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martes, 28 de mayo de 2013

El silencio de las sirenas 009 (3.1.0)



Cambios en las divisiones, muchos agregados y algunas supresiones de mediana importancia en el ensayo. Las novedades están en las secciones 2.1 (que antes terminaba donde ahora termina la 3, que antes empezaba donde ahora empieza la 3.1) y en la actual 3.2 (nueva; antes formaba parte de la 3.1).
Comparada con la transcripción completa de la versión 3.0.0 y la modificación localizada de la versión 3.0.1, la versión actual se ve así:

1.

“Ante la ley”, “Un mensaje imperial”, El proceso, El castillo: una zona de la narrativa de Kafka puede verse como una “prueba” de que todo método es insuficiente y parece pueril cuando se trata de salvarse de un poder inconmensurablemente superior (el de una institución inaccesible o el de una inmensidad inatravesable, por ejemplo). En cambio, “El silencio de las sirenas” se presenta como «prueba» de que «métodos insuficientes, casi pueriles, [...] también pueden servir para la salvación», en este caso la de Ulises.
El desafío narrativo de Kafka es conservar el resultado del duelo elevando a dos puntas la dificultad de obtenerlo. Su Ulises se salvará, como el de Homero, pero sirviéndose de métodos que acá se califican de ingenuamente ineficaces y en la Odisea garantizaron por sí solos el éxito. Y por si ya no aumentara bastante la brecha el debilitar al débil, también se fortalece al fuerte: las sirenas de Homero vencen con su canto; las de Kafka, también con su silencio (y aun mejor que con su canto). Vencen si cantan y también si no cantan; a este movimiento de pinza de dos poderes invictos debe enfrentárselo con armas de juguete.
Visto así, el Ulises de Kafka es un escapista, un Houdini que debe superar la prueba de zafar de sirenas más poderosas que las originales, y con dos trucos que no tienen la potencia que tuvieron al servicio del otro Ulises.
Comparando con otros relatos, en este la asimetría entre los duelistas se mantiene kafkianamente exorbitante; la novedad es que esta vez no hará imposible la salvación.

2.

En la Odisea, a Ulises le interesa salvarse del canto de fatal atracción sin privarse de escucharlo. Para eso, se hace atar al mástil de la nave y tapa con cera los oídos de los remeros. La gracia de la doble astucia es dejarnos un héroe que no tuvo que bancarse lo amargo para disfrutar lo dulce, que asistió gratis al show más caro, que separó lo deleitable de lo letal, etc.
Kafka modifica el objetivo y la distribución de los medios. Por un lado, hace que a su Ulises le interese solamente salvarse, sin la gracia de conseguirlo sacando ventaja. Por otro lado, combina en su Ulises de cuerpo encadenado y oídos tapados los dos trucos (en todo el cuento, los remeros apenas son aludidos en el pasaje «se hizo encadenar al mástil de la nave»); la cera amplía su cobertura y las sogas pasan de ser cruciales a ser un recurso eventual, de segunda instancia, que se activa sólo si falla el primero.

2.1

Visto desde Kafka, el inmediato éxito de esa cera y de esas ataduras (por mucho que se las haya reforzado) supone una subestimación del poder enfrentado:
El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas.
El primer poderío hace inútiles los tapones de cera; el segundo, las cadenas. Pero si «todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz», ¿cómo pudo «servir para la salvación»? Si ya sabemos que tapando y sujetando –o sea, de un modo directo– no fue, ¿cómo pudo ser?
La pregunta es la misma que uno se hace ante la afirmación de la primera frase del relato, aunque menos genérica: al menos ya sabemos quién se va a salvar de qué y servido por qué «métodos insuficientes, casi pueriles»; nos sigue faltando saber cómo. Suena a problema de ajedrez: Juega Ulises y hace mate en dos movimientos, pese a estar en una enorme desventaja con las sirenas. Como problema a resolver en un taller de escritura, sonaría así: La cera no aísla, las sogas no retienen, las sirenas se imponen cantando o callando y, aun así, Ulises zafa; escriba cómo.
Si encontrar una respuesta ya parece difícil, Kafka escribe dos. La primera la da «la historia», según la cual
Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Consigno una perplejidad, probablemente una incomprensión. Es raro que Ulises confíe «por completo» tanto en la estratagema titular como en la suplente. En la retaguardia de su encare, el reaseguro de ese «manojo de cadenas» es síntoma de alguna falta de confianza en «aquel puñado de cera», que está en la primera línea de combate, en la vanguardia de la resistencia. Si confía plenamente en esta protección, ¿por qué tenerle preparado el relevo de aquella sujeción? El asunto no es menor: de la fuerza alucinatoria de esa confianza depende que la felicidad que provoca en Ulises extasíe a las sirenas, les resulte convincente y arrobadora.

3.

Mientras se acerca, dejémoslo a Ulises navegando un rato y volvamos a enfocar el rincón de sus adversarias. A su poderío original le suman otro aun peor, de factura kafkiana:
...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.
La implacabilidad del canto admite una fantasía contrafáctica; la del silencio, ni eso: nunca hubo ni podría haber habido salvación ante semejante arma. Vamos a asistir entonces a una primera vez, al quiebre de un invicto. Lo que vale para el duelo universal con la Muerte vale para este duelo particular con las sirenas, que son unos de sus tantos avatares:
Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
Imposible exagerar la importancia de esa salvación victoriosa.

3.1

El triunfo se alcanza «mediante las propias fuerzas», que no son las débiles armas elegidas para el duelo pero que requieren adoptar cierta actitud hacia ellas: o se les tiene una confianza completa (y sólo así se las usa) o no se les tiene ninguna (y se las descarta, como hizo el resto de los navegantes). Como le dice un cerdo exitoso a otro Homero, “¡Esa es la actitud!”.*

Los simpsons, “Homero tamaño familiar” (T7E7)
Pero no porque así se consiga hacer impenetrables esos tapones de cera e irrompibles esas ataduras (tal como funcionan en la Odisea), sino porque así se hace posible el malentendido que les permite «servir para la salvación». Empecemos por la actitud necesaria, para ver cómo surge su utilidad contingente.
Si «quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos» sobre la ineficacia de esas armas, conocida por «todo el mundo», Ulises entonces puede que logre no pensar en eso, y no que meramente le suceda (por distracción u olvido). De ser así, ese autoconvencimiento –ese autoengaño– sería el inicio de un autoencantamiento, que contrarrestaría el encantamiento de las sirenas como lo hace entre los argonautas el canto de Orfeo.
Como sea, los efectos se van encadenando. Contraída o conquistada, una confianza ciega «en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas» hace que Ulises encare a las sirenas «con alegría inocente» (o alegre inocencia). A su vez, según la segunda especulación sobre por qué callaron las sirenas, tal vez
el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción
y entonces
las terribles seductoras no cantaron.
El silencio esta vez no fue letal porque Ulises («para expresarlo de alguna manera») no lo oyó:
Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él.
La convicción de Ulises se inscribe entre los casos de falsedades verosímiles. Aceptando que le sucede o que logra creer en la eficacia de métodos ineficaces, y aceptando que no tiene por qué esperar que las sirenas no canten, lo más razonable que puede creer Ulises cuando las ve moverse con los labios entreabiertos es que ellas están cantando y él no las oye gracias a sus tapones de cera.

3.2

Repasemos. Si Ulises no hubiera confiado por completo en sus dos trucos pueriles y no hubiera fijado sólo en ellos sus pensamientos, su rostro no habría ofrecido ningún «espectáculo de felicidad». Si su rostro no hubiera irradiado esa felicidad, no habría embelesado hasta la amnesia o la mudez a las sirenas. Si las sirenas no se hubieran embelesado así, habrían intentado embelesar al navegante cantando, que es lo que saben y suelen hacer.
Y tal vez otro gallo cantaría si también lo hubieran hecho las sirenas: creer que hay un sonido apagado es más difícil cuando un canto traspasa los tapones de cera que cuando hay silencio. Tal vez el arma menos terrible de las sirenas habría sido la más eficaz contra «aquel enemigo», si hubieran podido elegirla (como supone la primera conjetura de por qué callaron, a diferencia de la segunda). Desde el momento en que las sirenas callan, Ulises tiene la suerte de su lado, como David tuvo del suyo a Jehová contra Goliat.
Inducido por unos ojos brujos o elegido para herir mejor, lo cierto es que el silencio de las sirenas le ahorra un desengaño seguro a Ulises: le posibilita no poner a prueba sus «pequeñas estratagemas», o sea, no enfrentarse a la cruda ineficacia que viene negando y debería arruinarlo (salvo que tuviera el mismo poder de autoconvencimiento para negar también el canto que le traspasaría los tapones y la pasión que lo arrancaría del mástil –más adelante veremos que un poder de autoengaño así de grande necesitará el Ulises que «tal vez... supo del silencio»).
Sin sonidos contradictores, Ulises aprovecha la coincidencia entre sus creencias sordas y la realidad muda para elevarse en una beatífica felicidad y perder de vista a sus ya subyugadas seductoras.

4.

El éxtasis que va aislando a Ulises (surgido de la aislación que le atribuyó a la cera) alcanza su máximo durante la máxima cercanía con las sirenas, que es cuando están «más hermosas que nunca», y neutraliza sus estragos (justo ahí donde el mito los hace máximos):
El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
En el breve lapso que le lleva al espectáculo desvanecerse, Ulises pasa de ver a las sirenas y creerlas cantoras sin audio a dejar de verlas por completo y de saber algo de ellas (el Ulises de Homero, al revés del de Kafka, lo logra recién cuando se aleja lo suficiente). Por su parte, también las sirenas pierden el registro de sí con la contemplación de ese trance; una probada de su propia medicina las saca de su rutina:
Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
El fulgor hipnótico que las va encantando empieza haciéndoles «olvidar toda canción» y termina haciendo que se olviden de sí. Pero es gracias a este borrado extendido que ellas se salvan:
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día.
Lo mismo vale para Ulises respecto del silencio de las sirenas. No habiendo canto que traspase la cera, si tampoco hay (conocimiento del) silencio, es posible que Ulises se salve: es la salvación que cuenta «la historia» (antes de que «la tradición» se ponga a comentarla, como veremos en breve).
En una de las versiones del mito (al igual que en el duelo con la Esfinge preguntona de Tebas, que muere cuando Edipo le resuelve el enigma con que mata), o Ulises escapaba o las sirenas perecían. «Pero ellas permanecieron y Ulises escapó», como en la Odisea.
No es la derrota de sus encantos lo que aniquilaría a las sirenas, sino el saberse derrotadas; las salva ignorar que han sido ignoradas. Ignoradas genuinamente, según la primera versión de cómo se salvó Ulises; fingidamente, según la segunda, la que leemos en el «comentario a la historia» que «la tradición añade»:
...tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
Como una defensa encaja con un ataque, esta segunda especulación sobre cómo se salvó Ulises encaja con la primera sobre por qué las sirenas no cantaron esa vez:
...tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio.
Si no lo hirió, «tal vez» no fue –se nos propone ahora– porque Ulises no lo oyó, sino porque interpuso el escudo de una actuación entre él y el silencio que le lanzaron para vencerlo. Queda revisar las posibilidades salvadoras de esa actuación. Pero antes, una breve digresión compositiva.

4.1

Hay dos hechos –dos datos– en tensión contradictoria, como si estuvieran en un duelo por la consistencia conceptual del relato; normalmente no podrían darse juntos, convivir en una misma historia. Para explicar cómo lo hacen (o para distenderlos), sobre cada uno de ellos se despliegan dos especulaciones. Sobre el silencio de las sirenas, se especula si fue el arma elegida contra Ulises o si fue un involuntario enmudecimiento por embeleso (inducido por otra voluntad, la del Ulises que «tan sólo representó tamaña farsa», o por ninguna, con Ulises genuinamente confiado y feliz). Sobre la salvación o el triunfo de Ulises ante el silencio de las sirenas, se especula si fue una consecuencia no buscada de suscitar ese embeleso refulgiendo de felicidad o si fue el resultado buscado de engañar a las sirenas fingiendo el trance que las embelesó (para favorecer o mejorar esa actuación, Ulises se impuso la completa confianza en sus «métodos insuficientes»; otros actores recurren a su memoria emotiva).
Las conexiones están cruzadas para hilvanar lo no intencional por un lado y lo intencional por el otro: la primera especulación del segundo tema se conecta con la segunda del primero; y la primera del primero, con la segunda del segundo. Es decir, lo hacen en sentidos también cruzados: en la conexión entre lo no intencional, lo que le sucede a Ulises (ponerse feliz) da lugar a lo que les sucede a las sirenas (callar arrobadas ante esa felicidad); en la conexión entre lo intencional, lo que resuelven hacer las sirenas (callar para herir «a aquel enemigo») da lugar a lo que resuelve hacer Ulises (consciente del silencio que le han disparado, representar «tamaña farsa [...] a modo de escudo»). Un cuadro simple puede ayudar a visualizar estas relaciones:


5.

Las habilidades de Ulises para engañar se acreditan en la introducción a la vuelta de tuerca que hace el comentario añadido:
Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno.
La astucia general de Ulises consigue una impenetrabilidad mayor a la que aparenta conseguir la astucia particular de la cera. A ese blindaje de su fuero interno le debe el ladino Ulises su mayor poder, el del engaño más grande (que es el que se les hace a los menos engañables, los dioses del destino).
Pero tanto poder de engaño no lo necesita Ulises para usarlo contra las sirenas, sino sobre sí; de otro modo, puede ser menos eficaz que la carambola de la que participa su autoengaño. Si Ulises no se cuenta entre los engañados por él (como le ocurre al hechicero de Novalis), ese escudo actoral no debería poder ser más útil contra el silencio de las sirenas de lo que son contra su canto tapones de cera y cadenas. Veamos por qué.

En la nueva hipótesis, es el hecho de saber que las sirenas no cantan lo que motiva a Ulises a actuar, a fingir que no sabe, que cree que el canto fluye sordo en torno de él. Si lo finge tanto que también (o al menos) él se lo cree, y si la actuación sobrevive a la necesidad que la motivó, entonces Ulises logra olvidar que sabía que las sirenas no cantaban y que él estaba actuando. Sólo una actuación olvidada de sí («para expresarlo de alguna manera») puede hacer que Ulises se salve, en razón de una inconsciencia similar a la que salva a las sirenas.
Detrás de esta razón está el principio de Berkeley funcionando acotada y trivialmente: el silencio de las sirenas, no menos que su canto, para ser (o al menos para ser dañino) necesita ser percibido, registrado como tal. No lo oye el Ulises que lo confunde con su esperada sordera porque se engaña sobre el poder de aislación de sus tapones; sí lo oye el Ulises que, entonces, pretende salvarse engañando.
¿Qué chances tiene de lograrlo? O, en todo caso, ¿qué implica que lo haya logrado, como sabemos que pasa? Si Ulises sabe que las sirenas no cantan, el fingir que no lo sabe puede engañarlas a ellas, pero no a su silencio. Debe salir de ahí cuanto antes. En el peor de los casos, Ulises mantiene un pie en el saber fatal (escucha el silencio) y otro en la actuación que lo niega (simula no escucharlo). En el mejor de los casos, saca el primer pie lo más rápido posible, si es que el silencio tarda en surtir efecto y le da tiempo de completar antes su paso de fuga. Porque si el silencio de las sirenas produce un estrago instantáneo o inmediato, conocerlo y salvarse sería algo «inconcebible para la mente humana». Como Ulises, a pesar de conocerlo, se salva, quiere decir que la acción del silencio no es instantánea ni es, por lo tanto, máximo su poderío.

6.

A riesgo de ser aun más reiterativo, hagamos otra toma de la cuestión. Planteémosla en términos de las relaciones de fuerza que hay entre las armas que se usan de un lado y otro del duelo en cada una de sus dos versiones convergentes.
Las sirenas disponen de dos poderes de atracción letales, uno mayor que el otro. Cuánto mayor, es una diferencia que se manifiesta en las dos comparaciones entre ellos: según la primera, el silencio es «un arma mucho más terrible que el canto»; según la segunda, más allá del invicto que conservan los dos poderes de las sirenas, «es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio».
A este poder mayor se enfrentó Ulises munido de trucos pensados para enfrentar al menor, ante el cual de todos modos habrían resultado insuficientes (la cera no podría haber detenido el canto, que «lo traspasaba todo», ni las cadenas la pasión que genera el canto, que «habría hecho saltar prisiones más fuertes»). Pero por inadecuadas o frágiles que hayan sido estas armas, el hecho es que Ulises venció y se salvó. ¿Cómo? El cuento da dos respuestas posibles, que convergen en un mismo estado salvador: el de un no registro del silencio mortífero. Se diferencian en el modo de llegar a ese estado y en la relación de fuerzas que implica cada modo.
En la primera respuesta, Ulises vence sin desmentir ni disminuir el poder relativo del silencio, que por enorme que sea si no es registrado no puede hacer valer su fuerza. Oír el silencio es saber que las sirenas no están cantando. Ulises no lo oye: cree que las sirenas están cantando pero que él no las escucha gracias a sus tapones de cera. En este enredo, a Ulises lo salva desconocer (malinterpretar) qué enfrenta y de qué se salva. Su victoria no es meritoria; cera y cadenas no sirven a la salvación tapando y sujetando, sino participando de un malentendido afortunado.
En la segunda respuesta, si Ulises vence es porque esa arma agregada que es su poder de engaño es lo suficientemente fuerte como para neutralizar y revertir la atracción que ejerce el silencio de las sirenas (todo un mérito). Ulises logra engañarse a sí mismo fingiendo creer –hasta creérselo– que las sirenas cantan del otro lado de su protección. Se salva del silencio porque a pesar de oírlo logra borrarlo de su memoria y de su conciencia antes de que la atracción resulte irresistible y le malogre la reacción. Su poder de engaño fue tal que le permitió revocar a tiempo su comprensión y percepción –su registro– del silencio de las sirenas, cuyo poder de atracción no fue tal que hiciera imposible esa revocación (inmediatez o inexorabilidad de resultado que parece tener el poder de atracción del canto, que privaba de reacción a «aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos»).
Sólo un poderío máximo le garantizaría al silencio un efecto instantáneo y, por lo tanto, irreversible (incluso para un máximo poderío de engaño, que no podría no llegar tarde). Por debajo de ese absoluto, la atracción se toma algún tiempo, el mismo que tiene para revertirla un engaño de rápida acción.

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