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lunes, 5 de octubre de 2020

El guardaespaldas 004 (4.0.0)



Acabo de dejar el ensayo para ir a dormir. Muchos cambios, muchos agregados, y una nueva división, ahora en 4 secciones. Quedó así:




1.

   En El guardaespaldas (Mick Jackson, 1992), Fletcher —el hijo de 8 años de la actriz y cantante Rachel Marron— le pregunta a Frank Farmer a qué le tiene miedo. “A no estar ahí”, le contesta él. El padre venía de contarle a Rachel que Frank había quedado muy afectado por no haber estado cuando le dispararon a Ronald Reagan (mismo día —30/03/1981— de la entrega de los Oscar, que se pospuso). Tuvo una buena razón para no estar: “ese fue el día que enterramos a Katherine”, la madre de Frank.
   En otra entrega de los Oscar la vida le dará una nueva oportunidad de ponerle el cuerpo a las balas y Frank no la desperdiciará, pero ahora tiene miedo de que sí. En el mismo diálogo le acababa de decir a Fletcher que “todos tienen miedo de algo; así es como sabemos qué cosas nos importan: cuando tenemos miedo de perderlas". Si atamos cabos, Frank le teme a no estar ahí cuando intenten asesinar a Rachel, pero esta vez no (¿sólo?) porque es su trabajo, sino (¿también?) porque ella le importa.
   Así es como, sobre el final de la historia, se mezclan y se compatibilizan cosas que durante su avance fueron incompatibles y no debían mezclarse: ser un buen guardaespaldas (frío) e involucrarse emocionalmente (caliente). Cuando eso le empezaba a pasar, Frank dejaba a su cliente; así no podía hacer bien su trabajo. Con Rachel la cosa empezó igual pero terminó diferente. En el “momento crucial”, esas temperaturas opuestas coexistieron y Frank no se derritió. Lo que había sido un obstáculo ahora era un motor.
   Cuando Rachel decide ir a la entrega de los Oscar, Frank le promete que estará ahí protegiéndola y el beso que se dan no se lo impedirá y tal vez lo hará posible y seguro lo favorecerá. Como sea, no sucedió lo que él temía: las irracionales emociones no se impusieron a la racionalidad y debilitaron la protección; los impulsos no dañaron la inteligencia del duelista. En lugar de eso, se combinaron en una amalgama más eficaz que la razón sola, en un centauro funcional.
   Frank vino a la historia a purgar el miedo de no estar ahí y a aprender que puede lograrlo igual o mejor involucrándose afectivamente (o que en todo caso hay excepciones). Para eso, tiene que desaprender: “Pasé muchos años aprendiendo a no reaccionar como los demás; es mi trabajo”, le dice a Fletcher en otro diálogo, arrepentido de la cita y el sexo que tuvo con Rachel la noche anterior. “No siempre funciona”, se sincera.
   La fuerza de voluntad y la fuerza de comprensión se debilitan en cadena: Frank se sincera una vez más y dice que ni por diablo ni por viejo se sabe esa, que él tampoco entiende y empieza a sentir que nunca entenderá.

2.

   Estará y entenderá, al momento de rendir el examen. Y aunque todavía falta para eso, el temario ya quedó planteado en un diálogo de esa noche. Rachel observa el pub al que Frank la llevó después del cine y le pregunta si ese es el tipo de lugar y de música donde está más a gusto. Frank asiente y Rachel repregunta:

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   Insinuación va, insinuación viene, en la rockola empieza a sonar un lento y Rachel saca a Frank a bailar. Prestan atención a lo que dice el tema y lo comentan. Es una canción de cowboys, otro oficio nómade como el de Frank.
   “No soy bueno en una posición permanente; se me podría dormir el pie”, le dice al cliente que quiere retenerlo; a Rachel le admite en voz baja que no permanece con ninguno de sus clientes porque empieza a preocuparse por ellos y a él no le gustan que las emociones le afecten el trabajo, que se interpongan en su camino; nunca mezcla negocios con placer.
   Tal vez a causa de ese nomadismo vaquero, esta “es una de esas canciones alguien-siempre-deja-a-alguien”. Su deprimente letra es una despedida voluntaria pero indeseada, o al menos lamentada: “Ambos sabemos que no soy lo que necesitas”, y “por eso me voy, pero sé que pensaré en ti a cada paso del camino y siempre te amaré”. Se separa jurando amor eterno a su recuerdo, algo que sólo debería ocurrir con la muerte, si amar conlleva querer unirse.
   Así y todo, es más de lo que ofrece en su despedida el abnegado Luis Miguel del bolero “Nosotros”: “No es falta de cariño, / te quiero con el alma, / te juro que te adoro / y en nombre de este amor / y por tu bien, / te digo adiós”.
   Al comienzo de la relación está sonando (y están bailando) la canción que describe lo que vivirán y sentirán al final de la relación, cuando Rachel interrumpirá un despegue para un beso que esté acorde a la temperatura del caso, que el de la mejilla fue tibio (de fondo empezará a sonar de nuevo, esta vez cantada por ella en un show). Pero ahora Frank acaba de tipificar la que será su canción, que es de despedida.
   Acto seguido los sobresalta el ruido de alguna vajilla que se cae y se rompe. Rachel relaja antes que él y le dice, en su propio territorio: "No te preocupes, yo te protegeré”. Jugando de visitante Rachel intercambia roles. Vuelve al suyo en la cama de Frank (“Nunca antes me sentí tan segura; nadie podría agarrarte”), que está en su momento más vulnerable (“Justo ahora no sería muy difícil”).
   Frank juega más de local en lugares de paso como el pub que en su casa, donde está de paso (por eso no cuelga sus cuadros en las paredes). Su trabajo le desaconseja el arraigo (residencial y sentimental); sus emociones se lo reclaman. El ideal al que aspira es la emocionalidad nula y la racionalidad total de una máquina, de un robot, como parodia Jaime.
   El ideal parece decirle al mejor guardaespaldas que la profesionalidad superior es inhumana. Pero a escala humana el método para ser quien elijas ser es el mismo: disciplina y entrenamiento. Frank se lo había dicho a Rachel (que terminó siendo como los otros esperaban que fuera) y se lo dirá a Nicki, su hermana y secretaria privada (que debería comprarse una vida).
   Da más humano morir en lugar de alguien por amor que por trabajo. Importa menos si ese alguien es un presidente o una persona común, como Rachel, que si es alguien que te importa mucho, poquito o nada. Sin eso, incluso el “fiero Frank” podría echarse atrás en el momento crucial; con eso, ya no. Y como no se trata de un melodrama ni de una tragedia, el guion le perdona la vida.
   Frank Farmer hizo la Gran Ulises: estuvo ahí y no pagó el precio. Sobrevivió a dejarse matar en lugar de alguien; fue un escudo humano y vivió para contarlo; etcétera. Zafa porque para la época es más verosímil eso que matarlo y resucitarlo, pero el efecto psicológico es el mismo: lo creés agonizando, lo ves morir, y después lo sabés vivo.
   Eso de dar la vida por otro (y del amor que tenés que sentir para hacerlo), y después resucitar, suena muy a Nuevo Testamento (salvando las distancias entre las palabras y las cosas: Jesús vuelve de la muerte; Frank vuelve de la noticia —o sólo la sospecha— de su muerte). La otra historia que hay en la película es del Antiguo Testamento. Antes de verla, hay que resolver un enigma de identidad: ¿quién es el agresor?

3.

   Bill, el manager de Rachel, le atribuye al loco de las cartas el atentado de la muñeca bomba. Cuando se las lleva a dos conocidos del FBI, Frank cita esa suposición, pero no la hace suya. Y la descarta por completo cuando el FBI identifica y detiene al autor de los anónimos, un fan obsesionado con Rachel Marron (ya que no con Jodie Foster). El que a muchos kilómetros de distancia y poco tiempo de diferencia había intentado matar a Rachel la noche anterior “era un profesional”. Todavía no sabe quién es pero ya sabe quién no es.
   SPOILER ALERT: el perseguidor es Greg Portman, un guardaespaldas que cambió de rubro en 180º. (Para mayor solapamiento, el pirado y el profesional tienen una Toyota negra 4x4 como la que merodea a Rachel.) Farmer y Portman son ex compañeros de la época de Reagan.
   Por eso o por lo que sea, el guardaespaldas nunca sospecha ni desconfía del asesino. Es como si el zorro fuera amigo del cuidador del gallinero. La camaradería apaga la lucidez de Frank, que tan bien le funciona para conocer los porqué de Rachel, su hermana Nicki y el tipo que finge lavar un auto en la primera escena (dos derrotas ante dos emociones —la vanidad y la envidia— y un error profesional).
   Encima, Frank le contagia esa confianza a Rachel, que para celarlo se encierra con el nuevo samurái, se besuquean y en un momento ella decide no seguir (debió repeler cinco insistencias y llamar a Tony, su custodio, pero pudo hacer respetar su decisión). Por poco no fue un durmiendo con el enemigo. Y también por poco, después de poner una muñeca bomba en el camarín, el zorro no fue contratado como cuidador del gallinero. Acompáñenme a ver esta triste historia.
   Cuando Bill, el manager de Rachel, lo visita para contratarlo, Frank le dice que no trabaja con celebridades del show business y que por la plata que le ofrece puede conseguir varios buenos hombres, como Racine, Fitzgerald o Portman (otra terna). Bill le responde que Portman está interesado, pero que él quiere contratar al que según todos es el mejor guardaespaldas. O sea que Portman estuvo a 1 peldaño de cobrar de las dos hermanas hasta matar a una.
   Portman no sabe que sus servicios los paga la hermana eclipsada de Rachel, que tercerizó la contratación en un tal Armando. Nicki se lo revela a viva voz para evitar que la confunda con la otra en medio de la noche y el apuro; no sabemos si quiere que apunte bien y no muerda la mano que le dio de comer (ya está todo pago, yapa incluida) o si quiere decirle que desista, que queda liberado de toda contraprestación. Como sea, no tiene éxito. Si su mensaje continuaba, el balazo lo truncó.

4.

   Por este malentendido, lo que no hará Frank lo hace Nicki, que sí muere en lugar de Rachel. Sólo que lo suyo es por error y no es un sacrificio; es una condena: un guion justiciero le hace pagar así el querer matar a su hermana. (Simpatizantes de esa justicia no ven una intervención autoral; ven la foto de una intervención divina o del karma en acción.) Esta vez el envidioso Caín morirá en el intento, porque esta vez Dios protegerá a Abel; esta vez no llegará tarde, con el fraticidio consumado; esta vez estará ahí, para evitarlo y para castigar la tentativa.
   Donde el Génesis te está diciendo “Si lo hacés, te castigo”, El guardaespaldas te está diciendo “Ni lo intentes: morirás”. Lo mismo les había dicho Jehová a mamá Eva y papá Adán respecto de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero la película cumple.
   Dios no tuvo un buen debut como protector. El guardaespaldas reescribe la historia de Caín y Abel para darle una segunda oportunidad, como la vida —o el guion— se la da a Frank, cuyo mayor miedo es volver a no estar ahí. (Notable que esa ausencia en lo de Reagan lo haya perturbado más que la ausencia que la motivó.)
   Pero por grande que fuese el cuco, en eso él había salido a la madre: “Si algo lo asustaba, lo seguía haciendo hasta que el miedo se iba”, cuenta el padre. Toda la historia para él es una de esas veces; le toca aprender a superar su último trauma. Después de eso asciende a protector nivel Dios, como sugiere en la última escena la oración de un reverendo que hace de epígrafe de su imagen alerta y serena:
   La historia de esa prueba superada (miedo erradicado y misión cumplida) se ensambla con la que reescribe el Génesis 4. El duelo es entre dos hermanas a través de “dos samuráis”. Las dos tienen un punto ciego: Rachel no sabe (y nunca se entera) por qué y quién la quiere matar; Nicki no sabe a quién contrató Armando para lograrlo.
   Lo que Rachel no sabe debería costarle caro y lo que Nicki no sabe no debería costarle nada, pero sucede al revés y Nicki muere sin saber si Portman lo logrará, mientras Rachel celebrará que no. Aunque fallida, más que un duelo es una cacería, que además arranca muy desigual (aunque podría haber sido peor, si contrataban de guardaespaldas al asesino).
   En sociedad tienen la diferencia inversa, según lo siente Nicki y lo expresa su alter ego, el freaky autor de las cartas: “Tú tienes todo, yo no tengo nada” (coeficiente Gini: 1). Esta función especular exime al freaky de ser una mera pista falsa del género.

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