ti­vo, un es­ta­do de con­cien­cia a eso tiene el mismo valor que atri­buír­se­lo a una pie­dra. Como le gusta a Do­li­na citar a Una­muno (Del sen­ti­mien­to trá­gi­co de la vida, I, “El hom­bre de carne y hueso”): “Más veces he visto ra­zo­nar a un gato que no reír o llo­rar. Acaso llore o ría por den­tro, pero por den­tro acaso tam­bién el can­gre­jo re­suel­va ecua­cio­nes de se­gun­do grado”.

5.

Pero la mente en blan­co tam­bién puede ser en­ten­di­da como un grado nulo de es­ta­do de con­cien­cia, donde co­exis­ten con­cep­tos mu­tua­men­te ex­clu­yen­tes, con­cep­tos que en vez de im­pli­car­se se re­pe­len uno al otro y a la vez con­vi­ven. Puede ser en­ten­di­da como la ex­pe­rien­cia de la inexis­ten­cia (o la ilu­sión de ha­ber­la al­can­za­do sin haber re­nun­cia­do a la exis­ten­cia ni a su ex­pe­rien­cia), tanto como la falta de toda ex­pe­rien­cia, in­clu­yen­do la de sí, con la que con­clu­ye (o la ilu­sión de tener la ex­pe­rien­cia de haber per­di­do toda ex­pe­rien­cia).
Una pa­ra­do­ja ge­nui­na es la for­mu­la­ción de una im­po­si­bi­li­dad, que acá es el re­sul­ta­do de un salto al lí­mi­te (un lle­var algo de ese modo hasta sus úl­ti­mas y con­tra­dic­to­rias con­se­cuen­cias), en este caso el lí­mi­te de una re­duc­ción del uni­ver­so o de un blan­quea­mien­to de la mente.

6.
      «6 de di­ciem­bre. Ma­tan­za de los cer­dos.
      Tres cosas:
      Verse a sí mismo como una cosa ajena, ol­vi­dar lo visto, con­ser­var la mi­ra­da.
      O sea, dos cosas solas, dado que la ter­ce­ra com­pren­de la se­gun­da.»

      Franz Kafka, Con­si­de­ra­cio­nes acer­ca del pe­ca­do, el dolor, la es­pe­ran­za y el ca­mino ver­da­de­ro, Edi­to­rial Alfa Ar­gen­ti­na, Bue­nos Aires, 1975; “Ter­cer cua­derno en oc­ta­vo”, pá­gi­na 65, en­tra­da del 6 de di­ciem­bre de 1917.


      «Y esta vez des­a­pa­re­ció muy len­ta­men­te, em­pe­zan­do por la punta de la cola y ter­mi­nan­do por la son­ri­sa, que per­sis­tió du­ran­te algún tiem­po des­pués que el resto de él se hubo ido.
      “¡Bueno!”, pensó Ali­cia. “¡He visto mu­chas veces gatos sin son­ri­sa, pero una son­ri­sa sin gato...! ¡Es la cosa más rara que vi en mi vida!”»

      Lewis Ca­rroll, Ali­cia en el país de las ma­ra­vi­llas, Ca­pí­tu­lo VI, “Cerdo y pi­mien­ta” (tra­duc­ción de Eduar­do Stil­man para Los li­bros de Ali­cia, Edi­cio­nes de la Flor, Bue­nos Aires, 1998, pá­gi­nas 70 y 71).

Como puede apre­ciar­se, la de Kafka no es una enu­me­ra­ción de metas in­co­ne­xas (como plan­tar un árbol, es­cri­bir un libro y tener un hijo, que pue­den ha­cer­se en cual­quier orden), sino una se­cuen­cia de ta­reas co­rre­la­ti­vas: pri­me­ro, verse a sí mismo como una cosa ajena; des­pués, ol­vi­dar lo visto; y en­ton­ces con­ser­var la mi­ra­da. Hecha la re­duc­ción, el desa­fío en­he­bra dos mi­sio­nes: verse a sí mismo como una cosa ajena y con­ser­var la mi­ra­da (con­se­cuen­cia ines­pe­ra­da de ol­vi­dar lo visto, medio ines­pe­ra­do de con­ser­var la mi­ra­da).
Así como la doble ne­ga­ción afir­ma, bo­rrar lo bo­rra­do es un modo de la lu­ci­dez: se con­ser­va la mi­ra­da ol­vi­dan­do lo visto (se­gun­do bo­rra­do) una vez que se ha cum­pli­do el verse a sí mismo como una cosa ajena (pri­mer bo­rra­do). O tal vez sólo quede la mi­ra­da, sin al­guien que la sos­ten­ga ni cosa pro­pia o ajena sobre la que se apoye, tan con­je­tu­ral como el gato con risa de Una­muno, tan abs­trac­ta como la son­ri­sa sin gato del sueño de Ali­cia, tan va­cia­da como el cu­chi­llo pre­cur­sor que “ima­gi­nó” Georg Ch­ris­toph Li­ch­ten­berg, sin hoja ni mango.


sábado, 12 de junio de 2010

Identidades dobles 001 (1.0.0)


Acabo de terminar la primera versión (imagino que tendrá más cambios) de la comparación entre el Zorro y Superman injertada con el asterisco que hay en la sección "Caso 5", subsección "2", al final del primer párrafo. Dice esto:

Como me co­men­tó Luz en un mail, tam­bién Su­per­man tiene tres iden­ti­da­des: una na­ti­va (la ex­tra­te­rres­tre de Kal-El), otra na­tu­ra­li­za­da (la or­di­na­ria de Clark Kent) y otra por op­ción (la ex­tra­or­di­na­ria de Su­per­man, que no es hom­bre y sólo entre hom­bres es súper). De las dos elec­ti­vas, hay una iden­ti­dad en la que di­si­mu­la los po­de­res con los que llega a la Tierra en un moi­sés in­ter­es­te­lar, y otra en la que los usa. Análo­ga­men­te, en Los Án­ge­les Diego de la Vega di­si­mu­la con el dis­fraz de cor­de­ro le­tra­do los po­de­res con los que vuel­ve de Es­pa­ña –ad­qui­ri­dos en tres años de formación y com­ple­men­ta­dos con los de la cuna–, y los usa con­ver­ti­do/dis­fra­za­do en el Zorro. Los des­en­mas­ca­ra­mien­tos de uno y otro tie­nen el mismo po­ten­cial de daño.
Sobre esas di­fe­ren­cias me­no­res, re­la­ti­vas a cómo y de dónde pro­vie­nen cada uno y sus po­de­res, se monta una di­fe­ren­cia mayor, re­la­ti­va a las con­se­cuen­cias y a la vi­si­bi­li­dad de cada fi­lia­ción u ori­gen. Su­per­man es un dis­fraz y un alter ego de Clark Kent, que es la im­pos­tu­ra te­rres­tre del ex­tra­te­rres­tre Kal-El, que es la iden­ti­dad ori­gi­na­ria cuyo des­cu­bri­mien­to aca­rrea el de su vul­ne­ra­bi­li­dad (“no ol­vi­de­mos que fi­nal­men­te todos sus pro­ble­mas gra­ves –y los peo­res ar­chi­ene­mi­gos– de­ri­van de esta ter­ce­ra iden­ti­dad”, es­cri­be Luz). Análo­ga­men­te, el Zorro es un dis­fraz y un alter ego del Diego de la Vega re­gre­sa­do, que es la im­pos­tu­ra ca­li­for­nia­na –co­bar­de y torpe– del Diego de la Vega que en Es­pa­ña le sumó a su va­len­tía ju­ve­nil, im­pul­si­va, la des­tre­za con la es­pa­da y la ma­du­rez de un es­tra­te­ga. Pero al hijo de uno de los ha­cen­da­dos más im­por­tan­tes de Ca­li­for­nia su ori­gen (so­cial, ya que no bio­ló­gi­co), que en vez de se­cre­to no deja de ser os­ten­si­ble, lo dota de una in­mu­ni­dad es­pe­cial, una res­pe­ta­bi­li­dad y una pro­tec­ción su­pe­rio­res: todo lo con­tra­rio de una vul­ne­ra­bi­li­dad.
Algún otro de su clase uti­li­za esas ven­ta­jas para con­so­li­dar­las con in­jus­ti­cias im­pu­nes, suel­to o alia­do a la au­to­ri­dad de turno. Diego de la Vega, en cam­bio, las uti­li­za para in­so­len­tar­se con la au­to­ri­dad in­jus­ta bien in­mu­ni­za­do; o sea, para ser abier­ta­men­te la ver­sión tes­ti­mo­nial de una moral jus­ti­cie­ra, de la que el Zorro es clan­des­ti­na­men­te la ver­sión eje­cu­ti­va.
La fuer­za in­su­fi­cien­te de la pri­me­ra ver­sión, que es po­lí­ti­ca, pro­vie­ne de una per­te­nen­cia de clase; la fuer­za exi­to­sa de la se­gun­da, que es gue­rre­ra, es mé­ri­to de un so­li­ta­rio, uno que está al mar­gen de la ley y de la co­mu­ni­dad que con ella se con­tro­la y re­gu­la: un fo­ra­ji­do con re­com­pen­sa de cap­tu­ra, del que no se dis­cu­te desde dónde actúa, sino sólo en con­tra o a favor de qué (de la ley y el orden, para quien los usa con la am­bi­ción de vol­ver­se más po­de­ro­so y más rico –Mo­nas­te­rio– o cons­pi­ran­do para uno así –los agen­tes del Águi­la–; o de una “ver­da­de­ra” jus­ti­cia, según aque­llos para quie­nes el Zorro les da lo que la au­to­ri­dad les niega, les quita o no evita ni re­vier­te que otros –un pa­trón abu­si­vo, un aven­tu­re­ro con co­di­cia, un sim­ple la­drón– les nie­guen o les qui­ten).
En la serie, el pro­ce­so de “des­fo­ra­ji­za­ción” del Zorro tiene su cli­max cuan­do, en vez de pe­lear con­tra los sol­da­dos del Rey, pelea junto con ellos con­tra un enemi­go ex­tran­je­ro y su tí­te­re local, ti­rá­ni­co e ines­cru­pu­lo­so, según son re­pre­sen­ta­dos los mo­vi­mien­tos in­de­pen­den­tis­tas (la ban­de­ra es­pa­ño­la llega a ser arria­da y re­em­pla­za­da por la del Águi­la; la ti­ra­nía de Mo­nas­te­rio fue siem­pre la de un súb­di­to de la co­ro­na, in­jus­to pero leal). En cam­bio, Su­per­man es de en­tra­da un jus­ti­cie­ro tam­bién para las au­to­ri­da­des, que sue­len verse su­pe­ra­das por los vi­lla­nos y opor­tu­na­men­te asis­ti­das por «el gran Boy Scout azul».