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sábado, 30 de abril de 2011

Lecciones de ajedrez 003 (1.1.0)


Agregué y cambié cosas en algunas partes del ensayo. Antes decía esto:
Con esta exorbitancia, insospechada y subestimada, Sessa le ofrece al rey una demostración inofensiva –un simulacro– de «la falsa modestia de los ambiciosos», ante la que se obcecan «los hombres más inteligentes», igual que ante «la apariencia engañosa de los números». Mediante ella, el inventor y primer ajedrecista logra burlar la obcecación del rey, que pretendió no dejarle otra alternativa más que pedir o desobedecer; la maniobra ejemplifica cómo el «verdadero sabio», según concluye su lección el propio Sessa, «se eleva [...] por encima de todas las alternativas». (Problema disuelto, diría Wittgenstein.)
Así, la manera que tuvo Sessa de pasar por encima de la alternativa que el rey quería imponerle fue haciéndose prometer un imposible, para ejercer entonces una generosidad mayor y una reafirmación del desapego censurado; obligó a Iadava a una deuda perpetua y se la condonó en el primer minuto.

Ahora dice esto:
Con esa exorbitancia, insospechada y subestimada, Sessa le hace al rey una demostración obligada de «la falsa modestia de los ambiciosos», ante la que se obcecan «los hombres más inteligentes», igual que ante «la apariencia engañosa de los números».*
Una demostración similar en carne propia, pero de la falsa lealtad de los ambiciosos, le hace con otra “apariencia engañosa” don Illán de Toledo al deán de Santiago, que le pide una iniciación en la magia. En lo que tarda en llegar la hora de preparar la cena, el deán va acumulando poder e incumplimientos hasta detentar el suficiente para animarse a romper con amenazas su promesa. Reacciones veraces en situaciones ilusorias confirman la hipótesis inicial de don Illán.
El inventor y primer ajedrecista logra burlar la obcecación del rey, que pretendió no dejarle otra alternativa más que pedir o desobedecer; la maniobra ejemplifica cómo el «verdadero sabio», según concluye su lección el propio Sessa, «se eleva [...] por encima de todas las alternativas». (Problema disuelto, diría Wittgenstein.)
Así, la manera que tuvo Sessa de pasar por encima de la alternativa que el rey quería imponerle fue haciéndose prometer un imposible, para ejercer entonces una generosidad mayor y una reafirmación del desapego censurado; obligó a Iadava a una deuda perpetua y se la condonó en el primer minuto. Podemos editorializarlo así: una generosidad compensatoria, la mayor del reino, fracasó en imponerse a la mayor generosidad (sinceramente) desinteresada, la que defendió con éxito un sabio pero joven y pobre brahamán. Otro David que derriba a su Goliat, pero con la ayuda externa y divina reemplazada por «la tabla de cálculo de su propia inteligencia».

Al que era hasta ahora el último párrafo del ensayo lo agregué como última oración del párrafo anterior y le quité una aclaración entre guinones. Decía antes:
El reacomodamiento de piezas que restablece el estado de cosas inicial (o uno posicionalmente similar) se completa con la designación de Sessa –en gratitud a la segunda lección– en el lugar que ocupaba el príncipe sacrificado.

A continuación agregué el párrafo del nuevo final. Los dos últimos ahora son así:
En ese acto el dolor se libera de su mayor agravante, que es la falta de sentido, la arbitrariedad, la innecesidad, eso que lo hace un daño ciego y caprichoso. Iadava no encuentra en el ajedrez la alternativa táctica para evitar el sacrificio que acaso había buscado en la caja de arena, pero le encuentra o le acepta un sentido a esa fatalidad (un valor a ese sacrificio) y se recupera. El reacomodamiento de piezas que restablece el estado de cosas inicial (o uno posicionalmente similar) se completa con la designación de Sessa en el lugar que ocupaba el príncipe sacrificado.
La recompensa que el rey pretendía imponerle al inventor saldaba una deuda y cerraba una relación. La gratitud del nombramiento a quien anuló una deuda insaldable abre una relación: establece un acompañamiento permanente entre rey y primer visir, que es la contracara virtuosa de un vínculo perpetuo de acreedor-deudor (no en oro ni en otra suntuosidad, sino en insignificantes granos de trigo, para mayor humillación). En el intercambio, el beneficio es alto para ambos: extracción de la piedra de la melancolía del rey inútilmente rico («¿Qué valor podrían tener a los ojos de un padre inconsolable las riquezas materiales, que no apagan nunca la nostalgia del hijo perdido?», se pregunta retóricamente el narrador) y ascenso social o político del joven y pobre brahamán.


jueves, 21 de abril de 2011

Lecciones de ajedrez 002 (1.0.1)


Entre varios cambios menores que le hice al ensayo, el principal es un agregado de citas y reformulación de un párrafo, el último de la sección 1. Ahora dice esto:
Recapitulemos hasta acá. Iadava comete la soberbia de ofenderse por un pedido que estima ridículamente desproporcionado a su generosidad (Sessa le había anunciado lo contrario: «La recompensa habrá de corresponder a vuestra generosidad»). También comete la imprudencia de empeñar su palabra antes de hacer bien las cuentas: «Infeliz aquel que toma sobre sus hombros el compromiso de una deuda cuya magnitud no puede valorar con la tabla de cálculo de su propia inteligencia. ¡Más inteligente es quien mucho alaba y poco promete!», lo amonesta Sessa, que le da su segundo regalo y su segunda lección liberándolo del compromiso incumplible. Antes de ver cómo se los agradece el rey, veamos el primer regalo y la primera lección que recibió.


PD del 22-04-2011, 17:25: Acabo de subir un párrafo la frase entre paréntesis “(Problema disuelto, diría Wittgenstein.)”: del que ahora termina “...y se la condonó en el primer minuto” al que antes terminaba “...por encima de todas las alternativas”.

miércoles, 20 de abril de 2011

Lecciones de ajedrez 001 (1.0.0)


Le hice varios cambios al ensayo, tanto de diseño como de supresiones y, sobre todo, de agregados. En la tarde de ayer se veía así:

1.

          «Para que pueda el hombre vencer los múltiples obstáculos que la vida le presenta, es preciso tener el espíritu preso en las raíces de una ambición que lo impulse a una meta.»

          Malba Tahan, El hombre que calculaba, Editorial Vosgos, Barcelona, 1976; Capítulo XVI, p. 85.

En la leyenda del ajedrez, Iadava, rey de Taligana, descree del desapego de Lahur Sessa, el inventor del juego, y lo fuerza a pedir una recompensa por su invento. La frase del epígrafe es la que precede a la exigencia, que Sessa obedece famosa y paródicamente: pide «un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta y así duplicando sucesivamente hasta la sexagésima cuarta y última casilla del tablero».
Mediante esta exorbitancia insospechada (remedo inofensivo de «la falsa modestia de los ambiciosos», ante la que se obcecan «los hombres más inteligentes», igual que ante «la apariencia engañosa de los números»), Sessa logrará burlar la obcecación del rey, de modo análogo a como el «verdadero sabio», según dirá, «se eleva [...] por encima de todas las alternativas».
Por su parte, Iadava comete la soberbia de ofenderse por un pedido que estima ridículamente desproporcionado a su generosidad (Sessa había anunciado lo contrario), y la imprudencia de comprometer su palabra antes de hacer bien las cuentas. Sessa le da su segundo regalo y su segunda lección liberándolo del compromiso incumplible. Antes de ver cómo se los agradece el rey, veamos el primer regalo y la primera lección que recibió.

Menos famoso se hizo el episodio por el cual Iadava insistió en recompensar a Sessa. Éste había venido de lejos para obsequiarle al rey un juego que lo distrajera de la tristeza de haber perdido en la batalla de Dacsina a su hijo, el príncipe Adjamir, que «había sido siempre la razón de ser de su existencia» y «que se sacrificó patrióticamente en lo más encendido del combate para salvar la posición que dio a los suyos la victoria».
El tiempo agravó su pena y Iadava lo ocupaba en dibujar, borrar y volver a dibujar en una gran caja de arena los movimientos de la batalla filicida, «como si sintiera el íntimo gozo de revivir los momentos pasados en la angustia y la ansiedad». A esta reproducción interminable sobre la caja de arena, voluntaria y autoflagelante, la sucederá una única reproducción en el tablero de ajedrez, azarosa y sanadora.

2.

          «En un momento dado observó el rey, con gran sorpresa, que la posición de las piezas, tras las combinaciones resultantes de los diversos lances, parecía reproducir exactamente la batalla de Dacsina.
          –Observad –dijo el inteligente brahmán– que para conseguir la victoria es imprescindible el sacrificio de este visir...
          E indicó precisamente la pieza que el rey Iadava había estado a lo largo de la partida defendiendo o preservando con mayor empeño.
          El juicioso Sessa demostraba así que el sacrificio de un príncipe viene a veces impuesto por la fatalidad para que de él resulten la paz y la libertad de un pueblo.»

          Malba Tahan, El hombre que calculaba, Editorial Vosgos, Barcelona, 1976; Capítulo XVI, pp. 83 y 84.

Iadava advierte (él solo, sin ayuda) la reproducción de la batalla antes que la de su resolución (con la ayuda de Sessa). Situémonos en el trance de la necesidad inadvertida de un sacrificio, recreada en la partida y contemporánea tenaz de la lucidez de la recreación de la batalla.
El rey tiene bloqueado el acceso a una zona dolorosa; cualquier dato que pueda llevarlo hasta el hijo muerto se le ha vuelto invisible y debe ser evitado ante él como se evita mentar la soga en casa del ahorcado. Hay en esto un sacrificio de relación uno-resto, pero inverso al que hace Iadava con su hijo para salvar a su pueblo de una invasión que no dejaba una alternativa mejor: en la lucidez del rey es toda una zona la que se oculta en solidaridad con uno de sus personajes. Por no ver a su hijo tan llorado volviendo a morir, el rey se queda sin ver la estrategia ganadora de esa partida especular (sacrificio y ceguera no menores, si recordamos que Iadava poseía «un talento militar no frecuente», el mismo que le permitió repeler la invasión en inferioridad numérica).
Si esa especularidad sólo tuviera una potencia evocadora, hacérsela ver al rey, como hace Sessa, equivaldría a la mentada mención de la soga ante viuda y huérfanos. Pero en el relato también tiene una potencia catártica, epifánica y aleccionadora: le hace ver al rey cuánto vale para todos, incluyéndolo, lo que tanto le ha dolido y le viene doliendo a él. Es un canje de dolor por valor, pero por uno tan necesitado como el de un sentido de lo actuado y lo vivido, aun (y sobre todo) si lo impuso la fatalidad.

Resumamos. Así como había protegido a lo largo de toda su vida a su hijo, Iadava ha protegido la pieza vicaria a lo largo de toda la partida. Llegado a ese punto, el segundo sacrificio lo instruye sobre el primero: haciéndoselo comprender se lo hace aceptar y el dolor cobra sentido y disminuye o cesa.
En ese acto el dolor se libera de su mayor agravante, que es la falta de sentido, la arbitrariedad, la innecesidad, lo que lo hace un daño ciego y caprichoso. Iadava no encuentra en el ajedrez la alternativa táctica para evitar el sacrificio que acaso había buscado en la caja de arena, pero le encuentra o le acepta un sentido a esa fatalidad y se recupera.
El reacomodamiento de piezas que restablece el estado de cosas inicial (o uno posicionalmente similar) se completa con la designación de Sessa –en gratitud a la segunda lección– en el lugar que ocupaba el príncipe sacrificado.


Ahora se ve así:
        «Para que pueda el hombre vencer los múltiples obstáculos que la vida le presenta, es preciso tener el espíritu preso en las raíces de una ambición que lo impulse a una meta.»

        Malba Tahan, El hombre que calculaba, Editorial Vosgos, Barcelona, 1976; Capítulo XVI, p. 85.

1.

Como corresponde a un juego de estrategia, en la leyenda del ajedrez se habla de sacrificios valiosos y, en una perspectiva más genérica, de alternativas (en formatos surtidos: ausentes, inmejorables, imposibles, obligadas, acatadas, burladas). Empecemos por el medio.
Iadava, rey de Taligana, descree del desapego de Lahur Sessa, el inventor del juego, y lo fuerza a pedir una recompensa por su invento. La frase del epígrafe es la que precede a la exigencia, que Sessa obedece famosa y paródicamente: pide «un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta y así duplicando sucesivamente hasta la sexagésima cuarta y última casilla del tablero».
Para darle al rey una idea de lo que representa ese número, que es 263, «los algebristas más hábiles de la corte» recurren a ilustrar una desmesura espacial y otra temporal: le comunican que «el trigo que habrá que darle a Lahur Sessa equivale a una montaña que teniendo por base la ciudad de Taligana se alce cien veces más alta que el Himalaya. Sembrados todos los campos de la India, no darían en dos mil siglos la cantidad de trigo que según vuestra promesa corresponde en derecho al joven Sessa».

Con esta exorbitancia, insospechada y subestimada, Sessa le ofrece al rey una demostración inofensiva –un simulacro– de «la falsa modestia de los ambiciosos», ante la que se obcecan «los hombres más inteligentes», igual que ante «la apariencia engañosa de los números». Mediante ella, el inventor y primer ajedrecista logra burlar la obcecación del rey para no dejarle otra alternativa más que pedir o desobedecer; la burla ejemplifica cómo el «verdadero sabio», según proclama, «se eleva [...] por encima de todas las alternativas».
En definitiva, la manera que tuvo Sessa de pasar por encima de la alternativa que el rey pretendía imponerle fue haciéndose prometer un imposible, para ejercer entonces una generosidad mayor y una reafirmación del desapego censurado: obligó a Iadava a una deuda perpetua y se la condonó en el primer minuto. (Problema disuelto, diría Wittgenstein.)

Sessa ataca al corazón mismo de ese poderío al hacerle colapsar su poder de cumplir pedidos, garante del tamaño y las espaldas de su generosidad. Y lo hace simulando el sacrificio de una ambición personal, algo que Iadava se apresura en creer y le cuesta esa partida fuera de tablero; si el rey termina conociendo la impotencia (y la dependencia de la generosidad ajena) es porque fracasa como estratega. Demorémonos brevemente en los atributos afectados, porque son los mismos en los que se destaca.
El narrador, que cuenta lo que cuenta Beremiz (el hombre que calculaba), invoca dos veces a «los historiadores» en su relato: una, en la presentación de Iadava, «señalado por varios historiadores hindúes como uno de los soberanos más ricos y generosos de su tiempo» (aunque no se sepa bien cuál es ese tiempo, según se nos comunica en la primera frase del capítulo); la otra, para darnos su otra aptitud superlativa, la del otro escenario posible para el rey, después de «su suntuoso palacio de Andra»: «poseía, según lo que de él nos dicen los historiadores, un talento militar no frecuente». Transitar de un escenario a otro es estar yendo o volviendo de una guerra que, «con su cortejo fatal de calamidades, amargó la existencia del rey Iadava, transformando el ocio y gozo de la realeza en otras más inquietantes tribulaciones».

Recapitulemos hasta acá. Iadava comete la soberbia de ofenderse por un pedido que estima ridículamente desproporcionado a su generosidad (Sessa había anunciado lo contrario), y la imprudencia de comprometer su palabra antes de hacer bien las cuentas. Sessa le da su segundo regalo y su segunda lección liberándolo del compromiso incumplible. Antes de ver cómo se los agradece el rey, veamos el primer regalo y la primera lección que recibió.

2.

Menos famoso se hizo el episodio por el cual Iadava insistió en recompensar a Sessa. Éste había venido de lejos para obsequiarle al rey un juego que lo distrajera de la tristeza de haber perdido en la batalla de Dacsina a su hijo, el príncipe Adjamir, que «había sido siempre la razón de ser de su existencia» y «que se sacrificó patrióticamente en lo más encendido del combate para salvar la posición que dio a los suyos la victoria».
El tiempo agravó su pena y Iadava lo ocupaba en dibujar, borrar y volver a dibujar en una gran caja de arena los movimientos de la batalla filicida, «como si sintiera el íntimo gozo de revivir los momentos pasados en la angustia y la ansiedad». A esta reproducción interminable sobre la caja de arena, voluntaria y autoflagelante, la sucederá una única reproducción en el tablero de ajedrez, azarosa y sanadora. Cito de páginas 83 y 84:
«En un momento dado observó el rey, con gran sorpresa, que la posición de las piezas, tras las combinaciones resultantes de los diversos lances, parecía reproducir exactamente la batalla de Dacsina.
–Observad –dijo el inteligente brahmán– que para conseguir la victoria es imprescindible el sacrificio de este visir...
E indicó precisamente la pieza que el rey Iadava había estado a lo largo de la partida defendiendo o preservando con mayor empeño.
El juicioso Sessa demostraba así que el sacrificio de un príncipe viene a veces impuesto por la fatalidad para que de él resulten la paz y la libertad de un pueblo.»

Iadava advierte (él solo, sin ayuda) la reproducción de la batalla antes que la de su resolución (con la ayuda de Sessa). Situémonos en el trance de la necesidad inadvertida de un sacrificio, recreada en la partida y contemporánea tenaz de la lucidez de la recreación de la batalla.
El rey tiene bloqueado el acceso a una zona dolorosa; cualquier dato que pueda llevarlo hasta el hijo muerto se le ha vuelto invisible y debe ser evitado ante él como se evita mentar la soga en casa del ahorcado. Hay en esto un sacrificio de relación uno-resto, pero inverso al que hace Iadava con su hijo para salvar a su pueblo: en la lucidez del rey es toda una zona la que se oculta en solidaridad con uno de sus personajes. Por no ver a su hijo tan llorado volviendo a morir, el rey se queda sin ver la estrategia ganadora de esa partida especular (sacrificio y ceguera no menores, si recordamos que Iadava poseía «un talento militar no frecuente», el mismo que le permitió encontrar la mejor alternativa para repeler la invasión en inferioridad numérica).
Si esa especularidad sólo tuviera una potencia evocadora, hacérsela ver al rey, como hace Sessa, equivaldría a la mentada mención de la soga ante viuda y huérfanos. Pero en el relato también tiene una potencia catártica, epifánica y aleccionadora: le hace ver al rey cuánto vale para todos, incluyéndolo, lo que tanto le ha dolido y le viene doliendo a él. Es un canje de dolor por valor, pero por uno tan necesitado como el de un sentido de lo actuado y lo vivido, aun –y sobre todo– si lo impuso la fatalidad (o sea, si no hubo alternativa, o al menos una mejor).

Resumamos. Así como había protegido a lo largo de toda su vida a su hijo, Iadava ha protegido la pieza vicaria a lo largo de toda la partida. Llegado a ese punto, el segundo sacrificio lo instruye sobre el primero: haciéndoselo comprender se lo hace aceptar y el dolor cobra sentido y disminuye o cesa.
En ese acto el dolor se libera de su mayor agravante, que es la falta de sentido, la arbitrariedad, la innecesidad, lo que lo hace un daño ciego y caprichoso. Iadava no encuentra en el ajedrez la alternativa táctica para evitar el sacrificio que acaso había buscado en la caja de arena, pero le encuentra o le acepta un sentido a esa fatalidad (un valor a ese sacrificio) y se recupera.
El reacomodamiento de piezas que restablece el estado de cosas inicial (o uno posicionalmente similar) se completa con la designación de Sessa –en gratitud a la segunda lección– en el lugar que ocupaba el príncipe sacrificado.


sábado, 2 de abril de 2011

Hang in there 002 (2.0.0)


Después de casi 13 meses, terminé la expansión de "Hang in there". Hasta hoy, el ensayo era este:

        Los Simpsons, episodio 164 (4F08), “El turbio y oscuro mundo de Marge Simpson” (no fue el único episodio en el que apareció el poster).

        Buenos Aires, Floresta, barrera de Joaquín V. González (detalle).

      “Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.” De los cuentos “El Sur” y “El hombre en el umbral”, de Jorge Luis Borges.

Las variaciones en pugna

En el proceso de esa pulida (que está al servicio de una esculpida) habrán competido dos o más versiones de la sentencia, antes de que una o pocas prevalecieran (o sea, antes de que fueran transmitidas de generación en generación mejor que las otras). Salvando las distancias, algo similar ocurre tal vez con el afiche del gato y el objetivo de resistir, de aguantar ahí.
Es extraño que las variaciones de una idea puedan dialogar o, al menos, encadenarse:
–Hang in there, baby!
–Lord, help me hang in there.
En el primer poster se le habla a un gato, al que se le da un consejo y un aliento; en el segundo, habla el gato, que dirige una plegaria. El giro pivotea sobre los apelativos: se pasa de uno informal y cariñosamente cercano a uno ritual y respetuosamente distanciado, forjado en la metáfora del siervo y su amo.
Al margen de que ahora convivan las dos variantes, ¿habremos pasado del aliento al que resiste a la plegaria del que resiste, o al revés? Y si en un futuro la variante más antigua desaparece, deja de transmitirse, ¿habremos pasado de una resistencia más esperanzada a una menos, o al revés? ¿No está más solo el que le dirige un ruego al poder supremo que goza de su fe –lo que es un recurso de última instancia– que el que escucha una voz afectuosa que lo apoya y le da ánimo? ¿Cuál de las dos situaciones ya estaba cuando apareció la otra? Aunque la coexistencia las mantenga en un empate, ¿cuál desafió y cuál fue desafiada? ¿La novedad fue esa humildad suplicante, esa dependencia entregada, o fue ese apoyo y confianza hacia las propias fuerzas del gato?
Como verdad de Perogrullo, la próxima novedad en la historia de la sentencia esculpida por generaciones, si no termina ahí, va a ser el desuso y olvido de una de las dos variantes o la introducción de una tercera.

Lo heroico y lo glorioso

La expectativa inmediata no es de mejoría si el consejo y el ruego son de resistencia, donde el objetivo es conservar la posición o el estado hasta superar el asedio. Colgar de una soga es no tenerla fácil ya a la corta, con inminencia. Mucho más lento es el tiempo que se toma la persistencia del agua para vencer la casi pareja resistencia de la roca y esculpirla. Cuanto menor sea la desigualdad de ese casi, mayor será la duración de la pulseada (que en el límite y el absurdo de esa disminución, en la igualdad entre la persistencia del asedio y la resistencia del asediado, se hace infinita, se eterniza con la perpetuación de un equilibrio resistente y persistente a la vez).
En plazos más breves, con eventos más urgentes, cuanto mayor es la desventaja para evitar empeorar, más heroica es esa lucha y sus logros (aun en caso de que aspirar a frustrar un cambio –estar a la defensiva– sea o parezca menos meritorio que aspirar a generar uno –tener la iniciativa–, especialmente en condiciones incómodas). Lo heroico se forma en esa distancia entre los medios y los fines, entre la posibilidad deseada y la improbabilidad que la aleja contrarreloj. El héroe de una épica es el que consuma la hazaña de zanjar esa brecha, o más precisamente cierto tipo de brecha.
Es cierto que el fin de evitar un estado o una situación no deseados puede estar a la misma y titánica distancia del medio adecuado que el fin de conquistar un estado o una situación deseados. Pero la empatía con alguien que procura zafar de un peligro en el que no nos gustaría estar es mayor a la que sentimos por alguien de iguales merecimientos que intenta incrementar en igual proporción su suerte ya buena. Sobreponerse a una desventaja entre grande y enorme es heroico, sea o no glorioso; conquistar limpiamente una ventaja igual de lejana es sólo glorioso (salvo que –por ejemplo– se lo haya hecho en un plazo entre improbable e improbabilísimo, lo que le daría alguna heroicidad hazañosa a la obtención de esa gloria).
A cierta altura, la dificultad es una ilusión irresistible de imposibilidad, y entonces el héroe pasa por vencedor de un imposible. Como sea, lo suyo es convertir la altura de la dificultad que amenaza aniquilarlo en la del altar que lo exalta e inmortaliza (siquiera por el instante y como proyección de la intensidad de su triunfo).


Ahora es este:

          Los Simpsons, temporada 8, episodio 11: “El turbio y oscuro mundo de Marge Simpson” (no fue el único episodio en el que apareció el poster).

            Buenos Aires, Floresta, barrera de Joaquín V. González (detalle).

      «Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.» De los cuentos “El Sur” y “El hombre en el umbral”, de Jorge Luis Borges.

Las variaciones en pugna

En el proceso de esa pulida (que está al servicio de una esculpida) habrán competido dos o más versiones de la sentencia, antes de que una o pocas prevalecieran (o sea, antes de que fueran transmitidas de generación en generación mejor que las otras). Salvando las distancias, algo similar ocurre tal vez con el afiche del gato y el objetivo de resistir, de aguantar ahí.
Es extraño que las variaciones de una idea puedan dialogar o, al menos, encadenarse:
–Hang in there, baby!
–Lord, help me hang in there.
En el primer poster se le habla a un gato, al que se le da un consejo y un aliento; en el segundo, habla el gato, que dirige una plegaria. El giro pivotea sobre los apelativos: se pasa de uno informal y cariñosamente cercano a uno ritual y respetuosamente distanciado, forjado en la metáfora del siervo y su amo.
Al margen de que ahora convivan las dos variantes, ¿habremos pasado del aliento al que resiste a la plegaria del que resiste, o al revés? Y si en un futuro la variante más antigua desaparece, deja de transmitirse, ¿habremos pasado de una resistencia más esperanzada a una menos, o al revés? ¿No está más solo el que le dirige un ruego al poder supremo que goza de su fe –lo que es un recurso de última instancia– que el que escucha una voz afectuosa que lo apoya y le da ánimo? ¿Cuál de las dos situaciones ya estaba cuando apareció la otra? Aunque la coexistencia las mantenga en un empate, ¿cuál desafió y cuál fue desafiada? ¿La novedad fue esa humildad suplicante, esa dependencia entregada, o fue ese apoyo y confianza hacia las propias fuerzas del gato?
Como verdad de Perogrullo, la próxima novedad en la historia de la sentencia esculpida por generaciones, si no termina ahí, va a ser el desuso y olvido de una de las dos variantes o la introducción de una tercera.

Lo heroico y lo glorioso

1.


En el ángulo superior derecho del afiche se lee esto.


La expectativa inmediata no es de mejoría si el consejo y el ruego son de resistencia, donde el objetivo es conservar la posición o el estado hasta superar el asedio. Colgar de una soga es no tenerla fácil ya a la corta, con inminencia. Mucho más lento es el tiempo que se toma la persistencia del agua para vencer la casi pareja resistencia de la roca y esculpirla. Cuanto menor sea la desigualdad de ese casi, mayor será la duración de la pulseada (que en el límite y el absurdo de esa disminución, en la igualdad entre la persistencia del asedio y la resistencia del asediado, se hace infinita, se eterniza con la perpetuación de un equilibrio resistente y persistente a la vez).
En plazos más breves, con eventos más urgentes, cuanto mayor es la desventaja para evitar empeorar, más heroica es esa lucha y sus logros (aun en caso de que aspirar a frustrar un cambio –estar a la defensiva– sea o parezca menos meritorio que aspirar a generar uno –tener la iniciativa–, especialmente en condiciones incómodas). Lo heroico se forma en esa distancia entre los medios y los fines, entre la posibilidad deseada y la improbabilidad que la aleja contrarreloj. El héroe de una épica es el que consuma la hazaña de zanjar esa brecha, o más precisamente cierto tipo de brecha.
Es cierto que el fin de evitar un estado o una situación no deseados puede estar a la misma y titánica distancia del medio adecuado que el fin de conquistar un estado o una situación deseados. Pero la empatía con alguien que procura zafar de un peligro en el que no nos gustaría estar es mayor a la que sentimos por alguien de iguales merecimientos que intenta incrementar en igual proporción su suerte ya buena. Sobreponerse a una desventaja entre grande y enorme es heroico, sea o no glorioso; conquistar limpiamente una ventaja igual de lejana es sólo glorioso (salvo que –por ejemplo– se lo haya hecho en un plazo entre improbable e improbabilísimo, lo que le daría alguna heroicidad hazañosa a la obtención de esa gloria).
A cierta altura, la dificultad es una ilusión irresistible de imposibilidad, y entonces el héroe pasa por vencedor de un imposible. Como se ve en el afiche de moda que hoy tal vez ocupe el lugar que el poster del gato tuvo en los 70, el voluntarismo desaforado va más lejos: denuncia el carácter ilusorio de toda imposibilidad y la motivación perezosa de acomodarse en esa ilusión y usarla como pretexto para desistir o no intentar. En ese acto de fe, héroe puede –y debe– ser cualquiera que la tenga difícil, no habiendo nadie que la tenga imposible (“Lo imposible sólo tarda más”, decía también una pintada que leí en Floresta).
Acaso la medida de esa exageración voluntarista la dé la circunstancia de que es el contrapeso del facilismo que en paralelo promueve esa misma cultura (el espíritu o clima de época, según se prefiera la metáfora mística o la meteorológica). Peso y contrapeso al menos una vez compartieron un perímetro: en presunto apoyo anímico, a representantes olímpicos de los que no se espera mucho se les da como meta el esforzarse; a clientes de los que se espera un buen consumo se les promete la ventaja de ahorrar esfuerzo:



Sea en el estilo resistente del gato o en el estilo insistidor y combativo de Clay, lo propio del héroe es convertir la altura de la dificultad que amenaza aniquilarlo en la del pedestal que lo exalta e inmortaliza –siquiera por el instante (y como proyección de la intensidad) de su triunfo.

2.



Un trofeo es un premio, no una mercancía; un trofeo es el testimonio de una gloria única, singular, el premio a una diferencia triunfante.
Estos son precisamente los dos rasgos que no tiene la exhibición comercial de trofeos producidos en serie y exhibidos en formación. Son trofeos aún vacíos, muñecos fabricados que todavía no fueron animados por la asignación de ser el premio de algún logro. Están en una vidriera, todavía no en una vitrina.

3.




Queda algo por decir sobre la diferencia en la que se forma el héroe y sobre la trascendencia que lo motiva a superarla, a lo que primero lo mueve el deseo de sobrevivir, de perdurar (cada individuo, excepto el cabalmente abnegado,*




Vida, episodio “Desafíos de la vida”, Discovery Channel


asume el impulso que sin excepción tiene la especie de la que participa –no hay especies abnegadas, no hay extinciones sacrificadas).
Sobre el primer punto, hay que decir que hay otras improbabilidades victoriosas, además de las heroicas. Lo heroico no es, suficientemente, técnico o estructural, sino también político, también ético: no sólo hay una diferencia grande a superar, sino que esa diferencia interpela nuestro sentido de la justicia y los merecimientos. Lo heroico suele ser un énfasis de lo justo, como en las simultáneas victoriosas del Zorro y sus émulos.*




6-7-8 del 1 de julio de 2010

Pero hay otras situaciones en las que un caso muy improbable tiene lugar, y no sólo por habilidad: a diferencia de Blas con mi Seiko, fue suerte lo que tuve cuando al primer intento el cronómetro de su Sporty WR30 paró en el primer doble cero posible de las centésimas de segundo, ahí donde exactamente se cumple el primer segundo y empieza el siguiente. Y cuando es por habilidad, esa habilidad no es necesariamente virtuosa, porque puede servir a la concreción de una hazaña banal, a la conquista exigente de una meta insignificante, con pena y sin gloria.
Para el sermón laico “Impossible is nothing”, el mundo donde se tienen por heroicas las hazañas de Muhammad Ali es más grande –más abarcativo– que el mundo donde se tienen por heroicas las de Bill Mitchell, que en 1994 hizo el primer juego perfecto de Pacman de la Historia. (Más exigente aún es el Salomón del Eclesiastés, que hace una única excepción, divina, a su Vanidad de vanidades, todo es vanidad –sin esa excepción no estaría en el libro canónico del exceptuado.) En la elección de la ilustración que acompaña de fondo la arenga, se marca un mínimo de adhesión y llegada pretendido, que es a lo que equivale decir un mínimo de importancia. ¿No resultaría cuasi humorísticamente contrastante que en lugar de Muhammad Ali estuviera Bill Mitchell acompañando ese discurso (similar en su tono y solemnidad al que humorísticamente usaron en su momento unos conductores de radio para presentar la noticia de su proeza)? ¿No batió Bill Mitchell también el record de distancia entre el mérito y la banalidad del logro (competencia no falta)?
Resumo. El requisito político de lo heroico es la necesidad de satisfacción de nuestro sentido de lo que es justo o merecido que pase, de lo que no es vano ni en vano. La resistencia al dejar de ser disminuye cuanto menos creamos que es injusto ese dejar de ser, como puede pasarnos en una senilidad prolongada y progresivamente decrépita, por ejemplo. Pero no hay interrupción azarosa (inmotivada) de una vida en su plenitud o en su proyección que no nos resulte inmerecida o arbitraria, sin sentido, en fin: que no nos suscite una impotente sensación de injusticia.

4.



Estaba pendiente, como segundo punto, el asunto de la trascendencia o posteridad, la sobrevida imaginaria y definitiva con la que se fantasea descansar finalmente de la cadena de sobrevidas parciales que le evitan a uno un final prematuro. Si el aspirante a héroe trabaja para esa trascendencia, trabaja para un artículo de fe, para un efecto que por definición no conocerá, algo para otros aunque sea sobre sí, como es que lo sobreviva su nombre, su fama o su gloria.
¿Cuál es el atractivo de la inmortalidad, lo que nos la hace deseable? El inmortal desconoce una preocupación que aqueja a los mortales (al menos, a los interesados en no serlo): la preocupación por sobrevivir. El inmortal sobrevivirá a la contingencia actual, por peligrosa que sea, como ha sobrevivido a las anteriores y sobrevivirá a las posteriores, porque no puede no sobrevivir, por definición de lo que es no poder morir (no es un logro, es una definición de un rol basada precisamente en una imposibilidad definitoria, la inversa o el negativo de la imposibilidad que define a un mortal, que es la de no poder no morir). Es el mortal fantaseando no serlo, ser un sobreviviente no sólo de esta vez sino de todas las veces. El super-algo (hombre, calefón o lo que sea) es el perpetuo sobreviviente, el que vence por igual situaciones fáciles y todo lo adversas que se quiera: “el eterno”.
Esa ilusión de inmortalidad póstuma, que para el héroe es un logro mayor, es pariente de la suspensión de la certidumbre de nuestra mortalidad, como un olvido programático, que para cualquier persona es una condición implícita y necesaria para actuar, en lugar de no hacer nada. (El final que debe desatenderse para actuar, a pesar de hacerlo en una pendiente resbaladiza que lo tiene por destino inexorable, tiene que ser un final no deseado; puede ser el de la vida, pero también, aun salvando las distancias –en la dirección que se prefiera–, el final de la juventud, el de una relación amorosa o el de unas vacaciones.) Análoga a la suspensión de la incredulidad que hace posible la aceptación y la experiencia de las ilusiones artísticas (según un Colorige recordado por Borges), aquella suspensión desplaza lo intolerable en sí de la muerte segura pero aún desconocida a su inminencia no deseada, a su cuenta regresiva resistida, ahí precisamente donde la suspensión se levanta y la muerte pierde abstracción.*


Cuanto más alejados del momento actual estén nuestros recuerdos y expectativas, más abstractos serán. La mayor actividad tiene lugar en las inmediaciones de nuestra experiencia. En la medida en que se pueda experimentar el fin del experimentar, la muerte se experimenta como peligro, o sea, como inminencia, no como posibilidad inevitable. No es una experiencia el mero saber que me voy a morir; sí, saber que me estoy por morir, o saber la fecha o la causa de mi muerte. Es la diferencia entre creerme en una cuenta progresiva y saberme en una regresiva.


Acaso porque es la excepción y una rareza deseable o bien valorada, el hecho de que un nombre sobreviva, que el individuo que se discierne con ese nombre trascienda a su muerte en su fama o en su gloria, es algo que no deja de registrarse ni de ponerse en circulación (se lo use o no además como propaganda de valores e ideales culturales). Ese sucedáneo de inmortalidad ejerce la suficiente atracción como para movernos en su conquista (suele metaforizárselo con una avidez: el hambre o la sed de gloria). No será el premio mayor, pero tampoco es uno desdeñable. (Además, mientras la inmortalidad sea inalcanzable, ese sustituto simbólico será de hecho el premio mayor que se pueda alcanzar en términos de permanencia y perduración.)

La resistencia

          Los Simpsons, “El turbio y oscuro mundo de Marge Simpson” (temporada 8, episodio 11).



En las antípodas se ubica el que, en lugar de repechar la pendiente, está resistiendo el resbalón y se desanima ante la evidencia de la caducidad del modelo a emular (“¡Qué deprimente!”, suspira Marge: haya o no aguantado ahí el gato, lo cierto es que las fechas no le dan para que aún pueda estar vivo –un caso más de elocuencia contextual contradictora). Ante el asalto de esa evidencia, en lugar de un sucedáneo de inmortalidad como motivación para actuar, como tiene el aspirante a héroe, el meramente resistente tiene una postergación del final, un aferrarse a la existencia durante el tiempo que se pueda y desee, o sea, mientras no se sufra intolerablemente (o ni se sufra ni se goce, como una piedra, por ejemplo).

No hay esfuerzo que a la larga no sea vano, si para no serlo debe ser útil o suficiente para anular la posibilidad de la muerte; es decir: no hay esfuerzo para eliminar del menú el cambio de la muerte (la posibilidad de dejar de ser) que no sea tan vano como erróneo habrá sido considerarlo posible y necesario. En esa perspectiva, el fin es con todo y con todos tan insobornable y complaciente como el guardián de “Ante la Ley” con el campesino: “Lo acepto todo para que no creas haber dejado nada por hacer para conseguirlo”. La experiencia acumulada en poliorcética trasunta una inexorabilidad comparable: parece que la Historia no registra ninguna resistencia victoriosa de ciudades o fortificaciones sitiadas.*


Algo que escribí sobre lo que dijo Dolina la noche del martes 27 de febrero de 1996, un día que Gismonti tocó en Buenos Aires:

...Decidí profanar ese clima, preferí ser irreverente con esa desgracia, frivolizar su culto; prendí la radio y me puse a escuchar a Dolina, cosa que un rato antes había descartado. Su charla inicial (el bloque “Reflexiones”) me produjo una sugestión poderosa. Dolina habló de Masada, la ciudad que parecía inexpugnable y que cayó luego de un prolongado sitio. Habló de la eficacia prácticamente infalible de los asedios; dijo que la Historia no daba noticias de una sola ciudad sitiada que no hubiera caído, más tarde o más temprano. Con este dato, supuso la objeción de una mentalidad “práctica”: ¿qué sentido tenía resistir, si ello sólo alcanzaba para postergar la caída de la ciudad, no para evitarla? Comparó entonces la situación de la vida con la de una fortaleza sitiada que no se rinde, que decide resistir (acaso –agrego yo– porque cree poder inaugurar la historia de las ciudades sitiadas victoriosas). Ensayando una de sus alegorías, Dolina hizo de esa resistencia a un final inevitable una imagen de la existencia humana. Justificó esa lucha, la eximió de la vanidad pese a enfrentar a un enemigo invencible; instó a ella, más allá de su segura derrota. Llamé por teléfono al programa para agradecer la charla, que sentí amistosa, casi destinada; me dio ocupado.

Con ese deseo de máxima y ninguno de mínima, no pesa o pesa menos que el gato resistente evite la muerte apenas esa vez, y no definitivamente; con esas expectativas pierde todo valor cualquier postergación no ilimitada del dejar de ser. Así, la resistencia del gato pierde la posibilidad de tener un valor perenne ante su caducidad segura, sobre la que se proyecta la caducidad inexorable de la propia y de toda lucha.
Pero de lo “deprimente” de esa caducidad segura, Marge sale con una reafirmación del valor ocasional de esa resistencia (del valer la pena de ese resistir esa vez). Marge sale de esa pesada depresión existencial con algo tan motivador como un elogio de Lisa a algo tan trivial y liviano como los Pretzers que hace. Con tiempos de dibujo animado, Marge pasa de haber bordeado el abandono a insistir. (Más adelante, creerá que el éxito habrá venido de esa perseverancia, hasta que se enterará de que se lo facilitó un acuerdo con la mafia de Tony el Gordo que hizo Homero a escondidas –parodia del fair play “Persevera y triunfarás”.)

Como se ve, la salida de la depresión desmotivadora y claudicante es pragmática, incluso oportunista; dice algo así: “No importa que alguna vez vayas a ser derrotado; importa que no sea justo esta”. Como la vez de la derrota puede ser cualquiera, como cada día puede ser el último, hay quienes denuncian que el valor del futuro está inflado y el del presente, subestimado, empezando por el del más puntual aquí y ahora. Y entonces recomiendan que se reduzca drásticamente el alcance de las previsiones, la longitud del futuro, de modo que tan sólo llegue al día y sus partes (recoge el día parte a parte, como se recogen los frutos del suelo, según la etimología de carpe diem que recuerdo que nos contaba Prieto –complemento o razón del carpe diem es precisamente el memento mori: “recuerda que vas a morir”). A veces van más allá, y reclaman que el proyecto no asfixie a la jornada o directamente que haya sólo jornadas que no sean de ningún proyecto, que no valgan por lo que contribuyen a construir en el largo plazo, sino por lo que consiguen gozar usufructuando en el corto.
Pero la atención concentrada que mejor sirve para gozar la vida no es la que mejor sirve para proyectarla. Para ir al trabajo, hacer citas, encarar un estudio, empezar cualquier empresa o aventura, etc., no se puede actuar como si este fuera el último día de nuestra vida, sino como si supiéramos que no será el último. ¿Pero qué ocurre si sabemos que sí?

La despedida

1.


Quino, en el libro Bien, gracias. ¿Y usted?



Romance del enamorado y la muerte, anónimo.
Cantan María Elena Walsh y Leda Valladares.


Sin ayuda externa, al gato del poster le espera una caída. En una versión, el gato espera suplicando esa ayuda. En la otra, una voz en off lo insta a esperarla resistiendo, a retener hasta entonces la esperanza de salvarse (su caso no es tan grave, ya sé; el póster es la exageración eufemística de una verdadera tragedia: se sabe que los gatos siempre caen parados y que la altura de una soga para colgar ropa les es inofensiva). La instigación desde afuera y la plegaria hacia afuera de las dos versiones del “Hang in there” se convierten en reproche entre pares en el dibujo alegórico de Quino.
En la otra soga que se corta, hay un destino que se cumple (en punto y económicamente: en el mismo acto con que se lo intenta eludir, como le pasa a Edipo y, más cerca en tiempo y tema, a la criada del cuento). En los relatos de nuestra cultura, lo que está fuera de nuestras fuerzas y posibilidades cercanas se corporiza en fuerzas superiores: «Soy la muerte, Dios me envía». La mayor manifestación y prueba de la superioridad de esa fuerza está en lo inexorable de sus designios (otra, en lo inimputable: a ese enviador se le acepta una justicia secreta, inescrutable, donde todos sus actos se justifican). Ahí hay alguien, un enamorado, que pierde una pulseada cuando no puede eludir su destino y fracasa en burlar a la muerte (en este caso, es la proposición afirmativa –ya un lugar común– la que suena a negación: “El amor es más fuerte que la muerte”). Volvemos a encontrarnos con la poliorcética y su saga de resistencias vencidas, y con la muerte atravesando hermeticidades humanas (como después irá a hacerlo a un cuento de Poe, “La máscara de la muerte roja”); recitemos el diálogo:
«Vi entrar señora muy blanca, / muy más que la nieve fría. /
–¿Por dónde has entrado, amor? / ¿Cómo has entrado, mi vida? / Las puertas están cerradas, / ventanas y celosías. /
–No soy el amor, amante. / Soy la muerte, Dios me envía.»
Cumplida la hora, «se cortó el cordón de seda» del enamorado y la muerte vino a atajarlo (podría decirlo peor: pasó a buscarlo justo cuando se murió; o mejor: «la muerte, que allí venía: / Vamos, el enamorado, / que la hora ya es cumplida»). Ni el espacio ni el tiempo frenan a la Muerte, que entra donde quiere y es muy puntual en sus mandados; esta voluntad invencible es una metáfora animista de lo inexorable de un final. El personaje de la muerte implacable es un cumplidor cabal del consejo que da otro enviado, el espía chino al servicio de Alemania del cuento de Borges “El jardín de senderos que se bifurcan”, Yu Tsun: «El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado».
Pese a las negaciones fantaseadas, de un enamorado no hay que esperar una victoria sobre la muerte, sino la mejor derrota. Perdido por perdido, en lugar de ponerse a resistir en vano, nuestro enamorado primero pide más tiempo y después se apura en aprovechar el que le dan; sigue con ánimo de disfrutar, incluso aplazado. Tan bien lleva la derrota ante la «señora muy blanca» que puede presentársela a su amada Blanca totalmente rebajada (revertida, incluso, aun si sólo es retórica la reversión): «La muerte me anda buscando. / Junto a ti vida sería». He aquí otro enamorado envidiable.

2.

          “Nicija zemlja” (título original en bosnio; en inglés, “No man’s land”; en español, “Tierra de nadie” y “El último día”; Danis Tanovic, 2001)

La diferencia entre los dos errores es sensible: en uno, el experto alemán está vivo (no acaba de perder la vida al elegir su profesión; apenas acaba de jugarla desde el primer error); en el otro, no. La necesidad de conservar el invicto le hace carne la opción de Vencer o morir (la misma que tiene una presa ante su depredador). Y eso también es pender de un hilo (imagino que ésta sería la imagen más usada para graficar su situación).
Por supuesto, sobre el terreno el experto alemán pende del mismo hilo del que pende Cera, riesgo que asume en el trabajo de salvarlo. Pero Cera queda pendiendo solo, cuando el experto le comunica al resto que no puede hacer nada y todos se retiran. Cera, que desde el minuto 30 de la película, cuando lo dieron por muerto, yace cautivo sobre una mina antipersonal puesta para matar a quienes vinieran a retirar su cuerpo, sabe que en cuanto se mueva de más explotará, como puede sucederle dormido. La última escena de la película lo muestra tendido y empequeñecido por la perspectiva aérea que también lo abandona, con la noche que cae y vuelve a hacer de esa trinchera intermedia una tierra de nadie. Acto seguido, los créditos.
Imaginemos una continuación de la película hacia el final de la vida de este otro aplazado, en línea con el final del aplazado del romance, aunque sin su movilidad ni su enamoramiento.

2.1.



Vivir hasta dormir: ése es el plazo más probable que tiene ahora Cera. Es un condenado, pero aún le tiene miedo a bordear un precipicio precisamente porque no ha renunciado a la vida, o sea, por lo mismo que rechaza suicidarse de una sacudida para acortar la espera.
No es necesario que aún retenga alguna esperanza de salvarse; también sin eso puede preferir seguir, y no para usar el tiempo que le queda para sufrir que le queda poco tiempo. No puede salir de la situación pero sí de pensar zahirescamente en la situación. No se miente, no se engaña, pero no por eso se precipita: en vez de entregarse, logra saborear los últimos momentos de existencia y de conciencia mientras espera; mejor dicho, resuelve o le sucede distraerse de esa espera y se concentra en algo que ve o escucha, o en un recuerdo (el de la foto a la que se aferra, por ejemplo), o en una fantasía. O, supongamos, reproduce en su cabeza “Prism”, de Keith Jarrett (último track del disco Changes).
El último de sus cambios lo sacará de esa inmersión como un despertador lo sacaría del sueño, salvo que ya no existirá para poder recordar de qué o de dónde lo sacaron. Pero habrá logrado que la muerte, incluso anunciada, lo encuentre disfrutando. No imagino una fortaleza anímica y una heroicidad privada más envidiables, ni un callejón sin salida más sereno.*


3.

Argumentos afines al de ese post scriptum imaginario para El último día pueden verse en otras películas, aunque con aplazados algo más holgados; por ejemplo, en Volver a empezar, de José Luis Garci, o en Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand. Sobre ésta le comenté en un mail a Gerardo el 7 de febrero de 2004:

«...desde la primera o segunda escena usted se entera que uno, en su acto póstumo de coquetería, va a adelgazar 21 gramos al final de la película; la dieta es un cáncer terminal. El argumento, como ve, pide un drama; sabio o pícaro, el director nos da una comedia, o casi. El desvío no nos salva de las lágrimas, pero les cambia el sabor: la emoción que me humedeció los ojos no fue amarga; de haber sido un melodrama, habría llorado de tristeza o de lástima. En la catarsis que hice acá no hubo conmiseración: hubo satisfacción, hubo orgullo ajeno, incluso envidia (toda la que sea posible tener en una situación así, que estamos de acuerdo en que es inelegible). El condenado y los familiares, amigos y ex amantes que lo rodean consiguen ser, cada uno a su manera y también el grupo que forman, envidiables. Obligado a ser alguno de los personajes de un trance análogo, me gustaría tener la suerte o el mérito de ser y hacer como alguno de ellos o de integrar esa comunidad o de ser el ricachón que la convoca y financia.
La razón de este efecto (que pude comprobar en otra gente que la vio) tal vez esté en que todos los personajes participan de cierta dignidad épica, gracias a la que –sin dejar de tener y mostrar debilidades humanas o humanizantes– conquistan y retienen felicidades vitales en medio de la adversidad, como un cactus el agua en medio del desierto. Ser feliz en el bienestar es una más de sus comodidades, o puede confundirse con una de ellas; serlo en la adversidad es un logro o una virtud de temperamento (la mezquindad de las circunstancias realza la conquista y aun el mero empeño). Lejos de mí la melancolía de hacer un elogio de la desgracia o la vanidad de hacer un elogio del gasto por el gasto mismo. Es estúpido no aprovechar la corriente, llevarle la contra de oficio. Pero una cosa es aprovechar su fuerza para ahorrar la propia o para sumársela, y otra cosa es resignarnos a que sea su capricho y no nuestro nado el que decida para dónde vamos; no contradecirla por pereza (rifo mi felicidad) o por resignación (me asumo fatalmente infeliz) es tan estúpido como contradecirla por norma. En este sentido, el melodrama es un género derrotista: a circunstancias adversas, caracteres infelices, que son caracteres vencidos, obedientes de una fuerza que la va de fatalidad dictatorial.
Una lógica parecida da realce a la película. Lo normal es que una película con el 99% de sus personajes envidiables o simpáticos no sea buena; la excepción que es “Las invasiones bárbaras” tiene el doble mérito de ser tal y de hacer con su hazaña más perceptible la regla casi perfecta de la que logra zafar (la calidad de una resistencia da la mejor medida de una fuerza).
Cualquier película que emociona es sospechosa de asestar golpes bajos. Si los tiene, la misma emoción que producen o de la que se aprovechan me hace a mí, su víctima, cómplice de ellos, y esa complicidad es una ceguera.»