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martes, 18 de agosto de 2020

Entusiasmos XII 001 (0.1.0)



Ayer le hice algunos cambios al ensayo. Estaba así:





1.

   Los años no vienen solos y la docena arranca con una huevada: un requisito del entusiasmo es el sentido. Si no se lo vieras —y mucho— a lo que hacés, mal podría entusiasmarte. (La condición es necesaria, no suficiente: podrías verle mucho sentido pero odiarlo, o simplemente no entusiasmarte.)
   En algún archivo de TV estará René Higuita haciendo el escorpión en Wembley mientras suena
♫♪ La melancolía de morir en este mundo
y de vivir sin una estúpida razón
♪♫
   Mínimo, es una sincronización contrastante. Higuita haciendo el escorpión rebasa de sentido y de felicidad por su obra airosa y exitosa; está en las antípodas de la voz cantante, a la máxima distancia de plantearse la melancolía de morir o el sinsentido de vivir.
   Por mi parte, aprovecho esas líneas de Fito para volver a la conexión muerte/sentido. Preguntarse por el sentido de la vida es preguntarse a la vez por el de la muerte, o sea, es preguntarse por el sentido de la vida en razón de que es finita: qué sentido tiene morir, deshacer lo hecho, y qué sentido tiene vivir haciendo lo que la muerte y el olvido van a deshacer.

2.

Las tres hermanas

En esta ciudad, saber tres idiomas es un lujo superfluo, un apéndice innecesario, el sexto dedo.
      Chejov (Las tres hermanas)

   Un adolescente (tímido y temerario) se internó a caballo en la selva del Sur Chileno, y al anochecer comprendió que se había perdido. “La noche y la selva, que fueron mi regocijo, me llenaron de pavor”, recordó mucho después. Ocurría esto en 1918 (o tal vez 1919) y en un instante efímero y eterno, como todos los instantes que el miedo inmoviliza.
   Milagrosamente, halló refugio en una mansión de tres hermanas francesas, dueñas de un aserradero también “extraviado” en la extensión selvática y montañosa. Lo recibió primero “una señora de pelo blanco, delgada y enlutada”, que lo hizo entrar a uno de los salones, donde lo aguardaba una mesa redonda de manteles impecables, candelabros de plata y luminosa cristalería. Dos señoras más, “idénticas a la primera”, llegaron en seguida. Las tres habían nacido en Avignon, y hacía ya treinta años que habitaban en ese hueco de la selva. Todos sus familiares habían muerto, y juntas custodiaban el solitario esplendor de aquellos recónditos salones, como si vivieran en el fondo del mar.
   Durante la cena, el joven visitante habló imprevistamente de la poesía de Baudelaire, y observó que al pronunciar ese nombre, “Baudelaire”, las tres hermanas se estremecieron.
   —¡Baudelaire! —exclamaron con unánime excitación. Es la primera vez que se pronuncia su nombre en estas soledades. Tenemos aquí Les fleurs du Mal...
   Con pudor reverencial, el joven recordó mucho más tarde que las tres mujeres le dedicaron “una leve mirada de lejanísima coquetería”. Cuando llegó el amanecer, el joven regresó a su caballo e inexplicablemente se fue sin despedirse.
   Cuarenta y cinco años después de aquel encuentro, ya memorialista, Pablo Neruda termina esta breve historia con un interrogante: “¿Qué se habrá hecho de aquellas tres señoras desterradas con su Fleurs du Mal en medio de la selva virgen?”. Se advierte que la pregunta es sólo ritual, y tiene por único objeto demorar la respuesta inevitable: “Habrá sobrevenido lo más simple de todo: la muerte y el olvido”.
   “Quizás —agrega— la selva devoró aquellas vidas.” Pero ¿será este el de­sen­lace, esta la historia, y nada más? ¿No sostenían las tres hermanas una bandera invisible? ¿No pertenecían a una cofradía dispersa y obstinada de la que también era miembro, acaso sin saberlo, el joven visitante?
   ¿No protegían una llama inmemorial contra el viento asesino, destructor de pirámides, que promueve la indiferencia de las lianas? ¿No eran las Tres Marías de la Tierra? Quizás algo de esto sugiere Neruda cuando grita de pronto: “¡Honor a estas tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon para mantener un antiguo decoro!”. Pero aun más todavía, ¿no eran esas tres señoras francesas, en realidad, las mismas “tres hermanas” rusas de las que habló Chejov, y que emergen de manera imprevista en diferentes sitios del planeta? Perdidas bajo un cielo de provincia, soñaban con Moscú y estudiaban francés, inglés, italiano. En el sur de Chile, leían a Baudelaire. Neruda no recuerda sus nombres, pero los conocemos por Chejov: se llamaban Irina, Masha y Olga. Y Dante las cantó en su más bella canción de amor: “Tre donne in torno al cor mi son venute” (tres damas a mi corazón llegaron). Si la selva pudiera devorarlas, ¿qué sería de nosotros?

Thomas Moro Simpson, Dios, el mamboretá y la mosca, Siglo XXI Editores, Madrid, 1993, pág. 15.




   La zambullida de la rana se produce en un punto no determinado de la ciénaga infinita. Igual de perdidas («desterradas...») en el tiempo («...con su Fleurs du Mal...») y en el espacio («...en medio de la selva virgen») están las tres hermanas, que primero fueron moscovitas varadas de por vida en una provincia rusa y después francesas varadas de por vida en el Sur de Chile, «dueñas de un aserradero también "extraviado" en la extensión selvática y montañosa». En kilómetros, el destierro creció de un siglo al otro, aunque en ambos fue igualmente infranqueable.
   Lo perdidas que están en el tiempo se ve en lo que hacen:
Perdidas bajo un cielo de provincia, soñaban con Moscú y estudiaban francés, inglés, italiano. En el sur de Chile, leían a Baudelaire.
   Leer a Baudelaire y custodiar «el solitario esplendor de aquellos recónditos salones, como si vivieran en el fondo del mar» es luchar «para mantener un antiguo decoro».




Y terminó así:





1.

   Los años no vienen solos y la docena arranca con una huevada: un requisito del entusiasmo es el sentido. Si no se lo vieras —y mucho— a lo que hacés, mal podría entusiasmarte. (La condición es necesaria, no suficiente: podrías verle mucho sentido pero odiarlo, o simplemente no entusiasmarte.)
   En algún archivo de TV estará René Higuita haciendo el escorpión en Wembley mientras suena
♫♪ La melancolía de morir en este mundo
y de vivir sin una estúpida razón
♪♫
   Mínimo, es una sincronización contrastante. Higuita haciendo el escorpión rebasa de sentido y de felicidad por su obra airosa y exitosa, después de practicarla unos 7 años; él ahí está en las antípodas de la voz cantante, a la máxima distancia de plantearse la melancolía de morir o el sinsentido de vivir.
   Por mi parte, aprovecho esas líneas de Fito para volver a la conexión muerte/sentido. Preguntarse por el sentido de la vida es preguntarse a la vez por el de la muerte, o sea, es preguntarse por el sentido de la vida en razón de que es finita: qué sentido tiene morir, deshacer lo hecho, y qué sentido tiene vivir haciendo lo que la muerte y el olvido van a deshacer.

2.

Las tres hermanas

En esta ciudad, saber tres idiomas es un lujo superfluo, un apéndice innecesario, el sexto dedo.
      Chejov (Las tres hermanas)

   Un adolescente (tímido y temerario) se internó a caballo en la selva del Sur Chileno, y al anochecer comprendió que se había perdido. “La noche y la selva, que fueron mi regocijo, me llenaron de pavor”, recordó mucho después. Ocurría esto en 1918 (o tal vez 1919) y en un instante efímero y eterno, como todos los instantes que el miedo inmoviliza.
   Milagrosamente, halló refugio en una mansión de tres hermanas francesas, dueñas de un aserradero también “extraviado” en la extensión selvática y montañosa. Lo recibió primero “una señora de pelo blanco, delgada y enlutada”, que lo hizo entrar a uno de los salones, donde lo aguardaba una mesa redonda de manteles impecables, candelabros de plata y luminosa cristalería. Dos señoras más, “idénticas a la primera”, llegaron en seguida. Las tres habían nacido en Avignon, y hacía ya treinta años que habitaban en ese hueco de la selva. Todos sus familiares habían muerto, y juntas custodiaban el solitario esplendor de aquellos recónditos salones, como si vivieran en el fondo del mar.
   Durante la cena, el joven visitante habló imprevistamente de la poesía de Baudelaire, y observó que al pronunciar ese nombre, “Baudelaire”, las tres hermanas se estremecieron.
   —¡Baudelaire! —exclamaron con unánime excitación. Es la primera vez que se pronuncia su nombre en estas soledades. Tenemos aquí Les fleurs du Mal...
   Con pudor reverencial, el joven recordó mucho más tarde que las tres mujeres le dedicaron “una leve mirada de lejanísima coquetería”. Cuando llegó el amanecer, el joven regresó a su caballo e inexplicablemente se fue sin despedirse.
   Cuarenta y cinco años después de aquel encuentro, ya memorialista, Pablo Neruda termina esta breve historia con un interrogante: “¿Qué se habrá hecho de aquellas tres señoras desterradas con su Fleurs du Mal en medio de la selva virgen?”. Se advierte que la pregunta es sólo ritual, y tiene por único objeto demorar la respuesta inevitable: “Habrá sobrevenido lo más simple de todo: la muerte y el olvido”.
   “Quizás —agrega— la selva devoró aquellas vidas.” Pero ¿será este el de­sen­lace, esta la historia, y nada más? ¿No sostenían las tres hermanas una bandera invisible? ¿No pertenecían a una cofradía dispersa y obstinada de la que también era miembro, acaso sin saberlo, el joven visitante?
   ¿No protegían una llama inmemorial contra el viento asesino, destructor de pirámides, que promueve la indiferencia de las lianas? ¿No eran las Tres Marías de la Tierra? Quizás algo de esto sugiere Neruda cuando grita de pronto: “¡Honor a estas tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon para mantener un antiguo decoro!”. Pero aun más todavía, ¿no eran esas tres señoras francesas, en realidad, las mismas “tres hermanas” rusas de las que habló Chejov, y que emergen de manera imprevista en diferentes sitios del planeta? Perdidas bajo un cielo de provincia, soñaban con Moscú y estudiaban francés, inglés, italiano. En el sur de Chile, leían a Baudelaire. Neruda no recuerda sus nombres, pero los conocemos por Chejov: se llamaban Irina, Masha y Olga. Y Dante las cantó en su más bella canción de amor: “Tre donne in torno al cor mi son venute” (tres damas a mi corazón llegaron). Si la selva pudiera devorarlas, ¿qué sería de nosotros?

Thomas Moro Simpson, Dios, el mamboretá y la mosca, Siglo XXI Editores, Madrid, 1993, pág. 15.




   La zambullida de la rana se produce en un punto no determinado de la ciénaga infinita. Igual de perdidas en una inmensidad y/o desterradas en el fin del mundo están las vidas de damas civilizadas incrustadas en un entorno salvaje (las tres hermanas francesas «dueñas de un aserradero también "extraviado" en la extensión selvática y montañosa») o mediocre (las tres hermanas moscovitas «perdidas bajo un cielo de provincia»).
   En ambos tríos, eso que las entusiasma, en todo caso a lo que se entregan o festejan, es lo que indica en qué tiempo distinto del presente están, ellas y sus sentidos de vida: el trío francés, en el pasado de una nostalgia vana (leyendo a Baudelaire «en estas soledades»); el trío ruso, en el futuro de una esperanza vana («soñaban con Moscú»).
   Leer a Baudelaire y custodiar «el solitario esplendor de aquellos recónditos salones, como si vivieran en el fondo del mar» es luchar «para mantener un antiguo decoro». Lo mismo podría decirse de estudiar tres idiomas, pero con una diferencia: que no los vas a usar nunca donde vivís, sino donde soñás vivir de nuevo.


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