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viernes, 17 de junio de 2011

El tiempo y J. L. Borges 002 (1.1.0)


Acabo de terminar de hacerle algunos cambios medios al ensayo. Tomando como base la última versión copiada en la entrada anterior de esta Bitácora, ahora el ensayo dice esto:
          «Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo.»

          J. L. Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”, Ficciones.

1.

La reseña de la novela April March, de Herbert Quain, incluye la siguiente descripción de su estructura:
«Trece capítulos integran la obra. El primero refiere el ambiguo diálogo de unos desconocidos en un andén. El segundo refiere los sucesos de la víspera del primero. El tercero, también retrógrado, refiere los sucesos de otra posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de esas tres vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres vísperas, de índole muy diversa. La obra total consta pues de nueve novelas; cada novela, de tres largos capítulos. (El primero es común a todas ellas, naturalmente.)»
El narrador concluye así su comentario sobre la obra:
«No sé si debo recordar que ya publicado April March, Quain se arrepintió del orden ternario y predijo que los hombres que lo imitaran optarían por el binario (...) y los demiurgos y los dioses por el infinito: infinitas historias, infinitamente ramificadas.»
A esa obra divina propende la inconclusa (e inconcluible) El jardín de senderos que se bifurcan, postulada a la vez como novela y laberinto (o novela que figura un laberinto, que debía ser «estrictamente infinito»). «Los mundos que propone April March no son regresivos; lo es la manera de historiarlos», aclara el glosador de Quain. Esa manera es la opuesta (es la común) en la novela de Ts’ui Pên: «En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta –simultáneamente– por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan.»

2.

Recordemos los números que organizan la Biblioteca de Babel:
«A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro»
El formato de los libros acota la libertad de las combinaciones entre los 25 símbolos que componen toda la Biblioteca. En ella está escrito todo lo que se puede decir con esa configuración; están todos los libros distintos que tienen ese formato. De ahí que, en principio, la colección sea finita y no admita la repetición de volúmenes («un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos», de lo que se «dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos»).
Hasta acá, si el espacio físico de la Biblioteca es ilimitado, habrá una vastedad inmensurable de hexágonos completamente vacíos, ociosos. Sin pérdida de tiempo, los puebla la conjetura –la «elegante esperanza»– de que la serie de libros es periódica. En cada ciclo, cada libro es único, discernible; en el conjunto infinito de ciclos, cada uno de esos libros singulares está interminablemente repetido para que el universo no cese o para que no sea un mueble casi vacío.*
Si no fuese periódica, la Biblioteca tendría: 251.312.000 libros y 251.312.000 ÷ 640 hexágonos; tales serían las cifras de su totalidad irrepetible. Siendo periódica (o sea, estando repetida un número ℵ0 de veces, que es la magnitud transfinita de una infinitud periódica), hay entonces 251.312.000 × ℵ0 = ℵ0 libros y ℵ0 ÷ 640 = ℵ0 hexágonos. Si en cada período de la Biblioteca hay 640 libros por hexágono, en todos ellos (es decir, en la Biblioteca periódica) hay tantos libros como hexágonos: exactamente, ℵ0. El mismo ejercicio de aritmética transfinita podemos imaginar para el libro de arena. Supongamos que cada diez páginas un título escande el volumen; su índice será tan numeroso (tan infinito) como el libro del que forma parte.
Borges menciona el número de esta equipotencia extraña (a nuestros hábitos finitistas) en el cuento que toma por título el nombre de la letra hebrea que lo representa: “El Aleph”. El comportamiento de los conjuntos infinitos que lo tienen por cifra es evocado en dos ensayos con propósitos diversos: en “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga” (del libro Discusión), para contestar la famosa aporía eleata; y en “La doctrina de los ciclos” (de Historia de la eternidad), para refutar al Zarathustra de Nietzsche. Esta última aplicación justifica –espero– la digresión en curso. La periodicidad de la Biblioteca no es otra cosa que un eterno retorno. Lo mismo que Borges rechaza en los ensayos, su bibliotecario babélico postula con esperanza; lo hace, acaso, para no concebir la nada que se impondría al cesar el universo, para postergarla infinitamente –como venía diciendo.

La ramificación de acontecimientos o circunstancias en la novela de Ts’ui Pên no está obligada a conformarse a ningún formato; esa libertad le impone una infinita expansión sin repeticiones («El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros», asume Stephen Albert). El conjunto de libros de la Biblioteca es infinito a condición de ser periódico, de repetir su total a intervalos regulares e incesantes. De esta condición está eximida su secuela, el libro de arena, cuya verborragia prolifera del mismo modo irrestricto en que lo hace el mundo en El jardín de senderos que se bifurcan.

Antes de continuar, demorémonos brevemente en la otra proliferación problemática que pueden presentar (aunque el relato no la presente) las bifurcaciones del jardín: la proliferación regresiva de los senderos (no de «la manera de historiarlos»).
En la Biblioteca de Babel, los 25 «símbolos naturales» (que «los inventores de la escritura imitaron») son el elenco estable de la mecánica combinatoria; además de ser un grupo firme, cada uno de ellos es una unidad irreprochable, segura. En cambio, cada acontecimiento –punto de partida de una bifurcación– puede descomponerse o perderse en otros; el acto de matar Fang al desconocido (o incluso el acto de resolver matarlo) no es en absoluto simple, para no hablar de la victoria de un ejército o de las circunstancias que la favorecen. La elección de cualquier suceso o matiz circunstancial como unidad de variación o encrucijada del tiempo importa una arbitrariedad incurable. No se puede fijar e identificar un acontecimiento sin incurrir en una simplificación o en una generalización.

3.

En una nota al pie de su ensayo “El idioma analítico de John Wilkins”, del libro Otras inquisiciones, Borges vuelve a adjudicar a los dioses el manejo de órdenes infinitos, esta vez referidos a sistemas de numeración: «El más complejo (para uso de las divinidades y de los ángeles) registraría un número infinito de símbolos, uno para cada número entero...». No de otro modo era el sistema de numeración ideado por Ireneo Funes («un precursor de los superhombres», ya que no un dios): «En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve.» (A propósito de este último caso, Funes no designa un número, 500, con otro número, 9, sino con la palabra que hace las veces de nombre de ese número, que es un signo como cualquier otro, un designador al cual tener este o aquel significado no le impide cumplir con cualquier designación. Y si Funes dijera quinientos, no por coincidente este nombre sería menos arbitrario que el semánticamente contradictorio nueve.)
Humanos al fin, ni Funes ni Ts’ui Pên pueden hacer un uso cabal y acabado de sus técnicas exorbitantes. Funes no podría habernos legado un inventario exactamente infinito de sus números, ni Ts’ui Pên un libro de igual condición. Estas empresas no interesan tanto por lo que consiguen consumar como por lo que insinúan. Al respecto, Stephen Albert, el exégeta inglés de la novela inconclusa, expone ante su visitante chino, Yu Tsun, descendiente del autor:
«El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.»
A diferencia de Quain, que «percibía con toda lucidez la condición experimental de sus libros», Ts’ui Pên no jugaba a las variaciones: «No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico», dice Albert. A él le importaban menos la literatura y sus juegos que la «controversia filosófica»; habla de nuevo Albert: «El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo».

4.

Ya bajo el influjo del Zahir, el Borges que acaba de adquirirlo en la forma de una moneda de veinte centavos discurre sobre el dinero:
«...cualquier moneda... es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro».
El dinero y el tiempo se gastan con la misma lógica disyuntiva. El que concreta una transacción, canjea ese repertorio de posibilidades por la realidad de una sola de ellas. Y si alguien pudiera comprar con una moneda no alguna de las cosas adquiribles a ese precio, sino todas a la vez, ejercería la misma lógica aditiva que hace de la novela de Ts’ui Pên un laberinto (y antes de comprenderla así, un «acervo indeciso de borradores contradictorios», al decir de Yu Tsun).
Los pensamientos encomendados a la distracción del Zahir prosiguen: «Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un solo hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío.» En el determinismo más económico, una historia entera es tan irrevocable como lo es, para nuestra experiencia, una parte de ella (su pasado); en el menos económico, todas las historias lo son. En ambos casos, el libre albedrío es la ilusión intelectual ocasionada por nuestra ignorancia.*
Podemos dar vuelta el argumento y hacer de la ignorancia la condición del determinismo. La hipótesis de que toda mi existencia cumple la letra de un libreto requiere una condición muy precisa: la inviolabilidad de su secreto, mi desconocimiento cabal de ese libreto. Si hoy, 14 de junio de 2011 (supongamos), me fuese dado conocer las líneas que rigen mi 17 de junio de 2011 y pudiese así contradecir sus dictados, entonces el libreto no sería total: le habría faltado prever mi rebeldía. Y si aun mi rebeldía estuviese inscripta en sus páginas, entonces el libreto seguiría siendo total (ni más ni menos que antes), pero nuevamente a condición de que lo ignore. Así, la hipótesis de que mi vida repite otra ya escrita es tan irrefutable como indemostrable.
Es la misma vanidad que Borges, rasurando a Nietzsche con la navaja de Ockham, le reprocha al diseño del eterno retorno en el párrafo final de “La doctrina de los ciclos”.

La realización de todo lo posible, la puesta en acto de todo lo potencial (que hace que lo escribible haya sido escrito o lo factible haya sucedido), priva al futuro de su atributo esencial: la plasticidad, la indeterminación. «El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado.» Yu Tsun enuncia este consejo antes de enterarse, por boca de Albert, de que su antepasado Ts’ui Pên había novelado un universo que le daba cabal cumplimiento.

5.

La trama del cuento “El jardín de senderos que se bifurcan” no es fantástica; lo es la trama de la novela que un personaje suyo ha escrito y otro comenta. Lo mismo sucede con los libros reseñados en el relato “Examen de la obra de Herbert Quain”, que en sí mismo carece de trama. Dentro de ambos cuentos, los episodios de las novelas April March y El jardín de senderos que se bifurcan son ficticios, pertenecen a la literatura. Dentro de los relatos “La otra muerte” y “El milagro secreto”, los episodios que allí se narran se reputan verídicos, por fantásticos que resulten; en ellos se refieren hechos, no argumentos de novelas. En lugar de experimentos intelectuales, hay meros milagros que operan sobre la realidad.
En la novela progresiva de Ts’ui Pên (y en las regresivas que Quain sugirió a los dioses) se agotan las posibilidades temporales, como en la Biblioteca de Babel se agotan las textuales. Más modestos, los relatos “La otra muerte” y “El milagro secreto” ensayan, cada uno, una única variación temporal: el primero, la sustitución de un pasado –con todas sus consecuencias hasta la actualidad–; el segundo, la interpolación de otro presente. “El jardín de senderos que se bifurcan” responde a la cuestión de cómo hacer imposible otro futuro; “La otra muerte”, a la cuestión de cómo hacer posible otro pasado; y “El milagro secreto”, a la de cómo hacer posible otro presente.*
En “El milagro secreto”, el escritor Jaromir Hladík será ejecutado por los alemanes, que acaban de invadir Praga. La última noche de su espera, ruega a Dios que le conceda un año más de vida para concluir su drama en versos Los enemigos, que justificaría su existencia. Luego se duerme y sueña que en un atlas toca la letra justa donde está Dios y que una voz ubicua le dice: “El tiempo de tu labor ha sido otorgado”. Despierta, es conducido al paredón y el sargento da la orden. En ese momento, «el universo físico se detuvo». «Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurriría entre la orden y la ejecución de la orden.» Cuando decide la última palabra de su obra, el universo se reanuda con su fusilamiento.
El argumento de “La otra muerte”, cuento de El Aleph, cabe en esta transcripción: «Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.»

El “maleable” futuro es posibilidad neta. La novela de Ts’ui Pên, como vimos, lo solidifica, lo vuelve tan irrevocable como el pasado: no puede darse ningún futuro fuera de los allí escritos. El rígido pasado es efecto neto. Pedro Damián consigue el milagro de un pasado tan maleable como el futuro. En el medio de este intercambio de rasgos, el presente, macizo e irrestañable, es acción neta. Para agrietarlo, para infiltrarlo, Dios necesita paralizar la acción, detener el curso del universo (lo cual implica dos cosas, una a cada lado de la bisagra: frenar la producción de efectos –no agregar ni un solo hecho más al pasado– y renunciar, mientras dure el milagro, a todas las posibilidades de esa línea –es decir, a todo el futuro). En resumen, estos relatos de Borges alteran los atributos típicamente característicos del futuro, del pasado y del presente.
Cada una en su parcela, las tres ficciones pronuncian una misma negación: la de un tiempo único. La negación es explícita, y aun axiomática, en El jardín de senderos que se bifurcan. Está implícita en la usurpación de un instante de la historia de Praga (decir que el tiempo se detuvo durante un año es significar que coexistieron y se sincronizaron allí dos tiempos de extensiones muy distintas, cuasi diametrales, como son un instante y un año). Finalmente, la negación de un pasado único es un corolario directo de la sustitución de una historia vergonzosa por otra honorable («Modificar el pasado –leemos en “La otra muerte”– no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales»).

6.

En el ensayo “La flor de Coleridge”, también de Otras inquisiciones, Borges refiere el argumento de una novela de Henry James, que ya transcribí en dos ensayos anteriores:
«En The Sense of the Past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) (...) es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Éste, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras... James crea, así, un incomparable regresus in infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII porque lo fascina un viejo retrato, pero ese retrato requiere, para existir, que Pendrel se haya trasladado al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.»
Notemos que el talante paradojal de la novela de James no ha sido emulado por ninguna de las ficciones que en Borges juegan con el tiempo. La causalidad, subsidiaria de un orden temporal confiable, no es trastocada por paradojas insidiosas en su literatura. Los trastornos que la sustitución de un pasado provoca, son, aunque con alguna demora, corregidos, y la nueva historia es tan coherente como la reemplazada. El año que se intercala entre la orden de hacer fuego y su cumplimiento no altera, ni cronológica ni causalmente, la historia de una ejecución nazi. Cada uno de los infinitos senderos temporales que saturan El jardín... observa una ortodoxa causalidad interna.
Los experimentos con el tiempo que ensayan las ficciones de Borges se interesan más por cuestiones filosóficas que lógicas (y tal vez más metafísicas que filosóficas): no persiguen la fabricación de paradojas en la relación causa-consecuencia; más bien se dedican a contrariar, insisto, los atributos definitorios de los tres segmentos (o dos segmentos y un punto de inflexión) en que dividimos el río del tiempo durante su navegación.

La abstinencia de paradojas temporales en la narrativa de Borges contrasta con la abundancia de sus paradojas espaciales. Enumeremos tres (o tres formas distintas de un mismo espacio paradójico):
1) el Aleph de Carlos Argentino Daneri («el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos»; «El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño»);
2) la Rueda que a Tzinacán, en “La escritura del dios”, se le revela en la prisión, gracias a la cual entiende todo, incluida la escritura divina del tigre («Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo»);
3) la imagen invasiva del Zahir («Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro»).
De yapa, no menos espacial es la paradoja de una palabra o sentencia absoluta, que ya no representa, sino que encierra o es eso que debería representar (desde el universo hasta un palacio, pasando por una batalla; pueden leerse al respecto los cuentos “La escritura del dios”, “Parábola del palacio”, “El espejo y la máscara”, “Undr”).

En el espectáculo de la plenitud son comunes las referencias a la simultaneidad, que es una duplicidad de momentos «que rigurosamente se excluyen», como las vísperas de Quain. (La suelen acompañar otras, como la zahiresca duplicidad espacial de anverso y reverso unidos o la de identidades o rasgos de identidad incompatibles y reunidos bajo una mirada absoluta que todo lo absorbe e iguala, como la de Dios en el final de “Los dos teólogos”.) A los pasajes sobre el Zahir y la Rueda recién citados agrego estos otros, pertenecientes a “El Aleph”: «...vi a un tiempo cada letra de cada página (...), vi la noche y el día contemporáneo»; «Lo que vieron mis ojos fue simultáneo; lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es».*
El uso del lenguaje, su funcionamiento o ejercicio efectivo (la pronunciación o escucha de una palabra, la lectura de su dibujo), insume tiempo. Pero el juego abstracto de relaciones que lo conforma y hace posible su uso, la gramática del dispositivo verbal, todo eso consta de reglas y definiciones atemporales, que le hacen afirmar a Foucault que «el ser del lenguaje... es ser espacio». Resignémonos a su larga anáfora: «Espacio, puesto que cada elemento del lenguaje sólo tiene sentido en la red de una sincronía. Espacio, puesto que el valor semántico de cada palabra o de cada expresión está definido por el desglose de un cuadro, de un paradigma. Espacio, puesto que la misma sucesión de los elementos, el orden de las palabras, las flexiones, los acordes entre las diferentes palabras, la longitud de la cadena hablada obedecen, con más o menos latitud, a las exigencias simultáneas, arquitectónicas, espaciales por consiguiente, de la sintaxis. Espacio, por fin, puesto que, de una manera general, sólo hay signo significante, con un significado, mediante leyes de sustitución, de combinación de elementos, así pues, mediante una serie de operaciones definidas en un conjunto, por consiguiente, en un espacio.» La cita es de “Lenguaje y literatura”, en la página 96 del libro De lenguaje y literatura.
A toda la visión del Aleph, el personaje Borges le adjudica un «instante gigantesco», como el que traduce en la realidad de Praga el año de gracia del que gozó la mente de Hladík.
La temporalidad de lo no pleno es sucesiva y durativa, extensa; la de lo pleno, simultánea e instantánea, puntual. Tal vez, entonces, podríamos hablar de paradojas de la sucesión trastocada (ausentes en la narrativa de Borges) y paradojas del instante pleno o multitudinario (las referidas como espaciales), donde la fluencia y la pluralidad se deforman hasta el absurdo.

Continuará... (el 24 de agosto, ya que estamos)

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