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martes, 31 de enero de 2012

'El arte de la jauría', renombrado y ampliado


El sábado, 28 de enero de 2012, le mandé a Nicolás la (¿primera?) versión completa y final del ensayo que le debía desde hacía más de 3 años. "El arte de la jauría", que quiso ser y no pudo todo el ensayo, desde hoy se llama "De perros que cantan, muertos que charlan y camellos ciegos" y tiene dos partes más. Hasta hoy era así:
      «Sabemos que se reconocen a menudo como hechos poéticos, creados para los fines de la contemplación estética, expresiones que fueron forjadas sin esperar de ellas semejante percepción. Annenski, por ejemplo, atribuía a la lengua eslava un carácter particularmente poético; André Bieli admiraba en los poetas rusos del siglo XVIII el procedimiento que consiste en colocar los adjetivos después de los sustantivos. Bieli reconocía un valor artístico a este procedimiento o, más exactamente, le atribuía un carácter intencional, considerándolo como hecho artístico, cuando en realidad no se trataba sino de una particularidad general de la lengua, debida a la influencia del eslavo eclesiástico.»

      Viktor Shklovski
      , “El arte como artificio”.



1.

Al final del Segundo Acto de Othello, el moro de Venecia, Rodrigo dice: «Aquí, en esta persecución, voy corriendo no como un perro que caza, sino como uno que contribuye a los ladridos.» (En el original, Roderigo dice: «I do follow here in the chase, not like a hound that hunts, but one that fills up the cry».)
De la última palabra cuelga una llamada con el número 13. En la nota al pie leemos:
«En las jaurías de caza de la época, se cuidaba mucho la armonización de los ladridos; de aquí que hubiera en ellas algunos perros de poca habilidad para cazar, pero que completaban los acordes con el tono de sus ladridos.»
La cita es de Shakespeare, Tragedias, RBA Editores, Barcelona, 1994, página 281. El volumen pertenece a la colección “Historia de la Literatura”, con introducción, traducción y notas de José María Valverde.

Para empezar a comentar esa extraña costumbre de otra época, repasemos algunas innovaciones que la hicieron posible. La primera y más cercana es el debut de esos coros. Remontémonos al momento en que se estrenan las primeras cacerías corales, no sé cuánto antes de que alcancen la popularidad que tienen cuando Rodrigo alude a ellas. Imaginemos a alguien escuchando una por primera vez, sin noticias previas. Por el contexto, no tiene problemas en identificar que se trata del sonido de una jauría de caza. Pero enseguida advierte que ese sonido no es casual o natural, sino que es intencional, buscado, artificialmente armonizado, es decir, que tiene una razón –no meramente una causa– para ser así en vez de otro modo, que hay una decisión detrás, que ahí hay un artificio. Lo que está haciendo, en definitiva, es percibir el carácter de obra de esa ladrada (como lo percibiría desde el aire, si volara, en la obediente línea recta de un canal o una ruta, y no en las curvas irregulares de un río; o como lo percibiría en una pirámide que encontrara en Marte). Reconoce que ahí ha estado en obra una inteligencia, que ahí hay cultura (no azar...), y cultura humana, no conducta canina (...ni naturaleza).
Como nuestro voluntario ya lleva miles de ancestros de cultura, también llega a reconocer qué clase de producto cultural es el que suena. El deslinde básico de esta operación discierne entre lo que es práctico y lo que no lo es. El sujeto no tarda mucho en descartar que esa armonización sea útil a la persecución (por ejemplo, que emita señales, que fascine presas cual canto de sirena o que estimule la marcha); concluye que a una jauría de caza se le ha agregado el cometido estético de sonar en acordes. Eso que escucha tiene un sentido, pero el sentido que tiene no aporta a la práctica que ahí se ejercita; es sólo un sentido estético, que es el sentido de una función simbólica, que es un lujo cultural (de gran poderío social) que se dan los homínidos de cerebro grande y lenguaje complejo desde que empiezan a dominar el arte de sobrevivir. Nuestro espécimen completa el reconocimiento, y la innovación estética queda registrada. Los coros de caza inician su camino a la popularidad de los dichos, que alcanzarán gracias a la misma inutilidad por la que se los identifica en el inicio.

2.

Esta inutilidad particular, que recuerda a la que suele reprochársele al arte en general, está inscripta en el origen mismo de la actividad: la función no práctica de armonizar ladridos surge de (o junto a) una función práctica a la que no sirve, por definición. Cuando en una jauría de caza las funciones discuten, lo hacen por imponer un cupo artístico más alto o más bajo, según con cuántos inútiles se crea que se garantiza todavía una cacería aceptable (por la expresión «algunos perros de poca habilidad para cazar», sabemos que en la época de Shakespeare eran una minoría). Así, la función práctica de perseguir le tolera a la estética de armonizar la dosis en que inevitablemente la debilita (o porque le roba plazas dentro de la jauría o porque diluye su potencia agrandándola con malos perseguidores, que quizás a veces además estorben). Un éxito sostenido arrimaría el tamaño del coro al umbral de esa tolerancia (que no deja de ser una medida de la fuerza que tiene la funcionalidad que tolera). Si superase ese umbral, el coro sería descartado, o se desprendería y empezaría una carrera artística independiente; si no lo superase, el híbrido podría seguir cantando mientras caza.

Salvo que me haya perdido una gran noticia, eso último es lo que sucedió con las cacerías contemporáneas al teatro de Shakespeare. Tal vez la época resultó un tanto prematura para el gesto vanguardista de extraer un coro de la jauría y presentarlo en un teatro, con un público más reposado y variado que el de esos deportistas melómanos que seguían por los bosques a los intérpretes. (Una breve digresión de arte-ficción. Artistas con paladar para los sabores “auténticos” podrían remedar en el escenario una cacería, para conservar o recuperar en el canto el precioso tono de un ladrido persecutor. Magias del engaño que pueden desbaratar una superstición estética: ¿qué pasaría si una ilusión poderosa consiguiera de los perros un tono indiscernible del que tienen cuando ladran en una genuina persecución?)
Como sea, para esos aristócratas la rima de ladridos no podía salirse de la jauría de caza, por mucho cuidado que le dedicasen. Su arte llegó a introducir una función estética en la jauría, pero no llegó a hacérsela necesaria; cuando ese talón le costó la existencia, las jaurías corales pasaron de moda. La historia de la referencia peyorativa de Rodrigo las evoca en su época de esplendor, o al menos de fama. En esa evocación, con la misma fidelidad con que todos los perros acompañan al hombre en la caza, los que más bien cantan acompañan a los que sólo persiguen, como si un coro acompañara a un ejército. Se trata de una imagen de lealtad o de convivencia, no de ansias emancipatorias. Los emancipados tomaron otro camino. Ese desvío es el comienzo de la obra de arte, del arte propiamente dicho, distinto de la función estética que adorna y complejiza una funcionalidad.

Antes de retomar la serie de innovaciones que precedieron a la del coro, resumamos el protocolo de distinciones que organiza los datos. Aquel deslinde que distingue lo cultural de lo casual y lo natural es el primero de los que conducen al arte, que así es como es cultural (siquiera de un modo minimalista). El segundo distingue si en ese obrar hay sólo una función práctica o si también hay una función estética, y cuál domina, cuál le da el sentido de uso y circulación a lo obrado. El tercero dirime si la función estética que hay se queda acompañando o sirviendo a la función práctica que la vio nacer, o si se desprende de ella y se consagra con una actuación y una carrera independientes, como el cantante exitoso que empezó de telonero. Ese estrellato es el arte.

Repasemos esta tectónica de funciones en la historia de la caza.
La innovación de los perros corales presupone otras, que pueden remitirnos a cacerías muy remotas. Basta recordar que no siempre se hicieron con jaurías, lo que requiere la domesticación de animales; que no siempre fueron deportivas, mucho menos aristocráticas; que no siempre generaron trofeos y tapetes para interiores; etc. Estas innovaciones fueron hitos en la historia de las funciones prácticas de la caza. La armonización de ladridos es un hito en la historia de sus funciones estéticas; al lado de esta, las otras innovaciones estéticas de la caza, si las hubo, bien pudieron o pueden pasar desapercibidas.
Líder fundacional o sólo miembro destacado, lo cierto es –reitero– que esa función estética de templar la jauría surge en medio de y no deja de acompañar a la función práctica de usarla para cazar. En relación con funciones prácticas propias, una cuna y una fidelidad análogas tienen las funciones estéticas de la ornamentación, el diseño gráfico y de indumentaria, la decoración de interiores, la artesanía, la arquitectura, la caligrafía, el arte funerario, por ejemplo. En todos estos casos, la función práctica es la primordial, la privilegiada cultural: antes que nada, la obra tiene (el sentido de) una funcionalidad.
Otra es la suerte de la función estética que es separada de los trabajos que alegra o dignifica, para entonces ser exhibida en ambientes artificialmente preparados (anaqueles, repisas, salas, escenarios, pantallas, locaciones reales, etc.). Es la fetichización social de una herramienta. Con el abandono del primer hogar y la preparación del segundo, el artificio renegocia los términos de su relación con la sociedad. Desde que se despide de la función social de la que participaba, discute y rediscute una propia. Comienza la etapa de un desarrollo más o menos autónomo, signado por reclamos de libertad e inmunidad, por censuras y regulaciones de variada violencia, y por promesas de sofisticación cultural que la cultura de la praxis promueve o tolera. El artificio, que ya hace obras de arte, deja para siempre la ropa del oficio que cubrió su primera desnudez o la refuncionaliza (venganza estética) en alguno de sus nuevos ambientes de circulación y encuentro. Cuanto menos lo guíen los fines prácticos, más libremente experimentará con los estéticos, siempre buscando darse un valor y un sentido.


Ahora se ve así:
I. Perros que cantan


      «Sabemos que se reconocen a menudo como hechos poéticos, creados para los fines de la contemplación estética, expresiones que fueron forjadas sin esperar de ellas semejante percepción. Annenski, por ejemplo, atribuía a la lengua eslava un carácter particularmente poético; André Bieli admiraba en los poetas rusos del siglo XVIII el procedimiento que consiste en colocar los adjetivos después de los sustantivos. Bieli reconocía un valor artístico a este procedimiento o, más exactamente, le atribuía un carácter intencional, considerándolo como hecho artístico, cuando en realidad no se trataba sino de una particularidad general de la lengua, debida a la influencia del eslavo eclesiástico.»

      Viktor Shklovski
      , “El arte como artificio”.

1.

Al final del Segundo Acto de Othello, el moro de Venecia, Rodrigo dice: «Aquí, en esta persecución, voy corriendo no como un perro que caza, sino como uno que contribuye a los ladridos.» (En el original, Roderigo dice: «I do follow here in the chase, not like a hound that hunts, but one that fills up the cry».)
De la última palabra cuelga una llamada con el número 13. En la nota al pie leemos:
«En las jaurías de caza de la época, se cuidaba mucho la armonización de los ladridos; de aquí que hubiera en ellas algunos perros de poca habilidad para cazar, pero que completaban los acordes con el tono de sus ladridos.»
La cita es de Shakespeare, Tragedias, RBA Editores, Barcelona, 1994, página 281. El volumen pertenece a la colección “Historia de la Literatura”, con introducción, traducción y notas de José María Valverde.

Para empezar a comentar esa extraña costumbre de otra época, repasemos algunas innovaciones que la hicieron posible. La primera y más cercana es el debut de esos coros. Remontémonos al momento en que se estrenan las primeras cacerías corales, no sé cuánto antes de que alcancen la popularidad que tienen cuando Rodrigo alude a ellas. Imaginemos a alguien escuchando una por primera vez, sin noticias previas. Por el contexto, no tiene problemas en identificar que se trata del sonido de una jauría de caza. Pero enseguida advierte que ese sonido no es casual o natural, sino que es intencional, buscado, artificialmente armonizado, es decir, que tiene una razón –no meramente una causa– para ser así en vez de otro modo, que hay una decisión detrás, que ahí hay un artificio. Lo que está haciendo, en definitiva, es percibir el carácter de obra de esa ladrada (como lo percibiría desde el aire, si volara, en la obediente línea recta de un canal o una ruta, y no en las curvas irregulares de un río; o como lo percibiría en una pirámide que encontrara en Marte). Reconoce que ahí ha estado en obra una inteligencia, que ahí hay cultura (no azar...), y cultura humana, no conducta canina (...ni naturaleza).
Como nuestro voluntario ya lleva miles de ancestros de cultura, también llega a reconocer qué clase de producto cultural es el que suena. El deslinde básico de esta operación discierne entre lo que es práctico y lo que no lo es. El sujeto no tarda mucho en descartar que esa armonización sea útil a la persecución (por ejemplo, que emita señales, que fascine presas cual canto de sirena o que estimule la marcha); concluye que a una jauría de caza se le ha agregado el cometido estético de sonar en acordes. Eso que escucha tiene un sentido, pero el sentido que tiene no aporta a la práctica que ahí se ejercita; es sólo un sentido estético, que es el sentido de una función simbólica, que es un lujo cultural (de gran poderío social) que se dan los homínidos de cerebro grande y lenguaje complejo desde que empiezan a dominar el arte de sobrevivir. Nuestro espécimen completa el reconocimiento, y la innovación estética queda registrada. Los coros de caza inician su camino a la popularidad de los dichos, que alcanzarán gracias a la misma inutilidad por la que se los identifica en el inicio.

2.

Esta inutilidad particular, que recuerda a la que suele reprochársele al arte en general, está inscripta en el origen mismo de la actividad: la función no práctica de armonizar ladridos surge de (o junto a) una función práctica a la que no sirve, por definición. Cuando en una jauría de caza las funciones discuten, lo hacen por imponer un cupo artístico más alto o más bajo, según con cuántos inútiles se crea que se garantiza todavía una cacería aceptable (por la expresión «algunos perros de poca habilidad para cazar», sabemos que en la época de Shakespeare eran una minoría). Así, la función práctica de perseguir le tolera a la estética de armonizar la dosis en que inevitablemente la debilita (o porque le roba plazas dentro de la jauría o porque diluye su potencia agrandándola con malos perseguidores, que quizás a veces además estorben). Un éxito sostenido arrimaría el tamaño del coro al umbral de esa tolerancia (que no deja de ser una medida de la fuerza que tiene la funcionalidad que tolera). Si superase ese umbral, el coro sería descartado, o se desprendería y empezaría una carrera artística independiente; si no lo superase, el híbrido podría seguir cantando mientras caza.

Salvo que me haya perdido una gran noticia, eso último es lo que sucedió con las cacerías contemporáneas al teatro de Shakespeare. Tal vez la época resultó un tanto prematura para el gesto vanguardista de extraer un coro de la jauría y presentarlo en un teatro, con un público más reposado y variado que el de esos deportistas melómanos que seguían por los bosques a los intérpretes. (Una breve digresión de arte-ficción. Artistas con paladar para los sabores “auténticos” podrían remedar en el escenario una cacería, para conservar o recuperar en el canto el precioso tono de un ladrido persecutor. Magias del engaño que pueden desbaratar una superstición estética: ¿qué pasaría si una ilusión poderosa consiguiera de los perros un tono indiscernible del que tienen cuando ladran en una genuina persecución?)
Como sea, para esos aristócratas la rima de ladridos no podía salirse de la jauría de caza, por mucho cuidado que le dedicasen. Su arte llegó a introducir una función estética en la jauría, pero no llegó a hacérsela necesaria; cuando ese talón le costó la existencia, las jaurías corales pasaron de moda. La historia de la referencia peyorativa de Rodrigo las evoca en su época de esplendor, o al menos de fama. En esa evocación, con la misma fidelidad con que todos los perros acompañan al hombre en la caza, los que más bien cantan acompañan a los que sólo persiguen, como si un coro acompañara a un ejército. Se trata de una imagen de lealtad o de convivencia, no de ansias emancipatorias. Los emancipados tomaron otro camino. Ese desvío es el comienzo de la obra de arte, del arte propiamente dicho, distinto de la función estética que adorna y complejiza una funcionalidad.

Antes de retomar la serie de innovaciones que precedieron a la del coro, resumamos el protocolo de distinciones que organiza los datos. Aquel deslinde que distingue lo cultural de lo casual y lo natural es el primero de los que conducen al arte, que así es como es cultural (siquiera de un modo minimalista). El segundo distingue si en ese obrar hay sólo una función práctica o si también hay una función estética, y cuál domina, cuál le da el sentido de uso y circulación a lo obrado. El tercero dirime si la función estética que hay se queda acompañando o sirviendo a la función práctica que la vio nacer, o si se desprende de ella y se consagra con una actuación y una carrera independientes, como el cantante exitoso que empezó de telonero. Ese estrellato es el arte.

3.

Repasemos esta tectónica de funciones en la historia de la caza.
La innovación de los perros corales presupone otras, que pueden remitirnos a cacerías muy remotas. Basta recordar que no siempre se hicieron con jaurías, lo que requiere la domesticación de animales; que no siempre fueron deportivas, mucho menos aristocráticas; que no siempre generaron trofeos y tapetes para interiores; etc. Estas innovaciones fueron hitos en la historia de las funciones prácticas de la caza. La armonización de ladridos es un hito en la historia de sus funciones estéticas; al lado de esta, las otras innovaciones estéticas de la caza, si las hubo, bien pudieron o pueden pasar desapercibidas.
Líder fundacional o sólo miembro destacado, lo cierto es –reitero– que esa función estética de templar la jauría surge en medio de y no deja de acompañar a la función práctica de usarla para cazar. En relación con funciones prácticas propias, una cuna y una fidelidad análogas tienen las funciones estéticas de la ornamentación, el diseño gráfico y de indumentaria, la decoración de interiores, la artesanía, la arquitectura, la caligrafía, el arte funerario, por ejemplo. En todos estos casos, la función práctica es la primordial, la privilegiada cultural: antes que nada, la obra tiene (el sentido de) una funcionalidad.
Otra es la suerte de la función estética que es separada de los trabajos que alegra o dignifica, para entonces ser exhibida en ambientes artificialmente preparados (anaqueles, repisas, salas, escenarios, pantallas, locaciones reales, etc.). Es la fetichización social de una herramienta. Con el abandono del primer hogar y la preparación del segundo, el artificio renegocia los términos de su relación con la sociedad. Desde que se despide de la función social de la que participaba, discute y rediscute una propia. Comienza la etapa de un desarrollo más o menos autónomo, signado por reclamos de libertad e inmunidad, por censuras y regulaciones de variada violencia, y por promesas de sofisticación cultural que la cultura de la praxis promueve o tolera. El artificio, que ya hace obras de arte, deja para siempre la ropa del oficio que cubrió su primera desnudez o la refuncionaliza (venganza estética) en alguno de sus nuevos ambientes de circulación y encuentro. Cuanto menos lo guíen los fines prácticos, más libremente experimentará con los estéticos, siempre buscando darse un valor y un sentido. (Los roles más esperados de los críticos son que sean intermediarios del sentido y evaluadores o certificadores de valor: que interpreten y que califiquen, que digan cómo es y cuánto mérito tiene algo para ponerse o mantenerse en circulación; otro de esos roles que se esperan de un crítico como de un especialista, el rol de categorizador –o etiquetador o clasificador: que diga qué es–, será el que intervendrá en


II. Muertos que charlan.)


Se pueden recorrer los límites de esa libertad de experimentación, de ese espacio de circulación, siguiendo los casos de censura (los otros casos, que la evitan, ocupan –son– el espacio delimitado por ella y sus colegas, la zona de libertad que algunos –poco aventurados– alucinan ilimitada). Veamos uno de esos casos en que una práctica artística encontró una resistencia militante.

1.

Como ese agregado estético a la función práctica de cazar es el agregado a la función ritual de enterrar a los muertos que dio comienzo al arte funerario, si es que ritual y arte no empezaron juntos (en cuyo caso el arte funerario sería uno de los primeros que hubo: los entierros rituales –y con ellos, se razona, los primeros signos de religiosidad, de creencia en otra vida o en la continuación de esta en otro lugar– tienen al menos 100.000 años de antigüedad).*


BBC, El camino de la vida, episodio “La especie humana”

En esas tumbas remotas se produjeron los primeros encuentros entre la muerte –anfitriona– y el arte. Decenas de miles de años después, el sábado 24 de septiembre de 2005, volvieron a reunirse, esta vez por iniciativa del arte. Esa noche tuvo lugar una intervención sonora y visual en 40 tumbas del cementerio porteño de la Recoleta (necrópolis que es un buen ejemplo de arte funerario, además). Los registros sonoros de 40 muertos de la historia argentina fueron “armonizados”, como aquellos ladridos. (Lo que allá eran acordes vivos acá fueron diálogos fantasmales, pero en ambos hubo un ars combinatoria –como en todo arte, tal vez.)
Si el arte nació funerario, con Tertulia volvió a su cuna escandalosamente emancipado, a saber: haciendo uso de lo funerario, para escándalo de quienes lo consideran sagrado e interpretan sacrílego ese uso (y no el turístico, por ejemplo).

Los perros cantores aún cazan o participan de una cacería. El arte de armonizar registros sonoros de muertos ilustres no tiene ninguna función funeraria o ritual. A esta descripción sus detractores le agregan una imputación: además de no tener una función funeraria, no respeta la que tiene el lugar donde se lleva a cabo (un “camposanto”, reivindicaron unos y desmintieron otros; un “lugar sagrado”, se pontificó esa noche desde una bandera).
Ahora el tema no es de dónde sale al ruedo el arte, sino por dónde puede meterse, hasta dónde puede llegar sin oposición y cómo son esas incursiones resistidas.

2.

“Todas las religiones respetan a los muertos”, decía también una pancarta del grupo que se juntó esa noche para protestar. El argumento hace del respeto a los muertos algo a inferir (precisamente del hecho de que todas las religiones los respetan). En cambio, la respetabilidad de esas respetadoras está sobreentendida, no argumentada. Y lo otro que se da a inferir (si es que no a interpretar) es la idea a la que se le confía la persuasión: quien no hace lo que las religiones –respetar a los muertos– las ofende a todas. El silogismo, sin embargo, conduce a una mera ajenidad:
      Todas las religiones respetan a los muertos;
      Tertulia no respeta a los muertos;
      luego, Tertulia no es una religión.

Si este no ser es culpable, lo es por algún presupuesto que se estima indiscutible, innegociable; el primer dogma es que las sacralizadoras son sagradas (lo sean por delegación de una sacralidad superior o por auto-legitimación).
Por lo demás, con ese “todas las religiones” el argumento busca disuadir con una fuerza de consenso. Si en la pancarta hubieran puesto un versículo bíblico o cualquier otro dogma a favor de un valor ahí avasallado (como el de la embanderada sacralidad del cementerio), la disuasión habría sido confiada a la fuerza de una autoridad, no a la de un consenso.
Pero cualquiera sea la fuerza (o la mezcla de fuerzas) a la que se recurra, es seguro en qué se la usa: ahí se está discutiendo conservar o modificar un tramo fronterizo de lo lícito: en el primer caso, manteniendo a raya al arte; en el segundo, con el arte pasándose de la raya y corriéndola consigo.

3.

A veces como puntos a dilucidar, otras veces como argumentos para llegar a esos mismos puntos o a otros, en la puja que se sostiene en la frontera afectada se escuchan definiciones de qué es el arte, para qué sirve, cómo debe portarse, qué debe buscar, etc. (en definitiva, cuánta y qué libertad le damos para ser, servir, comportarse y funcionar). En esos lindes y con esos deslindes (perdón por el juego de palabras), cada comunidad modela la silueta del arte que le toca definir, lo que equivale a decir que regula su circulación entre contemporáneos y su prolongación en las generaciones siguientes (o sea, su alcance en el espacio y su alcance en el tiempo –perdón también por el esquematismo). Lo hace cuando ejerce los poderes de censura, certificación, calificación, promoción, difusión, financiación, mercantilización, etc.
Las libertades que le damos le dan a lo categorizado como artístico una inmunidad social similar a la parlamentaria. No es la inmunidad en sí sino su otorgamiento a tal o cual postulante lo que está en discusión en aquellas fronteras de lo decible, ahí donde había intensos intercambiamos de definiciones y pronunciamientos sobre el arte (o, de manera análoga, sobre el humor, como en los conflictos con el humor negro). Esas generalidades bajan al caso de aplicación convertidas en fundamentos para un rechazo o una aceptación, ya sea que la discusión se dé en fronteras morales (sobre conductas e inconductas), en fronteras artísticas (sobre obras del palo y obras de otro palo o de ninguno) o en ambas.
Las combinaciones siguen una lógica: si hay conflicto por delimitaciones morales, se involucrarán las artísticas; y nunca a la inversa (aún podrá haber quien sostenga que una novela gráfica no es literatura, pero no por eso la considerará una inconducta, una ofensa o una afrenta, por ejemplo). La condena social contra una obra suele venir acompañada por su desafuero artístico; casi no hay rechazo moral contra una obra que no invoque su exclusión del universo del arte (“Eso no es arte, eso es otra cosa”) para proceder a la del universo social de donde surge y donde circula (“Eso no se puede hacer, no se puede aceptar”). Tertulia no fue la excepción, más allá de sus particularidades (por ejemplo, no se la acusó de sacrílega o irrespetuosa por alguna representación considerada ofensiva, sino por la mera utilización del espacio del cementerio; o también: las razones morales invocadas fueron de índole religiosa, no laica).

Además de regularla a censura limpia cuando hay que marcar territorio, una comunidad hace posible y efectiva la circulación de una obra (como la de cualquier otra cosa que pueda pasar de boca en boca). Antes vimos a la obra lanzarse y ahora la vemos rebotar contra unos límites o correrlos; en lo que sigue la veremos moverse. Su difusión, pregnancia y permanencia son sus signos vitales: sin eso no puede tener o no puede conservar existencia ni historia. Si para el arte ser es ser hecho circular, la pregunta por cómo circula eso, en razón de qué, genera otro momento en el que se discute y se busca definir en qué consiste o cómo es el arte.


III. Camellos ciegos


1.

Veamos dos de las respuestas posibles. En una se apuesta por valores técnicos o estéticos o estilísticos, como los de la originalidad y su medio, la innovación en los criterios o reglas del ars combinatoria en cuestión. En la otra se apuesta por la eficacia de la obra, una idea más fácil de invocar que de definir, pero que en general está secundada por alguna forma de identificación. (Por lo pronto, sabemos que es una eficacia distinta a la que podría tener una innovación, si tiene alguna –nada lo impide y no hay por qué prejuzgar que no.)
Estas dos posiciones se encuentran en una sobremesa del cuento “La busca de Averroes”, de Jorge Luis Borges. Uno de los interlocutores, Abdalmálik, asume la primera apuesta:
«Urgió la conveniencia de renovar las antiguas metáforas; dijo que cuando Zuhair comparó al destino con un camello ciego, esa figura pudo suspender a la gente, pero que cinco siglos de admiración la habían gastado. Todos aprobaron ese dictamen, que ya habían escuchado muchas veces, de muchas bocas. Averroes callaba.»

Cuando por fin habla, Averroes no se deja tentar ni distraer por el sabor paradojal (heterológico, mejor dicho) de un alegato en contra de la repetición repetido «muchas veces, de muchas bocas». En lugar de esa chicana, empieza con la confesión de haberse liberado del mismo pensamiento («...para estar libre de un error, agreguemos, conviene haberlo profesado») y a continuación argumenta:
«Zuhair, en su mohalaca, dice que en el decurso de ochenta años de dolor y de gloria, ha visto muchas veces al destino atropellar de golpe a los hombres, como un camello ciego; Abdalmálik entiende que esa figura ya no puede maravillar. A ese reparo cabría contestar muchas cosas. La primera, que si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos. La segunda, que un famoso poeta es menos inventor que descubridor. Para alabar a Ibn–Sháraf de Berja, se ha repetido que sólo él pudo imaginar que las estrellas en el alba caen lentamente, como las hojas de los árboles; ello, si fuera cierto, evidenciaría que la imagen es baladí. La imagen que un solo hombre puede formar es la que no toca a ninguno. Infinitas cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros. En cambio, nadie no sintió alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, que es inocente y es también inhumano. Para esa convicción, que puede ser pasajera o continua, pero que nadie elude, fue escrito el verso de Zuhair. No se dirá mejor lo que allí se dijo.»

La cita culmina en la apoteosis del entendimiento entre cómo, con qué efectos y qué se dice. La forma (la “equiparación” de esos términos) es inmejorable no porque haya sido inmejorablemente “inventada”, sino porque se encontró (“descubrió”) la mejor para decir algo (en lugar de no darle salida) que toca a todos (en lugar de a uno o a nadie, como le pasa al inventor Ibn–Sháraf de Berja). Para Averroes no hay equiparación menos arbitraria –más justificada– que la que uno tiene la sensibilidad de encontrar (con el fin de servir a otros –al propio Averroes, por ejemplo, para decir su nostalgia de España desterrado en África), y no la originalidad de inventar (con el fin de “asombrar”, “suspender”, “maravillar”, y el riesgo serio de resultar efímero o perdurablemente “baladí”).
La función que hace a la eficacia de una obra es una relación entre lo dicho y quien puede darle un uso. Esa relación es identificatoria y, en el caso de la equiparación de Zuhair (que no es baladí), es generalizada: es una imagen que, sin «ser todo para todos», es algo para todos: la acoge una «convicción» –«pasajera o continua»– que «nadie elude». ¿Cómo hace esa metáfora para perdurar, para no gastarse con el tiempo, para sobrevivir a la voracidad de novedades, para evitar el acostumbramiento (o automatización, en términos del citado Shklovski, otro comentarista aristotélico: «Según Aristóteles, la lengua poética debe tener un carácter extraño, sorprendente»)? Respuesta: tocándonos de tal modo que nos sea imposible acostumbrarnos, que no nos deje de «provocar sorpresa y reflexión» (como dice en “El narrador” Walter Benjamin sobre una historia de Heródoto, aunque por motivos diferentes). Ahí hay algo que no nos cierra y entonces volvemos, algo que no nos deja de llamar ni de expresar.

2.

Recapitulemos. La vigencia y la sobrevida de una obra (el propalarse entre contemporáneos y el transmitirse entre generaciones) se deben, en la perspectiva de Averroes, a esa relación con sus usuarios posibles, que acá son todos. En la de Abdalmálik y Shklovski, a una renovación formal, en la que lo importante es salir del lugar gastado donde se está, para volver a sorprender y a hacerse ver.
La tensión ya clásica entre esas dos fuerzas motoras las combina en disparidad y en paridad de intensidades. Entre dos cosas que funcionan igual, la preferible suele ser la que luce mejor. Entre dos cosas que lucen igual, la preferible suele ser la que funciona mejor. Las preferencias dejan de ser obvias cuando las opciones son mixtas. A igual intensidad, algunos prefieren una cosa que funciona mejor de lo que luce a una que luce mejor de lo que funciona; otros, al revés.
Además de Averroes, entre los primeros se encuentra, por ejemplo, el Borges que en “La supersticiosa ética del lector” escribe:
«Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis.»

O también, recordando aquella imagen de Ibn–Sháraf de Berja tan personal (original) como baladí:
«La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba.»

Y seguramente también se refiera a algo de esto otro traductor, Eduardo Stilman, en la nota 73, página 533, de Los libros de Alicia (Buenos Aires, Ediciones de la Flor y Best Ediciones, 1998), donde comenta una de las moralejas que la Duquesa hace en el Capítulo IX de las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas: «Cuida el sentido, que los sonidos se cuidarán solos». Transcribo la nota:
«Take care of the pence, and the pounds will take care of themselves, dice el proverbio inglés: ‘Cuida los peniques, que las libras se cuidarán solas’. Carroll convierte pence (‘peniques’) en sense (‘sentido’), y pounds (‘libras’) en sounds (‘sonidos’). El resultado es la máxima que gobierna esta traducción.»

3.

Puestos a cuidar el sentido, surge una cuestión: ¿por qué se supone que nos toca tanto y a todos la imagen de Zuhair? Creo que porque contradice uno de los rasgos del sentido existencial ideal: su carácter íntegro de obra, no de azar (tan indigerible nos resulta un azar cuando borra sin motivos la obra de una vida humana como inverosímil o improbable su autoría en una ladrada coral). El destino que compara y define Zuhair no es aquel del que puede y suele decirse que somos sus artífices, sino otro, con el que más bien queremos nombrar casualidades trágicamente significativas.

Otro rasgo de ese absoluto del sentido idealizado es su no finitud, su inmortalidad. Aunque no necesariamente todos los choques del errante ciego sean letales, la intensidad de la huella que deja es proporcional a sus estragos; si todos fueran inofensivos no merecerían un verso y quinientos años de fama y uso. Pero aun cuando esté involucrada en el episodio como su más probable o memorable consecuencia, no es la muerte lo que está metaforizando el verso de Zuhair, sino la aleatoriedad y el sinsentido con que puede llegar cuando nadie la espera y nada la hace esperar. Es la noción de un sentido de la vida lo que se lleva puesto un destino así cuando se lleva puesta esa vida al voleo y accidentalmente, con la torpeza inintencionada e inimputable de un camello ciego. La imagen de lo que puede tocarle a cualquiera nos toca a todos, y más si afecta a nuestro insumo simbólico básico, el sentido.
El universo donde no hay ni una sola excepción elusiva de esa «convicción» es de criaturas culturales (individuos de una especie inmersos en simbiosis sociales permanentes); como tales, requieren de sentido para sus actos y obras y, en general, para su participación en la máquina cultural en la que desarrollan sus vidas (y que sin eso no funciona: no hay instintos culturales –la expresión ya es un oxímoron– que la impulsen). Desde un dominio ajeno a nuestro control, voluntad y deseo (o sea, desde una fatalidad, un destino que es de embestir), ese algo que no nos cierra nos toca la cuerda más sensible que tenemos como seres sentidodependientes (o sentidófilos, en su versión proactiva): nuestra vulnerabilidad al azar, nuestra fragilidad ante sus embestidas libres de propósito y preferencias. (Dicho de otra manera, el concepto de sentido discute su lugar y su alcance –su silueta, sus límites– con los de azar y muerte.)
Esos atropellos desinteresados, que no son justos ni injustos, mínimamente hacen que el sentido de obra que tiene una vida no pueda abarcar todo el universo de eventos que pueden incumbirle y afectarla; de máxima, hacen que el artífice relativizado sienta insuficiente o ilusorio el universo que sí puede abarcar y lo abandone y se abandone. No es poca razón para reaccionar ante su merodeo o intentar conjurarlo con un verso que lo haga inmejorablemente decible.