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miércoles, 1 de mayo de 2013

El silencio de las sirenas 002 (1.1.0)


En relación con la versión anterior del ensayo, copiada en la segunda mitad de “El silencio de las sirenas 001 (1.0.0)”, hice diversos y dispersos cambios de importancia media (o entre media y mayor): inclusión del gráfico sobre las relaciones entre los hechos principales y las especulaciones sobre esos hechos; conversión del texto que preside al gráfico en apartado 3.1; inclusión del fragmento de video de Los Simpsons; etc. Por lo diseminado de los retoques y agregados prefiero copiar la versión actual del ensayo en Zambullidas; ahora dice así:

El relato “El silencio de las sirenas”, de Franz Kafka, se ofrece como «prueba» de que «métodos insuficientes, casi pueriles, [...] también pueden servir para la salvación», en este caso la de Ulises. Kafka no altera el resultado del episodio legendario, pero sí la cuenta que lo preside: concretamente, la hace más difícil. Su Ulises se salvará, como el de Homero, pero sirviéndose de métodos que acá se califican de insuficientes y en la Odisea garantizaron por sí solos el éxito.
Otra dificultad complementa a la anterior: las sirenas de Homero vencen con su canto; las de Kafka, también con su silencio (y aun mejor que con su canto). Vencen si cantan y también si no cantan; a este movimiento de pinza debe enfrentárselo con armas de juguete. Mientras el Ulises de Homero afronta un peligro mortal, el de Kafka parece destinado a una muerte insoluble. El ensayo va a hablar de la salida que no parece tener ese callejón.

1.

En la Odisea, Ulises se hace atar al mástil de la nave que pasará cerca de las sirenas y tapa con cera los oídos de los remeros. Le interesa, famosamente, salvarse del canto de fatal atracción sin privarse de escucharlo. Al Ulises de Kafka, que combina en su persona los dos trucos, le interesa solamente salvarse. Ambos lo logran, pero sus deudas con esos medios son muy distintas –o al menos eso voy a tratar de argumentar.
Visto desde Kafka, el inmediato éxito de esa cera y de esas ataduras (por mucho que se las haya reforzado) supone una subestimación del poder enfrentado:
El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas.
El primer poderío hace inútiles los tapones de cera; el segundo, el reaseguro de las cadenas. Pero si «todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz», ¿cómo pudo «servir para la salvación»? Si ya sabemos que tapando y sujetando –o sea, de un modo directo– no fue, ¿cómo pudo ser? El relato despliega una respuesta y remata con otra, alternativa. La primera la da «la historia», según la cual
Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Dejemos a Ulises navegando un rato. Para llegar a la segunda posibilidad hay que recordar que al poder infalible original se suma otro aun peor, de factura kafkiana:
...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.
La infalibilidad del canto admite una fantasía contrafáctica; la del silencio, ni eso: nunca hubo ni podría haber habido salvación ante semejante arma. Vamos a asistir entonces a una primera vez, al quiebre de un invicto. Lo que vale para el duelo universal con la Muerte vale para este duelo particular con las sirenas, que son unos de sus tantos avatares: «Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas». Imposible exagerar la importancia de esa salvación victoriosa.

2.

El triunfo se alcanza «mediante las propias fuerzas», que no son las débiles armas elegidas para el duelo pero que requieren adoptar cierta actitud hacia ellas: o se les tiene una confianza completa (y sólo así se las usa) o no se les tiene ninguna (y se las descarta, como hizo el resto de los navegantes). Como le dice un cerdo exitoso a otro Homero, “¡Esa es la actitud!”.*

Los simpsons, “Homero tamaño familiar” (T7E7)
Pero no porque así se consiga hacer impenetrables esos tapones de cera e irrompibles esas ataduras (tal como funcionan en la Odisea), sino porque así se hace posible el malentendido que les permite «servir para la salvación». Empecemos por la actitud necesaria, para ver cómo surge su utilidad contingente.
Si «quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos» sobre la ineficacia de esas armas, conocida por «todo el mundo», Ulises entonces logra no pensar en eso, y no que meramente le sucede. Este trance de autoconvencimiento –este autoengaño– se parece a un autoencantamiento, que contrarresta el encantamiento de las sirenas como lo hace entre los argonautas el canto de Orfeo.
Los efectos de ese logro se van encadenando. Una confianza ciega «en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas» hace que Ulises encare a las sirenas «con alegría inocente» (o alegre inocencia). A su vez, según la segunda especulación sobre por qué callaron las sirenas,
el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción
y entonces
las terribles seductoras no cantaron.
El silencio esta vez no fue letal porque Ulises («para expresarlo de alguna manera») no lo oyó:
Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él.
La convicción de Ulises se inscribe entre los casos de falsedades verosímiles. Aceptando que logra creer en la eficacia de métodos ineficaces (es decir, aceptando su autoengaño), y aceptando que no tiene por qué esperar que las sirenas no canten, lo más razonable que puede creer Ulises cuando las ve moverse con los labios entreabiertos es que ellas están cantando y él no las oye gracias a sus tapones de cera.
Repasemos. Si Ulises no hubiera confiado por completo en sus dos trucos pueriles y no hubiera fijado sólo en ellos sus pensamientos, su rostro no habría ofrecido ningún «espectáculo de felicidad». Si su rostro no hubiera irradiado esa felicidad, no habría embelesado hasta la amnesia o la mudez a las sirenas. Si las sirenas no se hubieran embelesado así, tal vez habrían cantado.
Y tal vez otro gallo cantaría si también lo hubieran hecho las sirenas: creer que hay un sonido apagado es más difícil cuando un canto traspasa los tapones de cera que cuando hay silencio. Tal vez el arma menos terrible de las sirenas habría sido la más eficaz contra «aquel enemigo», si hubieran podido elegirla (como supone la primera conjetura de por qué callaron, a diferencia de la segunda).

3.

El éxtasis que va aislando a Ulises alcanza su máximo durante la máxima cercanía con las sirenas, que es cuando están «más hermosas que nunca», y neutraliza sus estragos (justo ahí donde el mito los hace máximos):
El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Con aquella confianza enorme en sus «pequeñas estratagemas», Ulises logra perder (o creer que pierde –lo que tendría el mismo efecto) el registro sonoro de las sirenas. Con la felicidad que le da (el convencimiento de) estar así a salvo, logra perder todo registro de las sirenas. Por su parte, también ellas pierden el registro de sí con la contemplación de esa felicidad; una probada de su propia medicina las saca de su rutina:
Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
El fulgor hipnótico que las va encantando empieza haciéndoles «olvidar toda canción» y termina haciendo que se olviden de sí. Pero es gracias a este borrado extendido que ellas se salvan:
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día.
Lo mismo vale para Ulises respecto del silencio de las sirenas. No habiendo canto que traspase la cera, si tampoco hay (conocimiento del) silencio, es posible que Ulises se salve: es la salvación que cuenta «la historia» antes de que «la tradición» se ponga a comentarla, como veremos en breve.
En una de las versiones del mito (al igual que en el duelo con la Esfinge preguntona de Tebas, que muere cuando Edipo le resuelve el enigma con que mata), o Ulises escapaba o las sirenas perecían. «Pero ellas permanecieron y Ulises escapó», como en la Odisea. No es la derrota de sus encantos lo que aniquilaría a las sirenas, sino el saberse derrotadas; las salva ignorar que han sido ignoradas. Ignoradas genuinamente, según la primera versión de cómo se salvó Ulises; fingidamente, según la segunda, la que leemos en el «comentario a la historia» que «la tradición añade»:
...tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
Esta segunda especulación sobre cómo o por qué se salvó Ulises encaja con la primera sobre por qué las sirenas no cantaron esa vez:
...tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio.
Si no lo hirió, no fue –se nos propone ahora– porque Ulises no lo oyó, ensordecido por la confianza inmediata en la cera (y mediata en las cadenas); fue porque Ulises interpuso entre él y el silencio que le lanzaron para vencerlo –del que sí se enteró– el escudo de una actuación que engañó a las sirenas (y también, ya que estaba, a esos otros invencibles que son los dioses del destino).

3.1

Breve digresión compositiva. Hay dos hechos en tensión contradictoria, como si estuvieran en un duelo por la consistencia del relato; normalmente no podrían darse juntos, convivir en una misma historia. Sobre cada uno de ellos se hacen dos especulaciones. Sobre el silencio de las sirenas, si fue el arma elegida contra Ulises o si fue un enmudecimiento por embeleso. Sobre la salvación o el triunfo de Ulises ante el silencio de las sirenas, si fue una consecuencia no buscada de suscitar ese embeleso brillando de felicidad o si fue el resultado calculado de engañar a las sirenas fingiendo esa felicidad (y la confianza generosa que la justificaba).
Las conexiones están cruzadas para hilvanar lo no intencional por un lado y lo intencional por el otro: la primera especulación del segundo tema se conecta con la segunda del primero; y la primera del primero, con la segunda del segundo. Es decir, lo hacen en sentidos también cruzados: en la conexión entre lo no intencional, lo que le sucede a Ulises (ponerse feliz) da lugar a lo que les sucede a las sirenas (callar arrobadas ante esa felicidad); en la conexión entre lo intencional, lo que resuelven hacer las sirenas (callar para herir «a aquel enemigo») da lugar a lo que resuelve hacer Ulises (consciente del silencio que le han disparado, representar «tamaña farsa [...] a modo de escudo»). Un cuadro simple puede ayudar a visualizar estas relaciones:


4.

Las habilidades de Ulises para engañar se acreditan en la introducción a la vuelta de tuerca que hace el comentario añadido:
Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno.
La astucia general de Ulises consigue una impenetrabilidad mayor a la que aparenta conseguir la astucia particular de la cera. A ese blindaje de su fuero interno le debe el ladino Ulises su mayor poder, el del engaño más grande (que es el que se les hace a los menos engañables, los dioses del destino). Pero el poder de su engaño, si no lo incluye a él mismo, puede ser menos eficaz que la carambola de la que participa su autoengaño. Si Ulises no se cuenta entre los engañados (como le ocurre al hechicero de Novalis), ese escudo actoral no debería poder ser más útil contra el silencio de las sirenas de lo que son contra su canto tapones de cera y cadenas. Veamos por qué.
En la nueva hipótesis, es el hecho de saber que las sirenas no cantan lo que motiva a Ulises a actuar, a fingir que no sabe, que cree que el canto fluye sordo en torno de él. Si lo finge tanto que también (o al menos) él se lo cree, y si la actuación sobrevive a la necesidad que la motivó, entonces Ulises logra olvidar que sabía que las sirenas no cantaban y que él estaba actuando. Sólo una actuación olvidada de sí («para expresarlo de alguna manera») puede hacer que Ulises se salve, en razón de una inconsciencia similar a la que salva a las sirenas.
Detrás de esta razón está el principio de Berkeley funcionando acotada y trivialmente: el silencio de las sirenas, no menos que su canto, para ser (o al menos para ser dañino) necesita ser percibido, registrado como tal. No lo oye el Ulises que lo confunde con su esperada sordera porque se engaña sobre el poder de aislación de sus tapones; sí lo oye el Ulises que, entonces, pretende salvarse engañando.
¿Qué chances tiene de lograrlo? Si Ulises sabe que las sirenas no cantan, el fingir que no lo sabe puede engañarlas a ellas, pero no a su silencio. Debe salir de ahí cuanto antes, si es que eso es posible. En el peor de los casos, Ulises mantiene un pie en el saber letal (escucha el silencio) y otro en la actuación que lo niega (simula no escucharlo). En el mejor de los casos, saca el primer pie lo más rápido posible, con la esperanza de que el silencio tarde en surtir efecto y él pueda completar antes su paso de fuga. Porque si el silencio de las sirenas –como cabe suponer– produce un estrago instantáneo o inmediato, conocerlo y salvarse sería algo «inconcebible para la mente humana».


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