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jueves, 7 de marzo de 2013

Entusiasmos I 003 (0.2.0)


En la Parte III del ensayo, volví a suprimir lo que había restituido en la modificación anterior:
Hasta donde sé, Dios y el Diablo disputan por ganar el mayor número de almas, no las mejores (otra cosa es que para Dios las que él gana sean las mejores, por la fe o por los actos, y las premie con un alojamiento eterno en el paraíso, mientras castiga a las otras con un alojamiento igual de eterno en el infierno). No reclaman más puntaje en el juego por la calidad del alma ganada, como la jerarquía de puntos en que se ordenan las cartas en la escoba del 15 (7 de oro, 7 de espada, etc.; uno de los grados de esa jerarquía es ganar en cantidad, ser el que tiene más cartas; pero sólo uno, y no de los que más suman). Entre las almas no hay voto calificado; el reparto del botín entre Dios y el Diablo no es aristocrático, es democrático: un alma, un punto. Al final las contamos y el que más tiene, ganó. A eso juegan Dios y el Diablo en el Taller, en vez de laburar.
Pero eso no significa que les sea indiferente qué alma ir a ganar. La estrategia de ganar almas en cadena hace preferir la conquista de las que tienen aptitudes de liderazgo o dones de gravitación, que de paso le hacen publicidad gratis al conquistador (“Yo, Albert Einstein, soy un alma ganada por...”). Lo que nos dicen esa preferencia y esa adquisición de un arreo entero, con ovejas y pastor, es que las redes de los pescadores de almas se han desarrollado mucho desde su estreno apostólico; han acumulado mucho conocimiento y experiencia, y acaso están en una etapa de producción industrial, o sea, de tecnologías y rindes tan distantes como una lancha pesquera familiar del puerto de Mar del Plata lo está de un buque factoría de alta mar. Los reclutadores del Paraíso eterno ahora también son mediáticos y masivos; Dios no ahorra recursos, tampoco el Diablo. Pero que la estrategia los haga selectivos no significa que lo sea su objetivo, que sigue siendo ser meramente caudaloso.
Si un zambullista se colara en ese juego, le cambiaría el principio que lo mueve (y si los veteranos del juego no se lo permitieran, jugaría como si no rigiese). Aunque el ritmo de conquista le bajara sensiblemente, ante todo le gustaría ser algo selectivo, no sumar sino coleccionar. Se supone que después lo espera una eternidad de convivencia con las almas que se gana. ¿Por qué no habría de (preferir) elegir su compañía para un viaje tan largo? Y entonces preferiría ganar una clase de almas antes que otras; almas por las que sentiría más expectativas, interés y placer –en síntesis, más entusiasmo– en el proceso de ganarlas; almas por las que está dispuesto a demorar la conquista y a aumentar o aglutinar esfuerzos.

domingo, 3 de marzo de 2013

Duda 013 (5.1.0)


Agregué la relación del dibujo de Quino con el que ilustra la fábula de los dos burros colaborativos, que vi en "Los traidores" a mediados de febrero:

El dibujo de Quino es una parodia de otro, que ilustra una fábula en la que la tensión de las fuerzas igualadas se resuelve pacífica y equitativamente: los burros acuerdan y comen juntos de ambos montones. En Los traidores (1973), de Raymundo Gleyzer, el representante de la patronal Benítez usa la fábula en su ablande al delegado gremial Barrera, que en ese momento inicia su carrera de traidor. Con su viraje, el sentido de la historia vira al que le da Quino: el burro blanco, ayudado por la ex oveja negra, se llevará la parte del león. El fragmento es este:


Con el burro de Buridán, hiperbólicamente reglamentarista, se exagera el problema de...

También repuse, algo modificada, la nota que se abre en el asterisco que cierra el párrafo:

Lo suyo parece más bien un sacrificio, aunque malogrado una vez por la renuncia sincronizada del león y otra, quizás, por el disparo del cazador. (Si ella fue el blanco, su sacrificio pasó de ser algo destinado sólo para sus hijos a ser algo que resultó efectivo para todo el mundo que la sobrevivió.)*
La detención brusca tampoco cuaja a la perfección con el sacrificio: si la decisión de la cierva es ofrecerse para ser devorada en lugar de sus crías, mejor desacelerar que frenar de golpe (así al menos las aleja un poco más del león). En rigor, a la perfección sólo cuaja con lo que el cuento dice que pasa: una parálisis dubitativa, con la que el relato le da a la cierva su participación en el «instante de perplejidad universal».