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viernes, 1 de julio de 2011

Un experimento con Funes 002 (2.0.0)


Mucho agregado y cambio en la sección 2 del ensayo. En relación con el estado anterior de la sección, ahora se ve esto:
2.
          «Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho.»

          “Funes el memorioso”, de J. L. Borges.

Resumamos y avancemos. Alcanzadas una y otra infalibilidad, no se percibe algo de un modo mejor (con una precisión mayor) a como se lo recordará. De ahí que, sin filtro y sin pérdida, esa reconstrucción de un día de experiencias acabe siendo una duplicación, como un globo terráqueo de tamaño natural (que esté dentro del planeta lo abisma autorreferencialmente, como ocurre con el mapa de Inglaterra a la misma escala 1 a 1 y ahí mismo, o sea, ocupando un espacio del territorio a cartografiar).*
Leemos en el ensayo de Borges “Magias parciales del Quijote”, de Otras inquisiciones:
Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte: Josiah Royce, en el primer volumen de la obra The Word and the Individual (1899), ha formulado la siguiente: “Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.”

Bertrand Russell no se interesa por lo mismo que se interesan Borges y su citado Royce; al menos, puede postergar ese interés. Para entender mejor el que lo ocupa en lo inmediato, conviene hacer una (externamente) breve introducción a la propiedad que distingue a los conjuntos infinitos de los finitos.
A partir de Bolzano, Dedekind y Cantor, los conjuntos infinitos fueron definidos (o identificados) mediante la misma relación que antes había sido usada para impugnarlos: la correspondencia uno a uno entre sus miembros y los de algún sub­conjunto propio (para decirlo rápido, la igualdad de tamaño –o de cardinalidad, o sea, la equipotencia– entre el todo y una de sus partes, como puede ser la de los números cuadrados o los pares, que son un subconjunto de los naturales).*
Suele citarse a Galileo como ejemplo ilustre de ese uso impugnatorio, aunque su argumento no sea el de que los conjuntos infinitos resulten por eso absurdos, sino el de que no se les pueden aplicar las nociones de mayor, menor o igual que, que sólo tendrían sentido en los conjuntos finitos. En el diálogo de la “Jornada Primera” de su libro Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias relativas a los movimientos de traslación, el contertulio Salviati viene diciendo:
...creo que las propiedades de mayor, menor e igual no convienen a los infinitos, de los que no se puede decir que uno es mayor, menor o igual a otro. Como prueba de ello, me vine a la memoria un argumento que propondré para ser más claro bajo la forma de interrogaciones al señor Simplicio, que ha sido quien ha puesto la dificultad.
Supongo que sabéis perfectamente cuáles son los números cuadrados y los no cuadrados.

SIMPLICIO. Sé perfectamente que un número cuadrado es el que resulta de la multiplicación de otro número por sí mismo; así, 4, 9, etcétera, son números cuadrados, y generados el uno por el número dos y el otro por el tres al multiplicarse por sí mismos.

SALVIATI. Muy bien. Sabéis también que así como los productos se llaman cuadrados, los que los producen, es decir, los números que se multiplican, se llaman lados o raíces. En cuanto a los números que no son engendrados por la multiplicación del número por sí mismo, no son, naturalmente, cuadrados. Por tanto, si yo digo que todos los números, incluyendo cuadrados y no cuadrados, son más que los cuadrados solos, enunciaré una proposición verdadera, ¿no es así?

SIMPLICIO. Evidentemente.

SALVIATI. Si continúo preguntando cuántos son los números cuadrados, se puede responder con certeza que son tantos cuantas raíces tenga, teniendo presente que todo cuadrado tiene su raíz y toda raíz su cuadrado; no hay, por otro lado, cuadrados que tengan más de una raíz ni raíz con más de un cuadrado.

SIMPLICIO. Así es.

SALVIATI. Pero si pregunto cuántas raíces hay, no se puede negar que haya tantas como números, ya que no hay ningún número que no sea raíz de algún cuadrado. Estando así las cosas, habrá que decir que hay tantos números cuadrados como números, ya que son tantos como sus raíces, y raíces son todos los números. Decíamos al principio, sin embargo, que todos los números son muchos más que todos los cuadrados, puesto que la mayoría de ellos no son cuadrados. Incluso el número de cuadrados va disminuyendo siempre a medida que nos acercamos a números más grandes, ya que hasta cien hay diez cuadrados, que es tanto como decir que sólo la décima parte son cuadrados; y en diez mil sólo la centésima parte son cuadrados, mientras que en un millón la cifra ha descendido a la milésima parte. Con todo, en un número infinito, si pudiéramos concebirlo, habría que decir que hay tantos cuadrados como números en total.

SAGREDO. En este caso, ¿Qué es lo que se deduce?

SALVIATI. Yo no veo qué otra cosa haya que decir si no es que infinitos son todos los números, infinitos los cuadrados, infinitos sus raíces; la multitud de los cuadrados no es menor que la de todos los números, ni ésta mayor que aquella; y finalmente, los atributos de mayor, menor e igual no se aplican a los infinitos, sino sólo a las cantidades finitas. De modo que, cuando el señor Simplicio me presenta muchas líneas desiguales y me pregunta cómo puede ser que en la mayor no haya más puntos que en la pequeña, yo le respondo que no hay ni más ni menos ni los mismos, sino infinitos en cada una.
Siglos más tarde, Georg Cantor demostrará que los conjuntos infinitos no son absurdos por ser equipotentes a un subconjunto propio, sino precisamente infinitos en razón de ello; y que no les deja de ser aplicable la Ley de la Tricotomía (por la cual dados cualesquiera dos de ellos, o son del mismo tamaño o uno es mayor o menor que el otro).

En su Introducción a la filosofía matemática (Barcelona, Paidós, 1988, p. 75), Russell escribe:
Cuando esto es posible, puede decirse que el correlator empleado «refleja» a la totalidad de la clase en una parte de ella; de ahí que estas clases se denominen «reflexivas». (...) Uno de los ejemplos más notables de «reflexión» es el del mapa de Royce, quien imagina que se desea trazar un mapa de Inglaterra sobre una parte de su superficie. Un mapa, si es preciso, ofrece una perfecta correspondencia de uno a uno con el original; luego, el mapa en cuestión, que es una parte, se hallará en relación biunívoca con el todo, y deberá contener el mismo número de puntos que éste, el cual debe ser, por tanto, un número reflexivo. Royce se interesa por el hecho de que el mapa, para ser correcto, habrá de contener un mapa del mapa, que a su vez deberá contener un mapa del mapa del mapa, y así sucesivamente hasta el infinito. Es un detalle interesante, aunque no será necesario detenernos en él por el momento. De hecho, será preferible olvidar los ejemplos visuales para concentrarnos en otros más perfectamente definidos, para lo cual nada mejor que las propias series de números.
El día que Funes usa para reconstruir un día entero tiene al menos (o como máximo) un acontecimiento más que éste: el de esa perfecta reconstrucción memoriosa. Si en un tercer día Funes se pusiera a evocar el día en que se puso a evocar un día entero de percepciones (que tal vez incluyera rememoraciones), esa evocación completa de una evocación completa sería un evento que no estaría en el segundo día ni en el primero, que ya acumularía dos diferencias.
Que éstas lo sean de meta-datos implica que el acto de la reconstrucción y el de la reconstrucción de la reconstrucción (y así siguiendo) no insumen un tiempo adicional: más que eventos a enhebrar con los vividos, siquiera idealmente son meros saberes sobre, de esos que no ocupan lugar, o de esos que se solapan con exactitud, sin que rebasen con su propia inclusión y sin que les falte incluir algo de lo otro. Gracias a ello la reconstrucción de un día logra no ser selectiva y deviene duplicación.

Para que cabalmente el duplicado no se distinga de lo duplicado (ausente –la experiencia es pasada– o presente –la experiencia es simultánea al recuerdo de una experiencia idéntica–), Funes necesita olvidar los meta-tags que los distinguen, que de uno informan que es una percepción y del otro que es un recuerdo, y que los data distintivamente.
Son los mismos meta-datos que Funes necesita no olvidar para poder comparar desde recuerdos disímiles y distantes –como los del último epígrafe– hasta una experiencia en curso y el recuerdo en desarrollo de una experiencia idéntica. (Si Funes no los pudiera diferenciar y comparar, siquiera para decir que son idénticos, le resultarían indiscernibles: para su inteligencia o comprensión serían una y la misma cosa, lo que no sería una buena respuesta en aquellas situaciones donde ese discernimiento ahorrado fuese decisivo, donde esa confusión resultase perjudicial, tal vez incluso letal –como las que hacen mérito para un premio Darwin.)


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