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sábado, 10 de abril de 2021

Entusiasmos XII 011 (6.0.0)




Saqué del ensayo el análisis sobre "Historia del guerrero y la cautiva" y "El cautivo", de Borges, que ocupaba las secciones 2.3 y 2.4. Como la última versión de esa parte está desactualizada (puede vérsela en “Entusiasmos XII 010 (5.1.0)”), copio acá lo eliminado:



1.

   Y al team Europa podemos sumarle dos inglesas, que tampoco vuelven (una por resignación y la otra por felicidad); la cita es de “Historia del guerrero y la cautiva”, de Borges:
Alguna vez, entre maravillada y burlona, mi abuela comentó su destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo; le dijeron que no era la única y le señalaron, meses después, una muchacha india que atravesaba lentamente la plaza. Vestía dos mantas coloradas e iba descalza; sus crenchas eran rubias.
   Hablan. La india rubia le cuenta, «en un inglés rústico», que «ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente». «Detrás del relato se vislumbraba una vida feral», comenta Borges. Y después de la enumeración de una docena de feralidades*
   La cuenta puede estar sesgada por el aniversario:
1) «los toldos de cuero de caballo,
2) las hogueras de estiércol,
3) los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas,
4) las sigilosas marchas al alba;
5) el asalto de los corrales,
6) el alarido y
7) el saqueo,
8) la guerra,
9) el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos,
10) la poligamia,
11) la hediondez y
12) la magia.»
, agrega (tal vez en estilo indirecto libre):
A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto.
   No se nos dice si la respuesta la satisfizo, pero sin arriesgar mucho podemos suponer que no. Si ya le resultaría inaceptable algo tan lejano y ajeno como la felicidad salvaje de cualquier salvaje, mucho más la felicidad salvaje de «una inglesa», que la interpela de raíz. Menos mal que el segundo encuentro amplifica la diferencia cultural, como para dejar bien en claro lo equivocada que está esa felicidad híbrida.
   Volver de noche a la vida feral es la penúltima feralidad registrada de «la otra». La última será pasar a caballo por donde un hombre degüella una oveja y tirarse al suelo para beber la sangre caliente. (Más feral no se consigue. Falta que sea la única india que lo hace.)
   El «indio de ojos celestes» de “El cautivo” también elige volver a «su desierto» (a su intemperie). Él «no podía vivir entre paredes» y a ella «todo parecía quedarle chico: las puertas, las paredes, los muebles». Ahora, las diferencias. A ella le cuesta, pero logra entender y hacerse entender en inglés; dialoga. En cambio, él «ya no sabía oír las palabras de la lengua natal»; lo suyo fue todo gestual, gutural y factual: «bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán», su ruta.
   Los modales y los modos son animalescos, pero su experiencia lo reconecta con lo civilizado. Y para tenerla no anda como un animal tirándose de otro animal para beber sangre de un tercer animal. Su éxtasis lo alcanza reencontrando un cuchillo que de pibe había escondido en la cocina. Tranca.
   Las feralidades de ojos celestes se compensan: ella está alta en Lengua e Historia y baja en Conducta; él, al revés. Tiene una inteligencia humana estancada en su último estado civilizado, «trabajado por el desierto y la vida bárbara», y tiene la inteligencia de un niño (europeo) o de un animal, como buen salvaje: «Yo querría saber (...) si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa» (en la inserción inversa, el bárbaro que cambia de bando porque lo deslumbra la ciudad de Ravena «sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla»).
   Las dos inserciones de la civilización en la barbarie tienen la falsa modestia de su autor. Sí, son casos fallidos de restitución: ni la abuela de Borges recupera a la inglesa para la causa ni los padres a su hijo. Pero justamente: gente como uno optando como uno de esos es (presentado como) el fracaso de una recuperación «movida por la lástima y el escándalo».
   El relato no habla de, pero habla desde una superioridad cultural y moral; habla de la eficacia con que se puede privar de ella a la víctima infantil de un malón, hasta el punto de que no la prefiera de adulta (un Síndrome de Estocolmo a nivel de culturas, se diagnostica desde la europea). Porque se supone que la debería preferir, ¿no? Si la prefiere un bárbaro ni bien la conoce, ¿cuánto más un asalvajado que la conoció en su infancia? En materia de diferencias culturales, dime qué supones y te diré qué prejuzgas.

2.

   En la inserción inversa, el guerrero Droctulft que compone Borges (muy distinto al de sus fuentes Croce y Pablo el Diácono) es el bárbaro que elige la cultura superior, fascinado ante su mejor obra:
Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro; era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud. Ve el día y los cipreses y el mármol. Ve un conjunto, que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal.
   Como la dirección de la mudanza es crucial, la banda sonora de esta parte son dos versos de “¿Por qué no puedo ser del Jet-Set?”, de Soda Stereo:
♫♪ Lo que para arriba es excéntrico,
para abajo es ridiculez
♪♫
   La elección de rebajarse a la barbarie fue una traición de la inglesa. Con su elección de elevarse a la civilización, Droctulft «no fue un traidor [...]; fue un iluminado, un converso»:
Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena.
   Los casos del guerrero y la cautiva «pueden parecer antagónicos» montados sobre una estructura que no cambia: arriba la civilización, abajo la barbarie. La moral de esos flujos es rígida: si estás arriba no bajes y si estás abajo subí. Integrando los casos de los dos tríos de hermanas, la estructura tiene otras caras, todas con la misma polaridad: ciudad y pueblo (o menos), capital y provincia, cultura y naturaleza.
   Resumiendo, mujeres del primer término han sido transplantadas en el segundo. (Del humor también se dice que es poner algo ahí donde no va.) Desde el autopercibido centro citadino, capitalino, civilizado y/o cultural, ese trasplante se ve como destierro, extravío, aislamiento, encierro.
   Desde la misma perspectiva, el trasplante inverso de un voluntario se ve como una conversión redentora, que «si no es verdad como hecho, lo será como símbolo». El
En la Casa de la Independencia, en San Miguel de Tucumán, el 15 de enero de 2010.

   No dio para volver a hacer el cartel, incluso si en vez de redactarlo de nuevo escribían lo mismo pero con las comillas de entrada. Dio para agregárselas a mano pretendiendo prolijidad y dejando en evidencia a las infiltradas.
   La regla de un parche es que no se note. Si no te importa tanto que sí, es que tampoco te importa tanto la exposición que montaste, por un lado, y la parte afectada, por el otro. Porque no hubiera sido igual 'equivocarse' despectivamente con los vecinos de la ciudad, si hubiera sido factible.
   Con las caracterizaciones de los usurpadores no hubo ningún 'error', y si lo hubiera habido no habrían aceptado de arriba una respuesta tan desganada como una corrección manual, ni los curadores la habrían siquiera intentado. Y si hubiera pasado por esta serie de guardianes cada vez más poderosos, el cartel no habría durado expuesto más de 1 ó 2 quejas y se habría aducido que fue un sabotaje.

"indio infiel"
que los cristianos capturan y reparten en sus ciudades como servidumbre y mano de obra esclava, o que exhiben en museos de ciencias naturales y en zoológicos, son incrustaciones civilizatorias más fieles a los hechos y a los símbolos usuales de la segunda mitad del siglo XIX en Argentina.




Esto que saqué va a ser (o a formar parte, si crece) un ensayo independiente, todavía sin título, que estará linkeado desde este ensayo: al último párrafo de la sección 2.2 le agregué lo que era la primera frase de la siguiente sección: «Y al team Europa podemos sumarle dos inglesas, que tampoco vuelven (una por resignación y la otra por felicidad).» (PD del 18-4-21: Esta versión del análisis fue la base de lo que preparé para el primer programa de radio del que participo en mi vida, con Mariano y Teté, "Vos sabés que sí", que salió ayer de 17 a 18 por Radio Rebelde, AM 740.)
Hice otros cambios menores en "Entusiasmos XII", algunos dentro de las dos secciones sacadas. El ensayo ahora quedó así:







1.

   Los años no vienen solos y la docena arranca con una huevada: un requisito del entusiasmo es el sentido. Si no se lo vieras —y mucho— a lo que hacés, mal podría entusiasmarte. (La condición es necesaria, no suficiente: podrías verle mucho sentido pero odiarlo, o simplemente no entusiasmarte.)
   En algún archivo de TV estará René Higuita haciendo el escorpión en Wembley mientras suena
♫♪ La melancolía de morir en este mundo
y de vivir sin una estúpida razón
♪♫
   Mínimo, es una sincronización contrastante. Higuita haciendo su gracia, que es una pequeña proeza, rebasa de sentido y de felicidad por su obra airosa y exitosa, después de ensayarla unos 7 años. Él ahí está en las antípodas del que habla en la canción, a la máxima distancia de plantearse la melancolía de morir o el sinsentido de vivir, lejos de sentirse finito o limitado. Está en el momento donde más absurda nos resultaría su muerte involuntaria (e inverosímil su suicidio), en medio de la actividad y de la confianza ciega en el sentido (particularmente, en el sentido de lo que hace).
   Por mi parte, aprovecho esas líneas de Fito para volver a la conexión muerte/sentido. Preguntarse por el sentido de la vida es preguntarse a la vez por el de la muerte, o sea, es preguntarse por el sentido de la vida en razón de que es finita: qué sentido tiene morir, deshacer lo hecho, y qué sentido tiene vivir haciendo lo que la muerte y el olvido van a deshacer.
   En resguardo del sentido imaginamos identidades que niegan o relativizan la muerte y el olvido. La planta de la resurrección, por ejemplo, bajo nuestra mirada tiene una existencia intermitente, que parece burlar la muerte una vez al siglo:

   Otra negación de la muerte y el olvido es la carrera de postas que imaginé en “Entusiasmos X”: un pehuén le pasa el testigo a Zambullidas en 2008, que fantasea cumplir otros 214 años en 2222. Menos heterogénea es la continuidad de tres hermanas «que emergen de manera imprevista en diferentes sitios del planeta».

2.

Las tres hermanas

En esta ciudad, saber tres idiomas es un lujo superfluo, un apéndice innecesario, el sexto dedo.
      Chéjov (Las tres hermanas)

   Un adolescente (tímido y temerario) se internó a caballo en la selva del Sur Chileno, y al anochecer comprendió que se había perdido. “La noche y la selva, que fueron mi regocijo, me llenaron de pavor”, recordó mucho después. Ocurría esto en 1918 (o tal vez 1919) y en un instante efímero y eterno, como todos los instantes que el miedo inmoviliza.
   Milagrosamente, halló refugio en una mansión de tres hermanas francesas, dueñas de un aserradero también “extraviado” en la extensión selvática y montañosa. Lo recibió primero “una señora de pelo blanco, delgada y enlutada”, que lo hizo entrar a uno de los salones, donde lo aguardaba una mesa redonda de manteles impecables, candelabros de plata y luminosa cristalería. Dos señoras más, “idénticas a la primera”, llegaron en seguida. Las tres habían nacido en Avignon, y hacía ya treinta años que habitaban en ese hueco de la selva. Todos sus familiares habían muerto, y juntas custodiaban el solitario esplendor de aquellos recónditos salones, como si vivieran en el fondo del mar.
   Durante la cena, el joven visitante habló imprevistamente de la poesía de Baudelaire, y observó que al pronunciar ese nombre, “Baudelaire”, las tres hermanas se estremecieron.
   —¡Baudelaire! —exclamaron con unánime excitación. Es la primera vez que se pronuncia su nombre en estas soledades. Tenemos aquí Les fleurs du Mal...
   Con pudor reverencial, el joven recordó mucho más tarde que las tres mujeres le dedicaron “una leve mirada de lejanísima coquetería”. Cuando lle­gó el amanecer, el joven regresó a su caballo e inexplicablemente se fue sin despedirse.
   Cuarenta y cinco años después de aquel encuentro, ya memorialista, Pa­blo Neruda termina esta breve historia con un interrogante: “¿Qué se habrá hecho de aquellas tres señoras desterradas con su Fleurs du Mal en medio de la selva virgen?”. Se advierte que la pregunta es sólo ritual, y tiene por úni­co objeto demorar la respuesta ine­vitable: “Habrá sobrevenido lo más sim­ple de todo: la muerte y el olvido”.
   “Quizás —agrega— la selva devoró aquellas vidas.” Pero ¿será este el de­sen­lace, esta la historia, y nada más? ¿No sostenían las tres hermanas una bandera invisible? ¿No pertenecían a una cofradía dispersa y obstinada de la que también era miembro, acaso sin saberlo, el joven visitante?
   ¿No protegían una llama inmemorial contra el viento asesino, destructor de pirámides, que promueve la indiferencia de las lianas? ¿No eran las Tres Marías de la Tierra? Quizás algo de esto sugiere Neruda cuando grita de pronto: “¡Honor a estas tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon para mantener un antiguo decoro!”. Pero aun más todavía, ¿no eran esas tres señoras francesas, en realidad, las mismas “tres hermanas” rusas de las que habló Chéjov, y que emergen de manera imprevista en diferentes sitios del planeta? Perdidas bajo un cielo de provincia, soñaban con Moscú y estudiaban francés, inglés, italiano. En el sur de Chile, leían a Baudelaire. Neruda no recuerda sus nombres, pero los conocemos por Chéjov: se llamaban Irina, Masha y Olga. Y Dante las cantó en su más bella canción de amor: “Tre donne in torno al cor mi son venute” (tres damas a mi corazón llegaron). Si la selva pudiera devorarlas, ¿qué sería de nosotros?


“Las tres hermanas”, de Thomas Moro Simpson, en Dios, el mamboretá y la mosca (Siglo XXI Editores, Madrid, 1993, pág. 15).


   Emergen italianas, rusas, francesas... para proteger «una llama inmemorial contra el viento asesino, destructor de pirámides, que promueve la indiferencia de las lianas». (Andá a buscarla al ángulo, planta de la resurrección.) Emergen como «una cofradía dispersa y obstinada», sosteniendo «una bandera invisible», para oponerse a la más simple conjetura que hace el Neruda memorialista sobre su destino y su sentido: «la muerte y el olvido». Emergen bajo una supraidentidad para que la selva no pueda devorarlas: para ser inmortales.
—¡Qué supraidentidad tan grande tienes!
~Para que no me comas mejor.

   Es un trabajo en equipo. Con «la indiferencia de las lianas», la selva devora lo que el viento se llevó puesto. Se apaga la llama y poco después se termina de disipar el humo. Eso es todo. Primero te perdés vos y después, más tarde o más temprano, se pierde tu rastro. La pirámide que todavía no se hizo polvo, ya se hará. Nadie espera eternamente la nada.
   Ahora bien: esto, que «es lo más simple de todo», es lo que cree Neruda y lo que creo yo, pero no Thomas Moro Simpson, que hace su primera pregunta ritual: «Pero ¿será este el de­sen­lace, esta la historia, y nada más?». Y entonces vienen la bandera invisible, la cofradía dispersa y obstinada, la llama inmemorial y el viento asesino del que ellas la protegen, las Tres Marías de la Tierra, y finalmente la identidad con las tres hermanas de Chéjov y las tres damas de Dante. Este trío de tríos cambia el desenlace del Neruda memorialista; es ese algo más que nos hace digerible la historia (porque «¿qué sería de nosotros si la selva pudiera devorarlas?»).
   Todavía a la mayoría le provoca una desorientación desasosegante imaginarse la inexistencia de un sentido trascendental que compense la muerte del cuerpo con la inmortalidad del alma (y afines) o del rastro dejado. Ese extravío rima con el del Neruda adolescente y el de las hermanas francesas y rusas. Antes de ir a los de ellas, que son extravíos metafóricos, pasemos por el único literal del inventario.

2.1

   Neruda, con 14 ó 15 años, se metió a caballo en la selva del Sur Chileno y «al anochecer comprendió que se había perdido». Moro Simpson reproduce las palabras del memorioso: «“La noche y la selva, que fueron mi regocijo, me llenaron de pavor”». El instante de ese pavor saturado («efímero y eterno, como todos los instantes que el miedo inmoviliza») es de incertidumbre: no sabés qué esperar, no sabés qué mover, y cualquier novedad te parece peligrosa; tu único deseo es imposible, te cantan los Fabulosos Cadillacs en “Demasiada presión”:
♫♪ Quisieras volver el tiempo atrás,
pero lo que vuelve es esta noche y nada más
♪♫
   Como nos recuerda la pandemia, la incertidumbre hace que experimentes mucho la existencia porque la tenés amenazada (la certidumbre de una felicidad o goce mayor al actual hace que experimentes mucho la existencia porque la tenés estimulada). En la incertidumbre, experimentás la existencia con un pie en el presente (necesitás saber y no sabés...) y el otro pie buscando pisar firme en el futuro (...qué va a pasar...) y temiendo no lograrlo (...y eso te angustia).
   La forma cultural de llevar una existencia cuenta con un efecto invisible de tan evidente: la suspensión, el olvido transitorio de la incertidumbre.
   Si jugás a salir de la normalidad, de lo previsible, de lo guionado por tu cultura, si te quitás toda esa ropa, debajo encontrás incertidumbre: ves a alguien que existe, que sabe que ha llegado hasta acá y no sabe a cuánto más llegará ni cómo.
   Fuera de este juego, en cambio, sabés que mañana vas a cumplir con algunos roles (familiar, laboral, de pareja, de amistad, de vecindad, de cliente, etcétera). Cualquiera y cada uno de esos roles te da certidumbre: en cada caso, está estipulado qué debes hacer y qué te va a pasar si hacés lo que debés o si variás y por cuánto.
   Sin esos roles (o sea, haciendo abstracción de algo tan constitutivo como la vida social), caen también las certidumbres que ofrecen; y no tener certidumbres es propio de presas (hoy estamos, mañana no sabemos).
   Con la vida que vas llevando pasa lo mismo que en la selva de noche: si te perdés, perdés. Para evitarlo, adoptás un sentido de vida, que es GPS y salvavidas. Este extravío existencial ya es metafórico, como los dos que nos quedan por ver (uno espacial y otro temporal). A él volveremos cuando hable con más detalle de Irina, Masha y Olga.

2.2

   Además de ser efímera, la zambullida de la rana se produce en un punto no determinado de la ciénaga infinita. Son igual de efímeras y están igual de perdidas en una inmensidad las vidas de damas refinadas incrustadas en un entorno salvaje («tres señoras desterradas con su Fleurs du Mal en medio de la selva virgen», «dueñas de un aserradero también “extraviado” en la extensión selvática y montañosa») o en un entorno provinciano (tres hermanas moscovitas que, «perdidas bajo un cielo de provincia, [...] estudiaban francés, inglés, italiano»).
   Leer a Baudelaire y custodiar «el solitario esplendor de aquellos recónditos salones, como si vivieran en el fondo del mar», es luchar «para mantener un antiguo decoro» en medio de una «salvaje soledad». El refinamiento francés es conservador; el ruso, inútilmente progresista «en esta ciudad», donde es «un lujo superfluo, un apéndice innecesario» (en todo caso, algo ajeno: es una herramienta de progreso que pertenece a la ciudad a la que les gustaría volver a pertenecer).
   Como se ve, el extravío no es sólo en el espacio. En ambos tríos de hermanas, eso que las entusiasma es lo que indica en qué tiempo distinto del presente están, ellas y sus sentidos de vida: el trío francés, en el pasado de una nostalgia (que las estremecía y excitaba con Baudelaire); el trío ruso, en el futuro de una esperanza («soñaban con Moscú»).
   La diferencia es de etapas. Cuando la obra de Chéjov termine, las jóvenes rusas habrán abandonado esa esperanza y se estarán acomodando en el destierro que las canosas francesas conocen hace 30 años.

   Con un poco de prestidigitación se puede sumar un tercer trío a la cofradía: Julia de ***, Julia Montes y Julia Castro-Alares también tienen interiores fuera de contexto en enclaves aislados («en el último rincón del mundo hemos descubierto ... algo así como una reina destronada»). Pero a diferencia de las francesas y las moscovitas, las españolas Julia de *** y Julia Castro-Alares y la apátrida Julia Montes volvieron a donde nacieron y se criaron, después de un viaje de varios años de livin' la vida loca. Y al team Europa podemos sumarle dos inglesas, que tampoco vuelven (una por resignación y la otra por felicidad).

3.

   Hay un metadato que el epígrafe de Moro Simpson no llega a mostrar: Las tres hermanas tiene el mismo tema que “Las tres hermanas”; en palabras de Neruda, la muerte y el olvido (o sus negaciones). Quien habla ahí es Masha, la hermana del medio. La traducción que voy a usar le hace decir algo parecido:
—Saber tres idiomas, en esta ciudad, constituye un lujo superfluo. Ni siquiera es lujo, sino una especie de apéndice inútil, algo así como un sexto dedo. ¡Sabemos muchas cosas inútiles!*


   Superfluo sí, lujo no. Ese saber es inútil, no suntuoso. No es un gol de taquito, que se podría o no haber resuelto más fácil (innecesario o necesario, el lujo sirve: el gol vale igual). Tampoco es una segunda pelota en la cancha, que haría detener el juego; es supernumerario pero inocuo. Más bien es como saber esquiar viviendo en Cuba.
   Contextualicemos el momento de la frase. Es el santo de Irina (y el primer aniversario de la muerte del padre) y la casa es visitada por militares conocidos. Masha, que andaba melancólica, se estaba despidiendo antes del almuerzo; ya se había puesto el sombrero. Entonces llega un nuevo visitante, el teniente coronel Vershinin, antiguo amigo del padre y flamante jefe de la batería.
   Spoiler: Masha le dará un largo y apasionado beso de despedida cuando al final de la obra Vershinin se marche de la ciudad porque los destinan a otro lado.
   Pero para eso falta casi todo el drama y toda su historia de amor frustrado (también él está casado y tiene dos hijas; su esposa cada tanto intenta suicidarse). Aquí y ahora,
   Masha escucha al verborrágico Vershinin contradecirla y desiste de irse:
VERSHININ —¡Esa sí que es buena! (Se ríe.) ¡Saben muchas cosas inútiles! Me parece que no hay ni puede haber una ciudad tan aburrida y triste en la cual resulte innecesaria una persona inteligente e instruida. Supongamos que entre los cien mil habitantes de esta ciudad, atrasada y poco culta, desde luego, no hay más que tres personas como ustedes. Es evidente que ustedes no van a poder vencer a la masa ignorante que las rodea; en el transcurso de toda su vida, poco a poco, deberán ceder terreno y perderse en esta masa de cien mil personas; la vida las absorberá, pero no por esto van a desaparecer, a pasar sin dejar huella; cuando desaparezcan, personas como ustedes habrá, quizá seis; luego doce, y así sucesivamente hasta que, al fin, la mayoría será como son ustedes. Dentro de doscientos o trescientos años, la vida en la Tierra será inimaginablemente hermosa, sorprendente. El hombre necesita una vida así, y aunque todavía no se dé, ha de presentirla, ha de esperarla, ha de soñar con ella, ha de prepararse para ella; por esto ha de ver y saber más de lo que veían y sabían su abuelo y su padre. (Se ríe.) ¡Y se quejan de saber demasiado!
MASHA (Se quita el sombrero.) —Me quedo a comer.
   La oferta fue irresistible. Si Masha fuera ricotera, cantaría por acá:
♫♪ “Tu existencia dejará una marca que la recuerde: la vida será genial en el futuro gracias a ustedes y no se las olvidará”,
dijo, y me conquistóoo...
♪♫
   Las tres hermanas están atrapadas en una capital de provincia que les deparó la carrera militar del padre, que al principio del drama está cumpliendo 1 año de muerte. Pero Masha además está atrapada en su matrimonio. No puede sumarse al sueño de volver a Moscú porque su lugar es junto a su marido, que la ama sin ser amado (y sin moverlo de ahí esos besos de despedida que su esposa le dará a Vershinin).
   En este contexto, el teniente coronel ofrece lo que Masha anda necesitando: la sensación de amar y ser amada; el ensueño de una salida de su doble cautiverio, provincial y conyugal; y un sentido para todo esto, una justificación, aunque sea futura, y mejor si es un aporte a algo inimaginablemente hermoso y sorprendente.
   Aporte fundacional, dado que la progresión geométrica de inteligentes e instruidas arranca con ellas: 3, 6, 12, ... Con 15 duplicaciones serían 98.304: una mayoría desde holgada (si el total de la ciudad siguiera siendo de 100.000 personas) hasta ajustada (si fuera mayor pero sin llegar a ser el doble).
   El arranque es con 3 y no 4 porque el hermano Andrei no cuenta, aunque el tema haya salido de que él quería traducir un libro del inglés. Andrei no habla de la inutilidad de saber tres idiomas, sino del sufrimiento que costaron:
Mi padre, que Dios le tenga en gloria, nos tenía amarrados a la instrucción. Es ridículo y estúpido, pero he de confesar que, después de su muerte, empecé a engordar y en un año he engordado como si realmente mi cuerpo se hubiera liberado de un yugo. Gracias a nuestro padre, mis hermanas y yo sabemos francés, alemán e inglés, e Irina sabe, además, italiano. ¡Pero lo que todo eso ha costado!
   A continuación, Masha dice que ahí es superfluo saber tres idiomas y Vershinin le responde que de ninguna manera y filosofa sobre el sentido de la vida y la luz al final del túnel.
   Masha habla de una utilidad local y actual de saber tres idiomas y Vershinin le contesta con una utilidad transgeneracional. Vistos con esa amplitud y esa fe, no son saberes inútiles (o lo son ilusoriamente): son el abono contribución que favorecerá que florezcan mil flores, y más también, hasta que la mayoría sea gente como una, inteligente e instruida, y la vida sea maravillosa, y el sentido sea el de un disfrute presente y propio, no el de un sacrificio para el disfrute futuro de otros (menos te pesará esto cuanto más lo sientas un nosotros, pero siguen siendo dos sentidos de vida distintos). Insiste Vershinin:
Dentro de doscientos o trescientos años, dentro de mil —la cuestión no está en el plazo—, comenzará una vida nueva y feliz. Nosotros no participamos de esa vida, desde luego, pero ahora vivimos, trabajamos y sufrimos para ella; nosotros la creamos y en esto —sólo en esto— radica el fin de mi existencia y, si se quiere, nuestra felicidad.
   Este progreso lineal fue la respuesta de Vershinin a Tusenbach, que había dicho que en ese futuro lejano, y a pesar de varias novedades rutilantes,
la vida seguirá siendo la misma, difícil, llena de misterios y feliz. Y dentro de mil años, el hombre suspirará, como ahora: “¡Ah, qué penoso es vivir!”, y al mismo tiempo, exactamente como ahora, tendrá miedo a la muerte y no la querrá.
   Para Tusenbach no hay ni habrá nunca felicidad plena, sino la tensión de vivir penando pero no tanto como para perderle el miedo a la muerte o incluso preferirla. Para Vershinin esa plenitud está en el futuro; no ahora ni a nuestro alcance, porque
para nosotros la felicidad no existe, no debe existir ni existirá. Nosotros sólo debemos trabajar y trabajar, mientras que la felicidad está reservada a nuestros lejanos descendientes. (Pausa.) Si yo no soy feliz, por lo menos lo serán los descendientes de mis descendientes.

3.1

   Unos 40 años después que Chéjov, Borges le hace escribir algo similar a su bibliotecario babélico, aunque en clave fantástica:
Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
   Ese ser es el «Hombre del Libro», un lector hipótetico del también hipotético «libro total», que es «la cifra y el compendio perfecto de todos los demás». El crecimiento generacional del saber que profetiza y evangeliza Vershinin tiende a una totalidad similar; le dice a Masha: «tiene que saber más y ver más de lo que supieron y vieron su padre y su abuelo».
   En su utopía de progreso, Vershinin no desea que haya habido un individuo afortunado («¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!»), «análogo a un dios»; en vez de eso, asevera que habrá una mayoría «inteligente e instruida», «dentro de doscientos o trescientos años», que creará finalmente la vida que el hombre necesita. Mientras no la tenga, «ha de presentirla, ha de esperarla, ha de soñar con ella, ha de prepararse para ella!».
   Y eso es lo que hace en 1578 San Juan de la Cruz, que «en esta noche oscura de esta vida» puede ver «por fe» la otra, la posta, la eterna fuente de toda vida, sin límites espaciales ni temporales (sin origen y origen de todo, incluyendo toda luz), insuperablemente bella: divina. El poema se llama “Que bien sé yo la fonte” (a.k.a. “Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe”), pero pongo el fragmento de la letra que canta Rosalía donde están estos saberes que él tiene aunque es de noche:
♫♪ Sé que no puede haber cosa tan bella,
y que cielos y tierra beben de ella,
aunque es de noche,
aunque es de noche,
aunque es de noche.

Bien sé que suelo en ella no se halla
y que ninguno puede vadearla,
aunque es de noche.

Su claridad nunca es oscurecida
y toda luz de ella es venida,
aunque es de noche
♪♫
   Hasta la disolución de la URSS, mi padre tenía una fe así de larga pero en una humanidad socialista que ni él ni sus nietos iban a llegar a conocer. Después, en la segunda mitad de los 90, mientras espero el 114 me dice —dos tercios en broma, uno en serio— que él espera que al menos 1 de los mundos extraterrestres posibles sea socialista. Si no va a haber socialismo en la Tierra, que haya en otro planeta, pero que haya. Y mejor si es ahora o pronto, no miles de años atrás ni dos o tres siglos adelante.
   Mi padre y San Juan de la Cruz tenían una Tierra Prometida; las tres hermanas moscovitas, un Paraíso Perdido; las tres hermanas francesas, dos, uno más perdido que el otro: su juventud y Avignon (ahí donde ♫♪ todos bailan y yo también ♪♫).
   Son diferentes porque si bien tener un Paraíso Perdido es como tener una Tierra Prometida (no se lo tiene si no se desea o fantasea regresar), al revés no necesariamente; sin ir más lejos, Moisés no anduvo 40 años cantando
♫♪ ¡Ooooh, vamos a volver,
a volver, a volver,
vamos a volver!
♪♫


3.2

   Al final del drama las tres hermanas moscovitas habrán perdido la esperanza (y renunciado al deseo) de recuperar su paraíso. A la vez que se embarcan en trabajos que terminarán de radicarlas en esa capital de provincia, sufren pérdidas: Masha acaba de casi enloquecer de pena por la partida de su amado Vershinin; Irina acaba de enterarse de que, a 1 día de la boda, su prometido no amado fue asesinado en un duelo por un competidor que cumplió una amenaza (le había jurado a ella que si no era él el elegido mataría al que fuera); Olga le resume su frustración a Vershinin en la despedida:
Todo sale al revés de lo que nosotros deseamos. Yo no quería ser directora y al fin me he convertido en directora. A Moscú, pues, no iré...
   Esa pérdida y renuncia es una infelicidad, pero al menos tiene un sentido. Abrazando a las otras, la hermana mayor lo dice en el monólogo de la última escena. Olga ahí, y no Masha en el epígrafe de Moro Simpson, toca el tema principal de la obra, que es el mismo que el del ensayo (la muerte y el olvido) más el sentido de vivir y de sufrir («el porqué de todo esto», acababa de decir Irina):
Pasará el tiempo y nos iremos para siempre. Se olvidarán de nosotras, olvidarán nuestros rostros, nuestras voces y cuántas éramos; pero nuestras penas se transformarán en alegrías para los que vivan después que nosotras, la felicidad y la paz reinarán en la tierra; los hombres encontrarán una palabra amistosa para los que vivimos ahora y nos bendecirán. Oh, mis queridas hermanas, nuestra vida aún no ha terminado. ¡Viviremos! ¡Esa música es tan alegre, tan gozosa! Un poco más, y sabremos para qué vivimos, para qué sufrimos...¡Si pudiéramos saberlo, si pudiéramos saberlo!
   El sentido que se busca no es un fin en sí mismo; es un medio para encontrarle un valor a la vida, venga o no sufrida o frustrante. (No importa cuándo leas esto.)


domingo, 4 de abril de 2021

Las alternancias 002 (1.0.0)




Le hice varios cambios al ensayo “Esquemas e historietas (La diferencia ser-estar) 3/4 Las alternancias”, tanto de contenido (retoques, breves agregados y muchas supresiones) como de estructuración (ya no hay sección 4, son subsecciones de 3). En relación con lo que había quedado en “Las alternancias 001 (0.1.0)”, así se ve ahora el ensayo:




1. El encuentro entre ser y estar

   Ya estamos en condiciones –y tal vez algo demorados– para entrar de lleno en nuestro tema principal, la diferencia entre ser y estar.
   El verbo estar es como una provincia emancipada de la República que es ser (que en otras lenguas –recordemos to be– está unificada). La comparación sirve para sugerir no sólo el aire de familia que liga a los dos verbos, sino también su desproporción territorial: frente a la compleja extensión de ser, las dos parcelas (estado y ubicación) que forman el territorio de estar parecen un reducto, de dimensiones estables o acaso en repliegue.
   Si cabe esperar de la lengua una asimilación de funciones, sospecho que preferirá la que puede hacer el verbo ser respecto de los roles propios de estar, más que la inversa. Para decirlo con un ejemplo: nos resulta más digerible el heterodoxo “Soy loco por ti, América” que el profano “Estoy fotógrafo”.
   No obstante este desequilibrio territorial, la distribución de los aspectos de una identidad es precisa: el verbo ser se encarga de los aspectos estáticos o sincrónicos; el verbo estar, de los dinámicos o diacrónicos. Comencemos el relato del encuentro ser‑estar con el examen de este reparto, para luego tratar los asuntos de la alternancia.

2. La sincronía de ser, la diacronía de estar

   Tiene sentido catalogar a Juan como luthier si además de esa en el universo hay otras clases, como las hay. Tiene sentido definir "luthier" como persona que hace instrumentos musicales si hay al menos algún otro concepto que se deje definir de otra manera (como de hecho sucede, y en abundancia). Tiene sentido identificar a Juan como el luthier que vive en la otra cuadra si hay algo o alguien que sea otra cosa que eso. Tiene sentido caracterizar a Juan como alto si hay alguien que no lo sea.
   Probemos transgredir todas y cada una de estas condiciones. Imaginemos un universo de una única entidad maciza, una singularidad absoluta e inanalizable, sin otro rasgo que su existencia. (No conviene imaginar una entidad enorme como el universo, así lo abarca: para eso ya está el universo; si esta idea no nos abandona, conviene imaginar el universo reducido a un punto –sin dimensión– que, por ser único, no sea una posición en algún espacio.)
   De semejante entidad sólo se podría decir que es, que existe; los valores relacionales del verbo ser le serían superfluos: no habiendo, por hipótesis, diferencia alguna respecto de esa entidad, no pudiendo distinguirla de nada, no tendría sentido decir qué es (ni, por lo tanto, definir eso que es), cuál es, ni cómo es (o sea, categorizarla, identificarla y caracterizarla). Cuando introduje estas operaciones, postulé el caso de una existencia sin identidad, que resultaba de inhibirlas; aquella inhibición de los predicados de identidad es ahora el resultado de los términos y condiciones con que se reedita el caso.
   A esa entidad monolítica agreguémosle el atributo de la inmutabilidad; no sólo no hace nada (¿con quién o qué podría hacerlo, si es única y no tiene partes?), sino que nada le sucede: no se mueve, no envejece, no se pudre, no es castigada, etc. Si se la mira bien, esta segunda privación –que podría ser postulada de un modo independiente– está contenida en la primera, por lo que más que un agregado se trata de un desarrollo suyo: pasamos de la negación de la acción y del análisis a la negación de la pasión.
   Que algo se mueva supone que ocupa un espacio; además de tener prohibida esa compañía, la ocupación, incluso inmóvil, revelaría la presencia de partes, una más al Sur o más al Este que otra u otras. Para que algo envejezca o se pudra, componentes internos deben ajarse. Y un castigo, desde luego, requiere dos actores.
   Los atributos inferidos de esta entidad hipotética recuerdan los que argumentaron sobre el ser Parménides (Sobre la naturaleza) y Meliso (Sobre la naturaleza o sobre el ser, glosado por Simplicio en su Física y De caelo). Véase Parménides / Heráclito, Fragmentos, Ediciones Orbis, Madrid, 1984.
   Abolidos los acontecimientos, pierde sentido hablar de sus resultados eventuales o efectivos, o sea, de estados y ubicaciones (espaciales o temporales). Mal podría decirse de nuestra entidad que está en tal sitio o posición o a tal distancia y en tal momento, si no hay otro sitio, posición o distancia en su inexistente historial. Aun concediéndole la compañía del fuego, mal podría decirse de ella que está cocida, si no es posible que esté cruda o quemada, o sea, si no es posible la diferencia de estados.
   Segunda hipótesis o mero desarrollo de la primera (que nos dejaba sin predicados de identidad), la inmutabilidad nos deja sin predicados de estado y de ubicación (cómo, dónde y cuándo está eso). El corolario de estos experimentos puede sintetizarse así: sin diversidad no habría ser, sin cambio no habría estar; en suma, sin diferencia –ni sincrónica ni diacrónica– no habría ser y estar (y tampoco habría identidad, ya que tampoco habría diferencia entre identidad y diferencia).
   Hay ejemplos gramaticales de esta lógica. Veamos dos, uno sin eventualidad posible y otro con.
   Las palabras con más de 1 sílaba –los plurisílabos– tienen una que es fuerte (sílaba tónica) y otra u otras que es o son débiles (sílabas átonas). La tilde explicita cuál es la sílaba fuerte de un plurisílabo. Esa explicitación es obligatoria para la sílaba tónica de una palabra esdrújula o sobresdrújula y está prohibida para la sílaba tónica de una palabra aguda no terminada en n, s o vocal y para la sílaba tónica de una palabra grave terminada en n, s o vocal. Pero algo distinto a tener obligada o prohibida esa explicitación es que no tenga sentido hacerla porque no hay nada para explicitar o dejar implícito.
   Los monosílabos sólo pueden tener tildes diacríticas (para diferenciar el pronombre personal él del artículo definido el, por ejemplo). ¿Por qué por default no se tildan? Porque con ellos ya no existe la necesidad diacrítica de distinguir la sílaba tónica de las átonas por acción o por omisión de una tilde. La única sílaba que tienen no es fuerte ni débil: ¿comparada con cuál sería fuerte, si no hay otra? Sería como decir que salí primero en una carrera que corrí yo solo (y no por abandono del resto, sino porque así es esa "carrera"); no sería menos absurdo que decir que salí último.
   Del mismo modo, no tiene sentido decir que en “Juan duerme” Juan es el núcleo del Sujeto y duerme el núcleo del Predicado, si en cada miembro de esa oración bimembre no hay algo más, algo que no sea núcleo (como serían una Aposición de «Juan» o un Circunstancial de «duerme», por ejemplo). Tendría sentido sólo si se quisiera marcar una diferencia eventual en vez de una real: en ese Sujeto (o en ese Predicado) no hay algo que no sea núcleo, pero podría haber. En cambio, en un monosílabo no hay ni podría haber otra sílaba. El Sujeto seguiría siendo Sujeto con una Aposición modificando al núcleo (“Juan, el hermano de Pedro, duerme”); el monosílabo dejaría de ser monosílabo con 1 (una) sílaba más.
   La diferencia que necesita ser es sincrónica; la que necesita estar, diacrónica. Para argumentarlo, retomemos la escena del inicio. Juan es alto comparado, por ejemplo, con María, que también lo es, y comparado con Pedro, que no lo es; fuera de esta dialéctica, el rasgo carece de sentido. La identidad y su categoría no son menos relativas que la altura o cualquier otra característica: Juan es Juan a condición de no ser María, Pedro ni el resto, y de que María, Pedro y el resto no sean Juan; y lo mismo ocurre con el concepto de luthier, sin el cual no entenderíamos eso que es Juan.
   Estas comparaciones implícitas en las predicaciones de identidad son sincrónicas: lo que no es –el espectro de la diferencia– es contemporáneo de lo que es –el recorte de la identidad–, menos por pertenecer a una misma temporalidad que por no pertenecer a ninguna. A las relaciones que dan consistencia a identidades y rasgos de identidad les basta con 1 (un) instante; no suponen ninguna sucesión temporal, más allá de que sea posible –y usual– narrar el devenir de una identidad.
   Se haga o no esta narración, una identidad es comparable con otras identidades en abstracto, con prescindencia de sus locaciones temporales; si se la hace (por ejemplo, “Antes Juan era petiso; ahora es alto”), a esa comparación sincrónica de base se le agrega la comparación entre dos momentos de la identidad en cuestión. Las equivalencias y clasificaciones que opera el verbo ser, que son atemporales, no tienen responsabilidad en la diacronía de un cambio de identidad o de rasgo de identidad, como ya vimos en el primer ensayo.
   Es el turno del verbo estar. Lo que significa estar desafinado necesita del contraste con lo que significa estar afinado. Pero el estado que comunica “El cello de Juan está desafinado” implica una comparación con el propio estado de afinación que supo tener ese cello alguna vez o que podría tener en el futuro. Y si el cello está en su estuche, entendemos esa ubicación en conexión con otra que el mismo cello tuvo en el pasado o tendrá en el futuro (independientemente de que el sentido de un estar en el estuche precise el de un estar fuera del estuche).
   Corolario: la diacronía de la diferencia que necesita estar es el historial (o secuencia) en que debe participar un estado o una ubicación para ser tales.

3. Alternancias y pseudo-alternancias

   Es relevante decir que dos frases difieren sólo en sus verbos en la medida en que la diferencia de sentido entre los verbos no nos resulte clara; de otro modo, es ocioso, como en los casos de oposición (entre, por ejemplo, “Juan compra una casa” y “Juan vende una casa”) y también en los de sinonimia (“Juan dialoga con María”, “Juan conversa con María”). Pero no es ocioso, por sutil, en los casos de complementación. Uno de éstos es la relación entre ser y estar.
   La diferencia no es uniforme: ser y estar no guardan una distancia idéntica en todas sus performances. Y a mayor distancia, mayor coincidencia de ser con to be (o similares). Ningún principiante no ganado por la teoría de lo transitorio y lo permanente optaría por *Estoy estudiante en vez de “Soy estudiante”; pero pocos conocen, en los inicios, la posibilidad o las consecuencias de optar entre “Soy alto” y “Estoy alto”.
   El primer ejemplo es el de una alternancia imposible; el segundo, el de una alternancia posible y en uso (las frases dialogan). Hay también alternancias posibles pero sin uso (al diálogo le falta una voz) y pseudo-alternancias (las frases no dialogan). Resumiendo, están las frases que alternan, las que parecen alternar, las que no alternan porque no pueden y las que no alternan pudiendo. Empiezo por las que parecen alternar.
   En una pseudo-alternancia difiere el significado de las palabras idénticas que acompañan a ser y a estar en los predicados (y que, sintácticamente, juegan de predicativos subjetivos). Un ejemplo es la "alternancia" entre la ubicación de “La ventana está alta” y la característica de “La ventana es alta”: en el primer caso, alta vale por en lo alto, a una altura elevada, lo cual es una circunstancia de (el emplazamiento de) la ventana; en el segundo caso, alta vale por alta, lo cual es una cualidad de la ventana.
   La primera ventana puede ser de 30x30 centímetros, mientras esté emplazada a no menos de unos 2 metros del piso; la segunda puede nacer del piso o a 12 metros de altura, pero debe tener una estatura respetable.
   Otro ejemplo es la pseudo-alternancia entre el estado de “Juan está vivo” y la característica de “Juan es vivo”: en el primer caso, vivo significa no muerto; en el segundo, listo, que aprovecha las circunstancias y sabe actuar en beneficio propio (RAE dixit).
   Resumiendo, los falsos amigos de un mismo idioma no ocupan las plazas de una alternancia con diálogo. En cambio, el adjetivo alto significa alto tanto en “Juan es alto” como en “Juan está alto”. Una frase predica un rasgo distintivo que tiene Juan; la otra, un estado que alcanzó (porque creció). La frontera más sutil que separa estar de ser es la que corre entre los participantes de una alternancia con diálogo; es ahí donde, en lugar de tener un equívoco a despejar, tenemos una diferencia a explicar.

3.1. Alternar o no alternar, esa es la cuestión

   Si digo que “Juan está sano”, hablo del estado que conservó en virtud de no haberse enfermado o del estado que, estando enfermo, adquirió en virtud de haberse sanado. Si digo que “Juan es sano”, lo que hago es caracterizarlo mediante su pertenencia a uno de estos dos conjuntos: el de las personas que hacen vida sana o el de las personas que no están enfermas (para el que un estado funciona como criterio clasificatorio). Si es la primera membresía, la frase no dialoga con su variante con estar (“sano” significa cosas distintas); si es la segunda, sí (“sano” significa lo mismo en ambas frases).
   En este último caso, el ejemplo enfrenta un estado de secuencia cíclica (por omisión –no se enfermó– o por acción –se sanó–) con un rasgo de identidad distintivo. La alternancia entre “Juan es alto” y “Juan está alto” varía el tipo de estado, que ahora integra una secuencia lineal (convengamos que Juan sólo crece, no decrece); del otro lado sigue habiendo un rasgo de identidad distintivo.
   Si digo que Juan es alto, lo caracterizo clasificándolo en el conjunto de las personas altas. Si digo que está alto, refiero el estado que adquirió en virtud de haber crecido –que significó un ponerse alto, no en lo alto (ubicación que, al igual que la de la ventana, pseudo-alternaría con la caracterización por estatura).
   Diciendo el estado hacemos una comparación implícita entre dos momentos de una misma identidad (Juan estaba petiso –no había crecido–, Juan está alto –creció–). Diciendo la característica hacemos un cotejo en abstracto de la identidad en cuestión con otra u otras a las que se asemeja o de las que difiere.
   Aprovecho este ejemplo volvedor para volver a la comparación entre un cambio de rasgo de identidad y uno de estado.
   Si la frase fuese “Ahora Juan es alto”, a la comparación implícita entre dos o más identidades se agregaría la comparación entre dos momentos de una misma identidad según un rasgo distintivo: antes Juan no era alto, ahora sí; cambió de club.
   Con ser, el adverbio «ahora» es indicio de ese cambio; con estar (“Ahora Juan está alto”), es un mero énfasis del cambio que ya el propio verbo implica. El acontecimiento detrás de esos cambios es el mismo: crecer. Pero cada cual lo metaboliza de un modo distinto. Un cambio de rasgo distintivo se resuelve en un hacerse o volverse así (alto, alegre, pelado, etc.); un cambio de estado se resuelve en un quedar o ponerse así (alto, alegre, pelado, etc.).
   Viene y no viene al caso, pero un cambio de ubicación –el otro resultado que damos con estar– se resuelve en un ponerse ahí (Juan en su cuarto –desplazamiento–) o en un poner ahí (un monumento en la Costanera –emplazamiento–; una pizza en el horno –desplazamiento–).
   En la asepsia de su abstracción, en su universo atemporal, el verbo ser teje relaciones de igualdad y de diferencia que traman, respectivamente, un conjunto (el de las personas altas) y su complemento (el de las personas no altas). En la efervescencia de un universo en curso, el verbo estar identifica las secuelas que dejan los eventos, captura los estados de los que parte o en los que se resuelve el devenir.

   Si al estado irreversible está alto no se lo quiere considerar definitivo porque puede intensificarse (muy alto, altísimo, etc.), veamos un caso inequívoco de un estado alternante definitivo, junto a otro igual pero no alternante, ambos no escalables.
   Con la caída de su último cabello, Juan está absoluta y definitivamente pelado, como muerta está la vaca. (Como ya vimos, la ausencia de una resurrección y de una recuperación capilar no son necesarias para que sean estados, sino sólo para que sean definitivos; ambas reversiones harían cíclicas las secuencias respectivas, carácter que excluye lo definitivo.)
   El estado final de la vaca no tiene correlato entre los rasgos (*La vaca es muerta no existe); el de Juan, sí. Y de un modo conocido: en “Juan es (un hombre que está) pelado”, un criterio de clasificación se apoya en un estado. ¿Por qué no pasa lo mismo con la vaca? ¿Por qué su estado, que también es el resultado de una acción, no se usa como criterio clasificatorio, propiedad suficiente de una membresía? Además de ser así de hecho (ponele), ¿hay una razón para que sea así? Antes de responder esto, completemos las parejas posibles de alternantes.

3.2. Cómo está cambia de pareja de baile: de cómo es a qué es

   Hasta ahora, los matices en las parejas corrieron por cuenta de los estados; y siempre hubo en frente un rasgo de identidad. Si hasta acá hemos visto a un cómo está x diferenciarse de un cómo es x, ahora lo veremos diferenciarse de un qué es x. La novedad no alterará el sentido de la diferencia ser‑estar argumentado con los casos anteriores; la consigno sólo para completar el elenco de alternantes. Por cierto, se trata de una categorización, y no de cualquiera, sino de una especificación. Pasemos a los ejemplos.
   Si observo que Juan hace cosas propias de alguien desprejuiciado y despreocupado del qué dirán, puedo concluir: “Juan es libre”. Esa libertad es una cualidad que le acredito en razón de un comportamiento, como cuando digo que es ordenado. Como sea, es una caracterización: responde a la pregunta de cómo es.
   Pero la misma frase, usada ahora para significar que un gobierno abolicionista lo sacó de su condición de esclavo, lo que hace ya no es decirnos cómo es Juan, sino especificar qué es, a qué categoría humana pertenece. Ya no se trata de caracterizarlo, sino de categorizarlo en cierto nivel de especificidad (en el interior del género de los seres humanos, que son los catalogables como libres o esclavos).
   Y si lo hubiesen sacado de la esclavitud a la vez que de la cárcel, habría cambiado de condición y de estado (de estar preso a estar libre): se volvió (o lo hicieron) un hombre libre y lo pusieron (o quedó) en libertad (como lo que se indica es su relación respecto de un espacio de reclusión, podría hablarse de una ubicación en vez de un estado: pasó de estar dentro a estar fuera de la prisión).
   Si bien llegamos a un qué es, falta que alterne con su cómo está, porque hasta acá "libre" no significó lo mismo en las dos frases. Para llegar a una categorización (especificación) alternante, vamos con otro Juan.
   A muchas generaciones de abolida aquella esclavitud, este otro Juan vuelve a pisar la calle después de una temporada en la cárcel y grita: “¡Soy libre!” o “¡Estoy libre!”. En lugar de una condición o estatus civil como categoría clasificatoria hay ahora un estado (o una ubicación, si se prefiere). Por eso allá podemos parafrasear “Juan es un hombre que es libre” y acá, “Juan es un hombre que está libre”.
   Y hay todavía un cuarto uso, también alternante: “Juan es libre” puede comunicar que él es miembro del club de las personas (que están) solteras y (que están) sin compromisos, o sea, disponibles; en esa línea, “Juan está libre” comunica los estados que están implicados en la otra frase como criterio clasificatorio, resultados de que Juan no se casó ni se comprometió (o que rompió su compromiso).
   Refresquemos dos constataciones. Por un lado, las tareas de ser y de estar no cambian según sus frases puedan o no alternar: “El taxi está libre”, que no tiene alternante, hace lo mismo que “Juan está libre”, que alterna.
   Por otro lado, independientemente de que el sentido de las frases que alternan varíe, el sentido de la diferencia ser‑estar no varía. “Juan es libre”, se aluda a una característica o a una condición o a un estado civil, es una clasificación: dice que Juan pertenece a un conjunto determinado; “Juan está libre” describe o bien –por acción– el resultado efectivo de una liberación de celdas o de compromisos, o bien –por omisión– el resultado de encierros o vínculos que (aún) no sucedieron.
   Análogamente, “Juan es casado” –otra especificación– dice que Juan pertenece al conjunto de las personas que se han casado (o sea, que están casadas); “Juan está casado” simplemente dice que Juan se casó y que no se separó ni se divorció; sólo que no lo dice narrando estos actos y abstenciones, sino describiendo el estado que imprimen.

3.3. Lo que no hay y puede o no puede haber. Falta de uso o falta de lógica

   Puede verse algo común a esos cómo es y qué es alternantes: tanto la caracterización como la categorización especificadora (o simplemente especificación) se realizan mediante una pertenencia a una subclase. En cambio, ninguna definición (mediante igualdad entre clases: “El hombre es un bípedo implume”), ninguna identificación (mediante igualdad entre individuos: “Ese es Juan”) y ninguna categorización genérica (mediante pertenencia a una clase: “Juan es hombre”) alternan con estados (no decimos *El hombre está un bípedo implume, *Ese está Juan, *Juan está hombre).
   Pero lo inverso no es cierto: no toda pertenencia a un subconjunto nos dará un predicado con ser que alterne con uno de estado. Algunas especificaciones y algunas caracterizaciones alternan; otras no. De éstas, algunas no alternan por falta de uso; otras, por falta de lógica. Empiezo por las segundas.
   Ejemplo de una especificación que no alterna (ni puede alternar): decimos “Juan es (un) luthier” y no decimos –ni podemos decir– *Juan está (un) luthier (o *Estoy estudiante). Ejemplo de una caracterización que no alterna (ni puede alternar): decimos “El hielo es frío” o “El agua de mar es salada” y no decimos –ni podemos decir– *El hielo está frío o *El agua de mar está salada (las características constitutivas no pueden tener estados alternantes).
   Es el turno de estados que no decimos pero podríamos decir, sin que la lógica de la danza entre ser y estar se rompa. No se puede estar viudo o viuda por omisión, pero sí por acción: así como María estaba casada porque se había casado, está viuda porque enviudó (Q.E.P.D., Juan). Por estos lares no se usa María está viuda, sino sólo “...es viuda”. Pero podría usarse.
   El hecho de que María no pueda avanzar a otro estado (mientras Juan no pueda resucitar) impide que su viudez sea un estado transitorio (al igual que el de Juan), pero no que sea un estado. Así como Juan está muerto porque se murió, María está viuda porque enviudó: ambos son resultados de una acción, estados sobre los que se basa la membresía de “María es viuda” y se basaría –si se la usara– la membresía de “Juan es muerto” (se la usaría, por ejemplo, si en una guerra contra zombies bien mimetizados precisáramos discernir quién es vivo y quién es muerto, quién pertenece a qué bando). (Por si hace falta, recordemos una membresía basada en un estado por omisión: “Pedro es soltero”.)
   Ni siquiera es necesario hipotetizar cambios futuros. Como con la ropa y otras costumbres y signos sociales, a veces lo que no se usa en una comunidad hispanohablante se usa en otra (siempre que esté en el menú de lo posible que habilita una lógica). En Argentina sólo decimos “Cuando yo era chico...”; en Colombia dicen “Cuando yo estaba chico...”. Así como el estado de “(todavía) está petiso Juan” es criterio clasificatorio en “Juan es petiso”, este otro estado por omisión lo es en “Cuando yo era chico...”: era alguien que aún no había crecido lo suficiente como para salir de la infancia, o sea, alguien que aún estaba chico.
   Y si se quiere un estado por acción sin uso, vacante (¿o en uso en otras partes?), pensemos en *Estoy huérfano, resultado de que mis padres murieron y base para la membresía “Soy (alguien que quedó/está) huérfano”. Es un estado estancado, porque no puedo pasar a no estar huérfano (la secuencia es irreversible), pero es un estado, y uno por acción: es el resultado de que algo pasó. (Antes de la legalización del divorcio también se decía, como ahora, “Juan está casado”; el estancamiento del estado durante siglos no impuso el uso excluyente de “Juan es casado”.)
   La lógica de la alternancia entre ser y estar hace un menú de posibilidades. Mientras estén ahí adentro, las membresías y los estados sin uso son opciones que la comunidad hablante tiene disponibles, por si en algún contexto o situación las necesita o le convienen. Sólo las opciones imposibles (las excluidas del menú) son inusables.

El verbo SER 004 (1.1.0)



Decidí eliminar un bloque de acotación extenso que había puesto en la “Introducción” del ensayo, entre el penúltimo y el último párrafo (donde agregué con un paréntesis el devenir del políptico, de tríptico a tetráptico):



[...] En lugar de preguntarnos cómo son las escenas en las que participan ser y estar, probemos preguntarnos qué son y cómo opera cada verbo para crear la suya.
    O mejor: preguntémonos qué acción hacemos al decir tal o cual cosa y con qué herramientas podemos hacerla; qué usamos, cómo y con qué efectos.
   Por ejemplo, un verbo en Modo Indicativo suele usarse para comunicar lo que sabemos o lo que no sabemos pero creemos (y lo que fingimos saber o creer, como en las ficciones). “Vamos bien” comunica que sabemos o creemos que mal no andamos. Pero la misma forma en ♫“Vamos al bosque, nena”♫ no comunica un saber o una creencia: invita o propone, que son acciones más comúnmente realizadas usando verbos en Modo Imperativo (“Vayamos al bosque, nena”) o Subjuntivo (“Te propongo que vayamos al bosque, nena”).*

Que la forma vayamos sea subjuntiva o imperativa depende de cómo se la use: si se la usa subordinada (“Te propongo que...”), la forma es subjuntiva; si no, imperativa.

   Otro caso, entre muchos. Cuando te dicen “¿Tenés hora/fuego/un minuto?”, sabés que no te están haciendo una pregunta, sino un pedido; sabés que no te están pidiendo información, sino la hora, fuego y un momento de atención (el inglés to ask no diferencia estos dos tipos de pedido). La peor respuesta es un “Sí” o un “No” y la mejor es dar lo que te piden o excusarte por no poder (“No uso reloj ni tengo celular”, “No fumo”, “Estoy apurado”).
   ¿Por qué estos pedidos y aquella invitación se pueden hacer usando formas del Modo Indicativo? Porque lo que Wittgenstein decía sobre «el significado de una palabra...» vale también para el de una flexión verbal: «...es su uso en el lenguaje» (Investigaciones I, 43). No es que una forma indicativa (o subjuntiva o imperativa) hace algo, como una fórmula mágica cuando la pronuncia alguien (no importa si brujo, aprendiz o lego, ni si fue intencional o accidental). Lo que más bien sucede es que hacemos algo usando una forma verbal (o, más genéricamente, una pieza de nuestro «juego de lenguaje», consistente y convencional a la vez).
   Interpretamos como reglas y excepciones (o regularidades e irregularidades) lo que en rigor son frecuencias de uso, algunas mayores que otras; no hay leyes, hay hábitos. La gramática obedece a la pragmática, no al revés; por eso hay más de un uso y varían. Si fuera al revés, habría un único e inmutable uso por expresión, como pasa con la fórmula mágica, que libera siempre los mismos poderes (usalos o dejalos).
   El encuentro de ser y estar, que veremos en el tercer ensayo del políptico (ex tríptico, actual tetráptico), ...

viernes, 2 de abril de 2021

Las alternancias 001 (0.1.0)



Esto es lo que publiqué ayer 1/4/21 a las 23:57 y terminé de retocar cerca de las 5 AM (con muchas eliminaciones y cambios en los números de secciones -había una sola sección 1 y subsecciones-):




1. El encuentro entre ser y estar

   Ya estamos en condiciones –y tal vez algo demorados– para encarar de lleno el tema central del políptico, la diferencia ser‑estar.
   El verbo estar es como una provincia emancipada de la República que es ser (que en otras lenguas –recordemos to be– está unificada). La comparación sirve para sugerir no sólo el aire de familia que liga a los dos verbos, sino también su desproporción territorial: frente a la compleja extensión de ser, las dos parcelas (estado y ubicación) que forman el territorio de estar parecen un reducto, de dimensiones estables o acaso en repliegue.
   Si cabe esperar de la lengua una asimilación de funciones, sospecho que preferirá la que puede hacer el verbo ser respecto de los roles propios de estar, más que la inversa. Para decirlo con un ejemplo: nos resulta más digerible el heterodoxo “Soy loco por ti, América” que el profano “Estoy fotógrafo”.
   No obstante este desequilibrio territorial, la distribución de los aspectos de una identidad es precisa: el verbo ser se encarga de los aspectos estáticos o sincrónicos; el verbo estar, de los dinámicos o diacrónicos. Comencemos el relato del encuentro ser‑estar con el examen de este reparto, para luego tratar los asuntos de la alternancia.

2. La sincronía de ser, la diacronía de estar

   Tiene sentido catalogar a Juan como luthier si además de esa en el universo hay otras clases, como las hay. Tiene sentido definir "luthier" como persona que hace instrumentos musicales si hay al menos algún otro concepto que se deje definir de otra manera (como de hecho sucede, y en abundancia). Tiene sentido identificar a Juan como el luthier que vive en la otra cuadra si hay algo o alguien que sea otra cosa que eso. Tiene sentido caracterizar a Juan como alto si hay alguien que no lo sea.
   Probemos transgredir todas y cada una de estas condiciones. Imaginemos un universo de una única entidad maciza, una singularidad absoluta e inanalizable, sin otro rasgo que su existencia. (No conviene imaginar una entidad enorme como el universo, así lo abarca: para eso ya está el universo; si esta idea no nos abandona, conviene imaginar el universo reducido a un punto –sin dimensión– que, por ser único, no sea una posición en algún espacio.)
   De semejante entidad sólo se podría decir que es, que existe; los valores relacionales del verbo ser le serían superfluos: no habiendo, por hipótesis, diferencia alguna respecto de esa entidad, no pudiendo distinguirla de nada, no tendría sentido decir qué es (ni, por lo tanto, definir eso que es), cuál es, ni cómo es (o sea, categorizarla, identificarla y caracterizarla). Cuando introduje estas operaciones, postulé el caso de una existencia sin identidad, que resultaba de inhibirlas; aquella inhibición de los predicados de identidad es ahora el resultado de los términos y condiciones con que se reedita el caso.
   A esa entidad monolítica agreguémosle el atributo de la inmutabilidad; no sólo no hace nada (¿con quién o qué podría hacerlo, si es única y no tiene partes?), sino que nada le sucede: no se mueve, no envejece, no se pudre, no es castigada, etc. Si se la mira bien, esta segunda privación –que podría ser postulada de un modo independiente– está contenida en la primera, por lo que más que un agregado se trata de un desarrollo suyo: pasamos de la negación de la acción y del análisis a la negación de la pasión.
   Que algo se mueva supone que ocupa un espacio; además de tener prohibida esa compañía, la ocupación, incluso inmóvil, revelaría la presencia de partes, una más al Sur o más al Este que otra u otras. Para que algo envejezca o se pudra, componentes internos deben ajarse. Y un castigo, desde luego, requiere dos actores.
   Los atributos inferidos de esta entidad hipotética recuerdan los que argumentaron sobre el ser Parménides (Sobre la naturaleza) y Meliso (Sobre la naturaleza o sobre el ser, glosado por Simplicio en su Física y De caelo). Véase Parménides / Heráclito, Fragmentos, Ediciones Orbis, Madrid, 1984.
   Abolidos los acontecimientos, pierde sentido hablar de sus resultados eventuales o efectivos, o sea, de estados y ubicaciones (espaciales o temporales). Mal podría decirse de nuestra entidad que está en tal sitio o posición o a tal distancia y en tal momento, si no hay otro sitio, posición o distancia en su inexistente historial. Aun concediéndole la compañía del fuego, mal podría decirse de ella que está cocida, si no es posible que esté cruda o quemada, o sea, si no es posible la diferencia de estados.
   Segunda hipótesis o mero desarrollo de la primera (que nos dejaba sin predicados de identidad), la inmutabilidad nos deja sin predicados de estado y de ubicación (cómo, dónde y cuándo está eso). El corolario de estos experimentos puede sintetizarse así: sin diversidad no habría ser, sin cambio no habría estar (en suma, sin diferencia no habría ser y estar).
   La diferencia que necesita ser es sincrónica; la que necesita estar, diacrónica. Para argumentarlo, retomemos la escena del inicio. Juan es alto comparado, por ejemplo, con María, que también lo es, y comparado con Pedro, que no lo es; fuera de esta dialéctica, el rasgo carece de sentido. La membresía y la identidad no son menos relativas que la altura o cualquier otra característica: Juan es luthier en relación con otros que lo son y otros que no; Juan es Juan a condición de no ser María, Pedro ni el resto, y de que María, Pedro y el resto no sean Juan (lo mismo ocurre con el concepto de luthier, sin el cual no entenderíamos eso que es Juan).
   Estas comparaciones implícitas en las predicaciones de identidad son sincrónicas: lo que no es –el espectro de la diferencia– es contemporáneo de lo que es –el recorte de la identidad–, menos por pertenecer a una misma temporalidad que por no pertenecer a ninguna. Quiero decir que las relaciones que dan consistencia a identidades y rasgos de identidad no suponen en sí sucesión temporal alguna, más allá de que sea posible –y usual– narrar el devenir de una identidad. Les basta con 1 (un) instante.
   Se haga o no esta narración, una identidad es comparable con otras identidades en abstracto, con prescindencia de sus locaciones temporales; si se la hace (por ejemplo, “Antes Juan era petiso; ahora es alto”), a esa comparación sincrónica de base se le agrega la comparación entre dos momentos de la identidad en cuestión. Las equivalencias y clasificaciones que opera el verbo ser, que son atemporales, no tienen responsabilidad en la diacronía de un cambio de identidad o de rasgo de identidad, como ya vimos en el primer ensayo.
   Es el turno del verbo estar. Lo que significa estar desafinado necesita del contraste con lo que significa estar afinado. Pero el cello de Juan puede no estar desafinado en comparación con el de María, que está afinado, sino –suficientemente– en comparación con el propio estado de afinación que supo lucir ese cello alguna vez o con el que podría lucir en el futuro. Y si el cello está en su estuche, entendemos esa ubicación –suficientemente– en conexión con otra que el mismo cello tuvo en el pasado o tendrá en el futuro (independientemente de que el sentido de un estar en el estuche precise el de un estar fuera del estuche).
   Corolario: la diacronía de la diferencia que necesita estar es el historial (o secuencia) en que debe participar un estado o una ubicación para ser tales.

3. Las distancias entre ser y estar

   Es relevante decir que dos frases difieren sólo en sus verbos en la medida en que la diferencia de sentido entre los verbos no nos resulte clara; de otro modo, es ocioso, como en los casos de oposición (entre, por ejemplo, “Juan compra una casa” y “Juan vende una casa”) y también en los de sinonimia (“Juan dialoga con María”, “Juan conversa con María”). Pero no es ocioso, por sutil, en los casos de complementación. Uno de éstos es la relación entre ser y estar.
   La diferencia no es uniforme: ser y estar no guardan una distancia idéntica en todas sus performances. Y a mayor distancia, mayor coincidencia de ser con to be (o similares). Ningún principiante no ganado por la teoría de lo transitorio y lo permanente optaría por *Estoy estudiante en vez de “Soy estudiante”; pero pocos conocen, en los inicios, la posibilidad o las consecuencias de optar entre “Soy alto” y “Estoy alto”.
   A grandes rasgos, se pueden distinguir tres distancias entre los alternantes ser y estar. La máxima la miden las alternancias imposibles; la media, las alternancias que no dialogan; la mínima, las alternancias que dialogan.
   Doy dos ejemplos de alternancia imposible, con un proscripto por lado: *El bife es podrido no puede alternar con “El bife está podrido”; *El hielo está frío no puede alternar con “El hielo es frío”.
   Ya en la zona de lo posible, una alternancia sin diálogo (una pseudo-alternancia) es aquella donde difiere el significado de las expresiones idénticas que acompañan a ser y a estar en los predicados. Un ejemplo es la "alternancia" entre la ubicación de “La ventana está alta” y la característica de “La ventana es alta”: en el primer caso, alta vale por en lo alto, a una altura elevada, lo cual es una circunstancia de (el emplazamiento de) la ventana; en el segundo caso, alta vale por alta, lo cual es una cualidad de la ventana.
   La primera ventana puede ser de 30x30 centímetros, mientras esté emplazada a no menos de unos 2 metros del piso; la segunda puede nacer del piso o a 12 metros de altura, pero debe tener una estatura respetable.
   Otro ejemplo es la pseudo-alternancia entre el estado de “Juan está vivo” y la característica de “Juan es vivo”: en el primer caso, vivo significa no muerto; en el segundo, listo, que aprovecha las circunstancias y sabe actuar en beneficio propio (RAE dixit).
   Resumiendo, los falsos amigos de un mismo idioma no ocupan las plazas de una alternancia con diálogo. En cambio, el adjetivo alto significa alto tanto en “Juan es alto” como en “Juan está alto”. Una frase predica una característica; la otra, un estado. La frontera más sutil que separa estar de ser es la que corre entre los participantes de una alternancia con diálogo; es ahí donde, en lugar de tener un equívoco a despejar, tenemos una diferencia a explicar.

4. Alternar o no alternar: esa es la cuestión

   Si digo que “Juan está sano”, hablo del estado que conservó en virtud de no haberse enfermado o del estado que, estando enfermo, adquirió en virtud de haberse sanado. Si digo que “Juan es sano”, lo que hago es caracterizarlo mediante su pertenencia a uno de estos dos conjuntos: el de las personas que hacen vida sana o el de las personas que no están enfermas (en este caso, el menos probable, se toma un estado como criterio clasificatorio). Si es la primera membresía, la frase no dialoga con su variante con estar (“sano” significa cosas distintas); si es la segunda, sí (“sano” significa lo mismo en ambas frases).
   En este último caso, el ejemplo enfrenta un estado de secuencia cíclica (por omisión –no se enfermó– o por acción –se sanó–) con un rasgo de identidad distintivo. La alternancia entre “Juan es alto” y “Juan está alto” varía el tipo de estado, que en este caso integra una secuencia lineal (convengamos que Juan sólo crece, no decrece); del otro lado sigue habiendo un rasgo de identidad distintivo.
   Si digo que Juan es alto, lo caracterizo clasificándolo en el conjunto de las personas altas. Si digo que está alto, refiero el estado que adquirió en virtud de haber crecido –que significó un ponerse alto, no en lo alto (ubicación que, al igual que la de la ventana, alternaría sin diálogo con la caracterización por estatura).
   Diciendo el estado hacemos una comparación implícita entre dos momentos de una misma identidad (Juan estaba petiso –no había crecido–, Juan está alto –creció–). Diciendo la característica hacemos un cotejo en abstracto de la identidad en cuestión con otra u otras a las que se asemeja o de las que difiere.
   Aprovecho este ejemplo volvedor para volver a la comparación entre un cambio de rasgo de identidad y uno de estado.
   Si la frase fuese “Ahora Juan es alto”, a la comparación implícita entre dos o más identidades se agregaría la comparación entre dos momentos de una misma identidad según un rasgo distintivo: antes Juan no era alto, ahora sí; cambió de club.
   Con ser, el adverbio «ahora» es indicio de ese cambio; con estar (“Ahora Juan está alto”), es un mero énfasis del cambio que ya el propio verbo implica. El acontecimiento detrás de esos cambios es el mismo: crecer. Pero cada cual lo metaboliza de un modo distinto. Un cambio de rasgo distintivo se resuelve en un hacerse o volverse así (alto, alegre, pelado, etc.); un cambio de estado se resuelve en un quedar o ponerse así (alto, alegre, pelado, etc.).
   Viene y no viene al caso, pero un cambio de ubicación –el otro resultado que damos con estar– se resuelve en un ponerse ahí (Juan en su cuarto –desplazamiento–) o en un poner ahí (un monumento en la Costanera –emplazamiento–; una pizza en el horno –desplazamiento–).
   En la asepsia de su abstracción, en su universo atemporal, el verbo ser teje relaciones de igualdad y de diferencia que traman, respectivamente, un conjunto (el de las personas altas) y su complemento (el de las personas no altas); en la efervescencia de un universo en curso, el verbo estar identifica las secuelas que dejan los eventos, captura los estados de los que parte o en los que se resuelve el devenir.

   Si al estado irreversible está alto no se lo quiere considerar definitivo porque puede intensificarse (muy alto, altísimo, etc.), veamos un caso inequívoco de un estado alternante definitivo, junto a otro igual pero no alternante, ambos no escalables.
   Con la caída de su último cabello, Juan está absoluta y definitivamente pelado, como muerta está la vaca. (Como ya vimos, la ausencia de una resurrección y de una recuperación capilar no son necesarias para que sean estados, sino sólo para que sean definitivos; ambas reversiones harían cíclicas las secuencias respectivas, carácter que excluye lo definitivo.)
   El estado final de la vaca no tiene correlato entre los rasgos (*La vaca es muerta no existe); el de Juan, sí. Y de un modo conocido: en “Juan es (un hombre que está) pelado”, un criterio de clasificación se apoya en un estado.

4.1 Cómo está cambia de pareja de baile: de cómo es a qué es

   Hasta ahora, los matices en las parejas corrieron por cuenta de los estados; y siempre hubo en frente un rasgo de identidad. Si hasta acá hemos visto a un cómo está x diferenciarse de un cómo es x, ahora lo veremos diferenciarse de un qué es x. La novedad no alterará el sentido de la diferencia ser‑estar argumentado con los casos anteriores; la consigno sólo para completar el elenco de alternantes. Por cierto, se trata de una categorización, y no de cualquiera, sino de una especificación. Pasemos a los ejemplos.
   Si observo que Juan hace cosas propias de alguien desprejuiciado y despreocupado del qué dirán, puedo concluir: “Juan es libre”. Esa libertad es una cualidad que le acredito en razón de un comportamiento, como cuando digo que es ordenado. Como sea, es una caracterización: responde a la pregunta de cómo es.
   Pero la misma frase, usada ahora para significar que un gobierno abolicionista lo sacó de su condición de esclavo, lo que hace ya no es decirnos cómo es Juan, sino especificar qué es, a qué categoría humana pertenece. Ya no se trata de caracterizarlo, sino de categorizarlo en cierto nivel de especificidad (en el interior del género de los seres humanos, que son los catalogables como libres o esclavos).
   Y si lo hubiesen sacado de la esclavitud a la vez que de la cárcel, habría cambiado de condición y de estado (de estar preso a estar libre): se volvió (o lo hicieron) un hombre libre y lo pusieron (o quedó) en libertad (como lo que se indica es su relación respecto de un espacio de reclusión, podría hablarse de una ubicación en vez de un estado: pasó de estar dentro a estar fuera de la prisión).
   Si bien llegamos a un qué es, falta que alterne con su cómo está, porque hasta acá "libre" no significó lo mismo en las dos frases. Para llegar a una categorización (especificación) alternante, vamos con otro Juan.
   A muchas generaciones de abolida aquella esclavitud, este otro Juan vuelve a pisar la calle después de una temporada en la cárcel y grita: “¡Soy libre!” o “¡Estoy libre!”. En lugar de una condición civil como categoría clasificatoria hay ahora un estado (o una ubicación, si se prefiere). Por eso allá podemos parafrasear “Juan es un hombre que es libre”, y acá, “Juan es un hombre que está libre”.
   Y hay todavía un cuarto uso, también alternante: “Juan es libre” puede comunicar que él es miembro del club de las personas (que están) solteras y (que están) sin compromisos, o sea, disponibles; en esa línea, “Juan está libre” comunica los estados que están implicados en la otra frase como criterio clasificatorio, resultados de que Juan no se casó ni se comprometió (o que rompió su compromiso).
   Refresquemos dos constataciones. Por un lado, las tareas de ser y de estar no cambian según sus frases puedan o no alternar: “El taxi está libre”, que no tiene alternante, hace lo mismo que “Juan está libre”, que alterna.
   Por otro lado, independientemente de que el sentido de las frases que alternan varíe, el sentido de la diferencia ser‑estar no varía. “Juan es libre”, se aluda a una característica o a una condición o a un estado civil, es una clasificación: dice que Juan pertenece a un conjunto determinado; “Juan está libre” describe o bien –por acción– el resultado efectivo de una liberación de celdas o de compromisos, o bien –por omisión– el resultado eventual de encierros aún no perpetrados o de lazos aún no consumados.
   Análogamente, “Juan es casado” –otra especificación– dice que Juan pertenece al conjunto de las personas que se han casado (o sea, que están casadas); “Juan está casado” simplemente dice que Juan se casó y que no se separó ni se divorció; sólo que no lo dice narrando estos actos y abstenciones, sino describiendo el estado que imprimen.

4.2.

   Puede verse algo común a esos cómo es y qué es alternantes: tanto la caracterización como la categorización especificadora (o simplemente especificación) se realizan mediante una pertenencia a una subclase. En cambio, ninguna definición (mediante igualdad entre clases: “El hombre es un bípedo implume”), ninguna identificación (mediante igualdad entre individuos: “Ese es Juan”) y ninguna categorización genérica (mediante pertenencia a una clase: “Juan es hombre”) alternan con estados (no decimos *El hombre está un bípedo implume, *Ese está Juan, *Juan está hombre).
   Pero lo inverso no es cierto: no toda pertenencia a un subconjunto nos dará un predicado con ser que alterne con uno de estado. Algunas especificaciones y algunas caracterizaciones alternan; otras no. De éstas, algunas no alternan por falta de uso; otras, por falta de lógica. Empiezo por las segundas.
   Ejemplo de una especificación que no alterna (ni puede alternar): decimos “Juan es (un) luthier” y no decimos (ni podemos decir) *Juan está (un) luthier. Ejemplo de una caracterización que no alterna (ni puede alternar): decimos “El hielo es frío” y no decimos (ni podemos decir) *El hielo está frío.
   Es el turno de estados que no decimos pero podríamos decir, sin que la lógica de la danza entre ser y estar se rompa. No se puede estar viudo o viuda por omisión (por default), pero sí por acción: así como María estaba casada porque se había casado, está viuda porque enviudó (Q.E.P.D., Juan). Por estos lares no se usa María está viuda, sino sólo “...es viuda”. Pero podría usarse.
   El hecho de que María no pueda avanzar a otro estado (mientras Juan no pueda resucitar) impide que su viudez sea un estado transitorio (al igual que el de Juan), pero no que sea un estado. Así como Juan está muerto porque se murió, María está viuda porque enviudó: ambos son resultados de una acción, estados sobre los que se basa la membresía de “María es viuda” y se basaría –si se la usara– la membresía de “Juan es muerto” (se la usaría, por ejemplo, si en una guerra contra zombies bien mimetizados necesitáramos discernir quién es vivo y quién es muerto). (Por si hace falta, recordemos una membresía basada en un estado por omisión: “Juan es soltero”.)
   Ni siquiera es necesario hipotetizar cambios futuros. Como con la ropa y otras costumbres y signos sociales, a veces lo que no se usa en una comunidad hispanohablante se usa en otra (siempre que esté en el menú de lo posible que habilita una lógica). En Argentina sólo decimos “Cuando yo era chico...”; en Colombia dicen Cuando yo estaba chico.... Es un estado por omisón (aún no había crecido). Y así como el estado de “(todavía) está petiso Juan” es criterio clasificatorio en “Juan es petiso”, el estado etario lo es en “Cuando yo era chico...”: era alguien que no había crecido, o sea, alguien que aún estaba chico.
   Y si se quiere un estado por acción sin uso, vacante (¿o en uso en otras partes?), pensemos en Estoy huérfano, resultado de que mis padres murieron y base para la membresía “Soy (alguien que quedó/está) huérfano”. Es un estado estancado, porque no puedo pasar a no estar huérfano, pero es un estado. Y es uno por acción: el resultado de que algo pasó. (Con y sin divorcio, siempre se dijo “Juan está casado”; el estancamiento del estado no impuso el uso excluyente de “Juan es casado”.)



Y hasta recién (20:25 del 2/4) estuve expandiendo un poco un párrafo de la sección 2 y a continuación le agregué un bloque de acotación, con dos ejemplos gramaticales referidos a la lógica de las distinciones, que requieren pluralidad:



El corolario de estos experimentos puede sintetizarse así: sin diversidad no habría ser, sin cambio no habría estar; en suma, sin diferencia –ni sincrónica ni diacrónica– no habría ser y estar (y tampoco habría identidad, ya que tampoco habría diferencia entre identidad y diferencia).
   Hay ejemplos gramaticales de esta lógica. Veamos dos, uno sin eventualidad posible y otro con.
   Las palabras con más de 1 sílaba –los plurisílabos– tienen una que es fuerte (sílaba tónica) y otra u otras que es o son débiles (sílabas átonas). La tilde explicita cuál es la sílaba tónica de un plurisílabo. Esa explicitación es obligatoria para la sílaba tónica de una palabra esdrújula o sobresdrújula y está prohibida para la sílaba tónica de una palabra aguda no terminada en n, s o vocal y para la sílaba tónica de una palabra grave terminada en n, s o vocal. Pero algo distinto a tener obligada o prohibida esa explicitación es que no tenga sentido hacerla porque no haya nada que explicitar.
   Por default, los monosílabos no se tildan. Sólo pueden tener tildes diacríticas (para diferenciar el pronombre personal él del artículo definido el, por ejemplo) porque con ellos ya no existe la necesidad diacrítica de distinguir la sílaba tónica de la o las átonas por acción o por omisión de una tilde. La única sílaba que tienen no es fuerte ni débil: ¿comparada con cuál otra sería fuerte, si no hay otra? Sería como decir que salí primero en una carrera que corrí yo solo (y no por abandono del resto, sino porque así es esa "carrera"); no sería menos absurdo que decir que salí último.
   Del mismo modo, no tiene sentido decir que en “Juan duerme” Juan es el núcleo del Sujeto y duerme el núcleo del Predicado, si en cada miembro de esa oración bimembre no hay algo más, algo que no sea núcleo (como serían una Aposición de «Juan» o un Circunstancial de «duerme», por ejemplo). Tendría sentido sólo si se quisiera marcar una diferencia eventual en vez de una real: en ese Sujeto (o en ese Predicado) no hay algo que no sea núcleo, pero podría haber. En cambio, en un monosílabo no hay ni podría haber otra sílaba. El Sujeto seguiría siendo Sujeto con una Aposición modificando al núcleo (“Juan, el hermano de Pedro, duerme”); el monosílabo dejaría de ser monosílabo con una sílaba más.
   La diferencia que necesita ser es sincrónica; la que necesita estar, diacrónica. Para argumentarlo, retomemos la escena del inicio. Juan es alto comparado, por ejemplo, con María, que también lo es, y...