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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Momento alicianógeno 001 (1.0.0)


Antes el ensayo decía esto:

X bajó del colectivo pensando en las compras que tenía que hacer. Antes de pasar por el supermercado, decidió comprar un paquete de pastillas de menta. Vio una esquina que tenía un quiosco de barrio, a una cuadra de donde se había bajado. Era uno de esos quioscos montados en el cuarto de una casa con ventanas que dan a la calle. Adentro no había nadie, pero encontró un cartel, escrito a mano, que decía: “Toque timbre”. Tocó timbre y esperó que lo atendieran.

Conociendo su timidez hasta para el más trivial de los intercambios sociales, había ensayado mentalmente las líneas que diría y esperaba que apareciera alguien a quien decírselas de una vez. Los ensayos, incluso, ya habían terminado al momento de tocar el timbre; había abarcado, imaginaba, todos los detalles y circunstancias más probables de la escena. Hacia la derecha, al fondo del cuarto hogareño devenido en quiosco, se veía una puerta abierta y un interior iluminado; por ahí, se suponía, en un rato aparecería el vendedor apurando el paso. Pero X no lo esperó con la mirada clavada en esa puerta, que vigilaba de reojo, sino al frente, detrás del mostrador, en el sitio en que iría a ubicarse el avisado.

Tal vez la excesiva previsión hizo que lo que finalmente ocurrió le resultase a X aún más sorprendente. Respondiendo al llamado surgió de abajo del mostrador un perro setter, que no abrió la ventanilla del quiosco pero que se lo quedó mirando a X fijo, atento, paciente. Si responderle todavía no había dejado de parecerle absurdo, no hacerlo ya empezaba a parecerle una descortesía. Sintió o temió lo que había entendido que sentía la muy educada Alicia en el País de las Maravillas, donde seres extraños se turnaban para bardearla. Estuvo a punto de pedirle al setter un paquete de pastillas de menta; tal vez ya estaba preparándose para hacerse escuchar a través del vidrio.
En el libro de Carroll, Alicia despierta de un sueño. En la esquina de Floresta, la aparición de una figura humana por el lugar que la atención de X había abandonado rompió el hechizo e hizo regresar el mundo a sus costumbres más conocidas.


Ahora dice esto:

1.

X bajó del colectivo pensando en las compras que tenía que hacer. Antes de pasar por el supermercado, decidió comprar un paquete de pastillas de menta. Vio una esquina que tenía un quiosco de barrio, a una cuadra de donde se había bajado. Era uno de esos quioscos montados en el cuarto de una casa con ventanas que dan a la calle. Adentro no había nadie, pero encontró un cartel, escrito a mano, que decía: “Toque timbre”. Tocó. La espera pareció más larga de lo que fue porque se llenó de anticipos que tampoco fueron.

Conociendo su timidez hasta para el más trivial de los intercambios sociales, al momento de tocar el timbre X había terminado de ensayar mentalmente las líneas que diría. Sin otra cosa que hacer más que esperar, pasó a necesitar que apareciera alguien para decírselas de una vez. Abarcaban, imaginaba, las alternativas más probables de la escena. El escenario era éste: hacia la derecha, al fondo del cuarto hogareño devenido en quiosco, se veía una puerta abierta y un interior iluminado; por ahí, se suponía, en un rato haría su ingreso el vendedor, más apurado cuanto más demorado (X iba recalculando ese apuro, pero uno propio le distorsionaba la percepción de esa demora). Puso furtivamente su atención en la puerta, que vigilaba de reojo, mientras apuntaba su mirada al frente, detrás del mostrador, en el sitio vacante en que iría a colocarse el vendedor.

Tal vez la excesiva previsión hizo que lo que finalmente ocurrió le resultase aún más sorprendente. En lugar de ver venir a una persona por donde la esperaba, ahí donde la esperaba más tarde vio surgir de abajo del mostrador a un perro setter, que no abrió la ventanita redonda del quiosco pero que se lo quedó mirando a X fijo, atento, paciente. Si responderle todavía no había dejado de parecerle absurdo, no hacerlo ya empezaba a parecerle una descortesía. Sintió o temió lo que había entendido que sentía la muy educada Alicia en el País de las Maravillas, donde seres extraños se turnaban para bardearla. Consideró pedirle al setter un paquete de pastillas de menta, y tal vez estuvo a punto; tal vez ya estaba preparándose para hacerse escuchar a través del vidrio.
En el libro de Carroll, Alicia despierta de un sueño. En la esquina de Floresta, la aparición de una figura humana por el lugar que la atención de X había abandonado rompió el hechizo e hizo regresar el mundo a sus costumbres más conocidas.

2.Cuando me voy durmiendo con música, a veces sus evoluciones (rítmicas, armónicas o melódícas, por ejemplo) se van metamorfoseando en personajes y argumentos del primer sueño. Esto no lo recordaría si la inmersión onírica continuara, si no se interrumpiera prematuramente, y tal vez con un fade-out simétrico al fade-in que dibujó hasta ahí. Cuando algo me hace regresar así de la entrada a uno de esos sueños, personajes y argumentos desandan sus metamorfosis y vuelvo a escuchar la música (o sea, a reconocerla).
A la salida de los dos largos sueños de Alicia pasa algo similar: en el primero, los naipes voladores son hojas caídas del árbol bajo el que despierta; en el segundo, su gata Kitty regresa de ser la Reina Roja que ella sacude. Otro tanto comprueba Homero, cuando vuelve de su “misterioso viaje”, con el arenero-desierto, el anuncio-pirámide y el perro-coyote. En su trance de extrañeza, X anduvo por la zona de frontera y mezcla entre realidad e ilusión, como entre vigilia y sueño Alicia, Homero y a veces yo.


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