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viernes, 31 de agosto de 2012

El perro adelante para que no se espante 001 (0.0.1)


Agregué este párrafo en la sección 2 Selene y yo del ensayo:
Si no es un chiste (o un modo gracioso de contener la ira en un pedido serio, un reclamo), nadie deja carteles para que los lean los perros, sencillamente porque no hay perros lectores.


miércoles, 29 de agosto de 2012

Entusiasmos IV 004 (2.1.0)


Diversos y dispersos cambios, hechos entre anteayer a la tarde y recién. Así era el ensayo en su versión 2.0.0, desde la mañana hasta la tarde del 27 de agosto:

          “La historia de cualquier parte de la Tierra, como la vida de un soldado, consiste en largos períodos de aburrimiento y breves períodos de terror.”
          Derek V. Ager, geólogo británico

          Epígrafe de la parte IV, “Un planeta peligroso”, de Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson*
          Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007, pág. 227


          Catherine Manoukian en “Women of Music”.*
          Si bien mezclo capturas de pantalla de momentos diferentes, el fragmento principal y con el audio original puede verse a partir del minuto 4:29 de este video. En cuanto al audio agregado, se trata de una improvisación en piano que hice hace mucho y que alguna vez titulé “Abandono de la espera”.

1.

Como en el epígrafe de Zambullidas, el primer epígrafe de su cuarto ensayo aniversario muestra una desproporción (allá, espacial –«infinita» ciénaga versus «pequeña turbulencia»–; acá, temporal) entre dos extremos de intensidad: baja, la relajación relativa de los «largos períodos de aburrimiento», que hace juego con la plancha de la «ciénaga infinita»; alta, los sobresaltos de los «breves períodos de terror», que hacen juego con la excitación de los ataques de entusiasmo.
Las intensidades de alturas similares difieren de un epígrafe al otro. La calma siempre sospechosa de los procesos geológicos y de los intervalos bélicos es procesión que va por dentro, acumulación silenciosa de tensiones destinadas a liberarse con la brevedad y el estrépito de las urgencias postergadas. En cambio, la calma chicha de la ciénaga es mera falta de actividad, sin desarrollo: es la inercia de una inacción que no gesta las interrupciones que sufre.
Entre las intensidades altas la diferencia (o tal vez sólo mi interés) es mayor. Si no para la Tierra o cualquiera de sus partes, al menos para el soldado el terror es (la emoción de) una reacción ante un cambio de inercia indeseable (concretamente, ante la amenaza de un alto riesgo de muerte en lo inmediato, la sensación desasosegante de su inminencia frente a una novedad de desenlace incierto o negado). Por su parte, el entusiasmo que ataca al hombre de Kafka es una acción para producir algún cambio deseado (concretamente, para salir de la apatía inercial que lo empantana).
Sobre esta diferencia se monta la que me interesa: la motivación que no es necesaria para reaccionar es necesaria para actuar, para entrar en acción y sostener el interés. La expansión motivacional del entusiasmo puede que luzca mejor con el alto contraste de la apatía dominante que viene a interrumpir. Pero si privilegiamos lo funcional a lo estético debemos decir que ese alto contraste quiere privar de razón de ser al entusiasmo, además de empequeñecer su gigantismo emocional. Veamos por qué.

1.1

Volvamos al carácter excepcional –o al menos de frecuencia baja: «a veces»– que tienen en el epígrafe de Kafka el entusiasmo que ataca al hombre-ciénaga y la metafórica rana que se zambulle «en un punto no determinado» de la ciénaga-hombre. Volvamos también a la asimetría desaforada que hay entre la infinitud de la ciénaga y la pequeñez de la rana (significada indirectamente por la pequeñez de la turbulencia que produce, de modo que a la rana la imaginaríamos así aun si no supiéramos qué es). Agreguemos la brevedad del ataque y de la zambullida (el tamaño de lo que quedó en episodio) y la cortedad de sus efectos (el tamaño de su trascendencia, la sobrevida de sus huellas).
La rareza, la pequeñez material, la brevedad episódica y la cortedad de su registro (la velocidad de su borramiento): todas estas disminuciones se aplican a jibarizar a uno de los eventos humanos más energéticos. El entusiasmo, con todo lo inmenso e incesante que se ve al lado de rutinas y apatías, es diminuto y fugaz visto a la escala del universo de interacción en el que interviene, en el que es un evento, una jugada del juego. A esa escala, sus diferencias con acometidas de mediana o baja intensidad se pierden de vista. (A escala humana, una ballena en el mar es una monstruosidad dentro de otra; a escala oceánica, apenas otro pequeño zambullista.)*
Una cosa es que un episodio grande dentro de un mundo mucho mayor termine resultando pequeño, como acá; otra muy distinta, que esa inmensidad esté dentro de un mundo diametralmente ínfimo. En el primer caso se termina en una corrección o desmentida, inducida por un juicio de estimación que ha sido sobreestimulado con un alto contraste (pero en una relación de inclusión consistente). En el segundo caso puede no salirse de la duda; uno puede no saber qué pensar, no resolverse a juzgar un hecho por no poder abandonar alguna de las dos perspectivas, por ejemplo.



1.2

La reperspectivización coloca al entusiasmo en el barrido del Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». La evanescencia de tanto empeño atenta contra su sentido, si lo queremos o necesitamos imperecedero e indestructible. El ninguneo trepa al título: “Episodio sin consecuencias”, le puso un editor al escrito de Kafka en la versión que usé.*
Franz Kafka, Parábolas y paradojas, Editorial Fraterna, Buenos Aires, 1979, p. 91; “versión al castellano –dice– de Gustavo A. Baum”.
Esa falta es la razón esgrimida para aquella vanidad con estructura de vacuidad: un episodio sin consecuencias es tan fantasmático como un cuerpo sin reflejo o sin sombra (o una acción sin efecto, que será fantasmal pero al menos consistente, no como un efecto sin acción). Y un fantasma efímero no parece un candidato muy atractivo para el cargo de ser algo por lo que valga la pena moverse (y mejor si además provoca esforzarse, interesarse, entusiasmarse, apasionarse, enamorarse, etc.). Al que de todos modos lo elija como sentido de vida le insistirán que no tiene sentido confiar su salud existencial a algo que está a punto de perderse sin dejar rastros. Así de tenue se ve desde ese maximalismo el entusiasmo, que visto desde pretensiones menores no deja de ser (el modo de encare de) uno de los actos con mayor intensidad de que seamos capaces, uno de los vínculos más fuertes, de mayor compromiso, que podamos tener con el actuar (gracias a que así lo independizamos de contraprestaciones: no somos interesados; estamos interesados).

2.

Mínima o medianamente, si participamos de una cultura debemos involucrarnos y comprometernos en proyectos para hacer uso de los conocimientos y habilidades acumulados de generación en generación. Debemos creer en esos proyectos: debemos creer en el sentido de esos proyectos, y para eso necesitamos motivos para actuar. Esa motivación es el sentido, sea que pensemos que la vida tiene uno o que no pero que soporta el que uno le dé (como “el papel aguanta lo que le pongan”, como decía mi abuela Akiska). Mínima o medianamente, debo tener una aceptación casi contractual del hecho (insisto: sea independiente o sea derivado de mis necesidades, deseos e intervenciones) de que tiene sentido lo que hago, de que vale la pena hacerlo en lugar de no hacer nada (opción de mínima, precisamente).
Por debajo de ese mínimo está la apatía; por arriba de esa media, la pasión. Acá, los extremos no se tocan; más bien se repelen: la acción de un entusiasmado es incompatible con un descreído, un escéptico del sentido, como ser feliz es incompatible con ser apático.

2.1

No se trata de que te suceda o de que hagas algo, sino de que lo experimentes, ya sea que te suceda o que lo hagas. Experimentarlo significa que registres esa interacción con el medio y que la metabolices simbólicamente: que le des un sentido y un valor (en definitiva, alguna significancia).
Cada experiencia es única en razón de que es una mezcla única de cuánto se habla ahí (además de cómo y qué) de lo que se experimenta (o sea, de la interacción) y cuánto del que experimenta (o sea, de su metabolismo simbólico).
Por lo demás, la intensidad de esos registros es escalable: desde el grado cero del gorila inadvertido o del color rojo para un ciego de nacimiento, hasta grados tan altos como los de un orgasmo, un éxtasis o un trance. De estas alturas habla Catherine Manoukian.

2.2

Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados, ya sean logros o éxitos) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos (y no en razón, por ejemplo, de que compartan la creencia en un ser superior o en una condición supranatural de lo humano).
El entusiasmo es la memoria de estas intensidades fuertes trabajando ahora, en la expectativa de volver a experimentarlas, en el mantenimiento o el incremento del interés. La felicidad se define en relación con el futuro al que apuntan esas expectativas de bienestar y satisfacción; el gozo, en relación con el presente donde se cumplen (en la buena o mala medida de lo posible).
Puede ser árido funcionar sin gozo: sin alegrías, sin momentos felices (que en distribución, intensidad y fugacidad se parecen al entusiasmo esporádico –un “ataque”–, a la zambullida que se le parece, y al breve terror de los soldados que se venían aburriendo). Pero más árido debe ser funcionar habiendo perdido la esperanza –y antes la expectativa– de estar mejor: sin al menos una ilusión de felicidad con la que uno pueda soñar, algo que alimente un deseo de seguir y, en el mejor de los casos, de “estar interesado al punto de amar las cosas” (condición para ser feliz).


lunes, 27 de agosto de 2012

Entusiasmos IV 003 (2.0.0)


Aumento y reorganización del ensayo. Acabo de agregarle el epígrafe de Bill Bryson y las secciones 1, 1.1 y 1.2 que hablan de ese primer epígrafe. Lo que era antes de hoy el ensayo quedó distribuido en las actuales secciones 2, 2.1 y 2.2. Hice cambios y agregados en lo que era el último párrafo de la antigua sección 2 y del ensayo. Antes decía:
Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados, ya sean logros o éxitos) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos (y no en razón, por ejemplo, de que compartan la creencia en un ser superior o en una condición supra natural de lo humano).
El entusiasmo es la memoria de estas intensidades fuertes trabajando ahora, en la expectativa de volver a experimentarlas.

Ahora dice:
2.2

Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos (y no en razón, por ejemplo, de que compartan la creencia en un ser superior o en una condición supranatural de lo humano).
El entusiasmo es la memoria de estas intensidades fuertes trabajando ahora, en la expectativa de volver a experimentarlas, en el mantenimiento o el incremento del interés. La felicidad se define en relación con el futuro al que apuntan esas expectativas de bienestar y satisfacción; el gozo, en relación con el presente donde se cumplen (en la buena o mala medida de lo posible).
Puede ser árido funcionar sin gozo: sin alegrías, sin momentos felices (que en distribución, intensidad y fugacidad se parecen al entusiasmo esporádico –un “ataque”–, a la zambullida que se le parece, y al breve terror de los soldados que se venían aburriendo). Pero más árido debe ser funcionar habiendo perdido la esperanza –y antes la expectativa– de estar mejor: sin al menos una ilusión de felicidad con la que uno pueda soñar, algo que alimente un deseo de seguir y, en el mejor de los casos, de “estar interesado al punto de amar las cosas” (condición para ser feliz).

También agregué el ensayo al Libro 4, Entusiasmos, de la Biblioteca.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Entusiasmos IV 002 (1.0.1)


Ayer hice algunos cambios menores en el ensayo. Antes terminaba así:
Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados, ya sean logros o éxitos) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos.

Ahora termina así:
Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados, ya sean logros o éxitos) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos (y no en razón, por ejemplo, de que compartan la creencia en un ser superior o en una condición supra natural de lo humano).
El entusiasmo es la memoria de estas intensidades fuertes trabajando ahora, en la expectativa de volver a experimentarlas.


Entusiasmos III 002 (1.0.0)


Registro unos cambios que hice en el ensayo durante las primeras horas del 16-8-2012. En la versión anterior, la sección 2 terminaba, después de la cita que de Avenarius hace Shklovski, con esta continuación:
Cualquier administración de energías limitadas es una variante de la proporción mucho y breve. Si fueran ilimitadas, podrían abastecer la prolongación, incluso indefinida, de esa intensidad. No siéndolo, son usadas en la dirección contraria: se las regula, ahorra, negocia, regatea, mientras se acorta su duración cuanto más alto sea su gasto. La estrategia es reemplazar una prolongación costosa por una recurrencia de intensidades tan altas como breves, que a un buen ritmo da una buena ilusión cinética, la de una continuidad necesitada.
Necesitamos de esa ilusión porque en nuestra noción de identidad lo que hay es una unidad –si lo sabe, la de un yo– que se prolonga, que dura lo más que puede. (Una identidad instantánea es una contradicción en los términos. Algo, siquiera mínimo, debe prolongarse; cuánto, varía según cómo administre esa alma las energías limitadas de que dispone).

Desde la madrugada del 16, la sección 2 termina con la cita de Shklovski-Avenarius y a continuación creé la sección “1.1 ...y la opción vital que sus llamas metaforizan” (por lo que la sección 1 pasó de llamarse “Una introductoria caña coligüe y la opción vital que sus llamas [antes, 'llamaradas'] metaforizan” a llamarse “Un introductoria caña coligüe...”). La nueva subsección incluye aquellos dos párrafos anteriores, con modificaciones leves, y dos más, recuperados (con cambios) del documento de texto donde trabajé el ensayo. Completa, quedó así:
1.1 ...y la opción vital que sus llamas metaforizan

Cualquier administración de energías limitadas es una variante de la proporción mucho y breve. Si fueran ilimitadas, podrían abastecer la prolongación, incluso indefinida, de esa intensidad. No siéndolo, son usadas en la dirección contraria: se las regula, ahorra, negocia, regatea, mientras se acorta su duración cuanto más alto sea su gasto. La estrategia para simular la combinación de estas virtudes mutuamente excluyentes es reemplazar una prolongación costosa por una recurrencia de intensidades tan altas como breves, que a un buen ritmo da una buena ilusión cinética, la de una continuidad necesitada.
Necesitamos de esa ilusión porque en nuestra noción de identidad lo que hay es una unidad –si lo sabe, la de un yo– que se prolonga, que dura lo más que puede. (Una identidad instantánea es una contradicción en los términos; algo, siquiera mínimo, debe prolongarse: cuánto, varía según cómo administre esa alma las energías limitadas de que dispone.)

Las experiencias tienen la limitación que impone ese acortamiento de la existencia asociado al incremento de su intensidad. En una vida al límite rige la preferencia por consumirse rápido brillando mucho, a lo caña coligüe pero mejor conocido como “reviente”. Para fines aleccionadores y disciplinarios, ese consumirse rápido es presentado como un castigo al derroche (el de un desenfreno, el de un exceso descontrolado que desordena y pone en peligro al desmesurado).
Redundo: ahí es donde perturba la preferencia y opción por renunciar a una porción razonable de duración a cambio de una dosis casi enloquecedora de satisfacción, demasiada para metabolizarla a tiempo, como en una suerte de atracón emocional (similar al que lanza marineros al encuentro de las sirenas que se hacen oír).


viernes, 17 de agosto de 2012

Entusiasmos I 002 (0.1.1)


Parte II, primer párrafo, penúltima frase: le agregué el asterisco con la nota que abre.
Parte III: agregué (restituí, más bien) los tres párrafos que hay después del segundo:
Hasta donde sé, Dios y el Diablo disputan por ganar el mayor número de almas, no las mejores (otra cosa es que para Dios las que él gana sean las mejores, por la fe o por los actos, y las premie con un alojamiento eterno en el paraíso, mientras castiga a las otras con un alojamiento igual de eterno en el infierno). No reclaman más puntaje en el juego por la calidad del alma ganada, como la jerarquía de puntos en que se ordenan las cartas en la escoba del 15 (7 de oro, 7 de espada, etc.; uno de los grados de esa jerarquía es ganar en cantidad, ser el que tiene más cartas; pero sólo uno, y no de los que más suman). Entre las almas no hay voto calificado; el reparto del botín entre Dios y el Diablo no es aristocrático, es democrático: un alma, un punto. Al final las contamos y el que más tiene, ganó. A eso juegan Dios y el Diablo en el Taller, en vez de laburar.
Pero eso no significa que les sea indiferente qué alma ir a ganar. La estrategia de ganar almas en cadena hace preferir la conquista de las que tienen aptitudes de liderazgo o dones de gravitación, que de paso le hacen publicidad gratis al conquistador (“Yo, Albert Einstein, soy un alma ganada por...”). Lo que nos dicen esa preferencia y esa adquisición de un arreo entero, con ovejas y pastor, es que las redes de los pescadores de almas se han desarrollado mucho desde su estreno apostólico; han acumulado mucho conocimiento y experiencia, y acaso están en una etapa de producción industrial, o sea, de tecnologías y rindes tan distantes como una lancha pesquera familiar del puerto de Mar del Plata lo está de un buque factoría de alta mar. Los reclutadores del Paraíso eterno ahora también son mediáticos y masivos; Dios no ahorra recursos, tampoco el Diablo. Pero que la estrategia los haga selectivos no significa que lo sea su objetivo, que sigue siendo ser meramente caudaloso.
Si un zambullista se colara en ese juego, le cambiaría el principio que lo mueve (y si los veteranos del juego no se lo permitieran, jugaría como si no rigiese). Aunque el ritmo de conquista le bajara sensiblemente, ante todo le gustaría ser algo selectivo, no sumar sino coleccionar. Se supone que después lo espera una eternidad de convivencia con las almas que se gana. ¿Por qué no habría de (preferir) elegir su compañía para un viaje tan largo? Y entonces preferiría ganar una clase de almas antes que otras; almas por las que sentiría más expectativas, interés y placer –en síntesis, más entusiasmo– en el proceso de ganarlas; almas por las que está dispuesto a demorar la conquista y a aumentar o aglutinar esfuerzos.

Entusiasmos IV 001 (1.0.0)


Tuve problemas técnicos anteayer con el ensayo, por lo que la versión que publiqué era muy provisoria. No logré insertar tres galerías de imágenes (las capturas de pantalla de "Women of Music") con slideshow, como la de "Orificios". Así que en vez de eso primero me resigné a hacer tres videos mudos (del que sólo colgué el primero) y después se me ocurrió hacer un solo video con separadores para cada cita y la improvisación en piano que en su momento titulé "Abandono de la espera".
También agregué unos párrafos que estaba escribiendo en el editor HTML de "Entusiasmos I", hasta que desembocaron en referencias directas a lo que dice Catherine Manoukian en este "Entusiasmos IV". Lo de Keith Jarrett quedará seguramente para el próximo aniversario de Zambullidas.
Esto era lo que había hasta recién y desde que a la tarde de ayer corregí la precariedad de la noche anterior (ni siquiera pude publicar una versión con imágenes ahí donde se anunciaban, donde después puse el video mudo que ahora elimino):

No se trata de que te suceda algo ni de que hagas algo, sino de que lo experimentes, ya sea que te suceda o que lo hagas. Experimentarlo significa que registres esa interacción con el medio y que la metabolices simbólicamente: que le des un sentido y un valor (en definitiva, alguna significancia). Cada experiencia es única en razón de que es una mezcla única de cuánto, cómo y qué se habla ahí de lo que se experimenta (o sea, de la interacción) y cuánto, cómo y qué del que experimenta (o sea, de su metabolismo simbólico).
La intensidad de esos registros es escalable: desde el grado cero del gorila inadvertido o del color rojo para un ciego de nacimiento, hasta grados tan altos como los de un orgasmo, un éxtasis o un trance. De estas alturas habla Catherine Manoukian en el documental Women of Music:


Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados, ya sean logros o éxitos) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos.


Ahora se ve así, algo mejor pero igual de provisorio:

Catherine Manoukian en “Women of Music”


1.

Mínima o medianamente, si participamos de una cultura debemos involucrarnos y comprometernos en proyectos para hacer uso de los conocimientos y habilidades acumulados de generación en generación. Debemos creer en esos proyectos: debemos creer en el sentido de esos proyectos, y para eso necesitamos motivos para actuar. Esa motivación es el sentido, sea que pensemos que la vida tiene uno o que no pero que soporta el que uno le dé (como “el papel aguanta lo que le pongan”, como decía mi abuela Akiska). Mínima o medianamente, debo tener una aceptación casi contractual del hecho (insisto: sea independiente o sea derivado de mis necesidades, deseos e intervenciones) de que tiene sentido lo que hago, de que vale la pena hacerlo en lugar de no hacer nada (opción de mínima, precisamente).
Por debajo de ese mínimo está la apatía; por arriba de esa media, la pasión. La acción de un entusiasmado es incompatible con un descreído, un escéptico del sentido, como ser feliz es incompatible con ser apático.

2.

No se trata de que te suceda algo ni de que hagas algo, sino de que lo experimentes, ya sea que te suceda o que lo hagas. Experimentarlo significa que registres esa interacción con el medio y que la metabolices simbólicamente: que le des un sentido y un valor (en definitiva, alguna significancia). Cada experiencia es única en razón de que es una mezcla única de cuánto, cómo y qué se habla ahí de lo que se experimenta (o sea, de la interacción) y cuánto, cómo y qué del que experimenta (o sea, de su metabolismo simbólico).
La intensidad de esos registros es escalable: desde el grado cero del gorila inadvertido o del color rojo para un ciego de nacimiento, hasta grados tan altos como los de un orgasmo, un éxtasis o un trance. De estas alturas habla Catherine Manoukian.

Una inmersión lúcida y una confianza ciega en “lo que está sucediendo” y en su sentido (que no es lo mismo que en sus resultados, ya sean logros o éxitos) son las dos entregas de sí y presencias plenas –en tiempo y forma– que a Manoukian le hacen asimilar estos trances a los religiosos.


lunes, 6 de agosto de 2012

El canto de las sirenas 002 (0.1.1)


Reformas hechas en el párrafo que agregué en la modificación anterior. Hasta ahora, decía esto:
La gigantografía de Araceli impone a los ojos del automovilista una atracción fatal similar a la que el canto de las sirenas impone al oído de los navegantes. Esta diferencia de medios y sensores no hace pasar desapercibida la similitud de situaciones: ambos se desvían hacia una muerte segura en un viaje extático o erótico.

Ahora dice esto:
La gigantografía de Araceli impone a los ojos del automovilista una atracción fatal similar a la que el canto de las sirenas impone al oído de los navegantes. Contra la diferencia de medios y sensores se recorta la similitud de situaciones (arrobados que se desvían hacia una muerte segura) y la equivalencia funcional entre esa imagen y ese sonido arrobadores (ambos culturales, ambos artificios, ambos ardides para lograr un desvío).

Lo más probable que este comienzo siga cambiando, y tal vez se convierta en el apartado 1, junto con los párrafos que se agreguen para comparar más las dos situaciones.

Otro agregado menor que hice está al comienzo del paréntesis con que se cierra el antepenúltimo párrafo del apartado 5. Antes decía:
(Uno de esos regresados es Orfeo, cuyo canto superior determinó que las sirenas...

Ahora dice:
(«¡Oh desdichados, que viviendo aún, bajasteis a la morada de Hades, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola», les dice Circe a Ulises y los suyos. Otro de esos regresados fue Orfeo...

Ante la Ley hay un guardián 005 (2.1.1)


Acabo de agregarle su link y su texto emergente al título del cuento "De noche", que está al final del ensayo. También acabo de agregar después del punto final el asterisco y el video de YouTube que se abre al hacerle click, cuya descripción al pie tiene a su vez un link al comentario donde leí la conexión con el tema "At night", de The Cure.

sábado, 4 de agosto de 2012

Ante la Ley hay un guardián 004 (2.1.0)


Cambios leves en el que era el último párrafo del ensayo y ahora es el penúltimo, y agregado del que ahora es el último. Antes decía:
No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin concretarse. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta decirlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible –ya que no obligatorio– que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso y, si X muere esperando el cambio de orden, cerrar la puerta e irse.

Ahora dice:
No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a relevar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y que se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin concretarse. Él sí puede saberlo, según qué haya visto o de qué se haya enterado cuanto tomó posesión del puesto. Pero ni él ni nosotros sabemos si será el último u otro guardián lo reemplazará. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible –ya que no obligatorio– que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso y, si X muere esperando el permiso, cerrar la puerta e irse.

Antes que estar a la espera de X, que puede no venir nunca o venir cuando él ya no esté, el guardián está al servicio de la Ley. Luego, no lo rigen temores ni esperanzas, sino un imperativo que comparte con el vigía de otro cuento de Kafka, “De noche”: «Alguien tiene que velar, eso es así. Alguien tiene que estar ahí».

viernes, 3 de agosto de 2012

Biblioteca 004 (1.0.1)


Agregué "El canto de las sirenas" al Libro 5, El trance de partir (tercer ensayo de la parte I).

Cuentas regresivas 007 (2.0.1)


El 31 de julio hice cambios en la sección 2.2 del ensayo. Hasta ahí decía:
2.2
De ocurrir, la indignación y el terror ante la llegada de la muerte sería algo «verda-
deramente ridículo» sólo si damos por cierto que es posible que haya (y que efectivamente hubo) una preparación para que eso no ocurriera. Si no, podría ser simplemente evidencia de una imposible, nula o mala preparación (en los dos últimos
casos, según por cuánto falle, o sea, cuánto se aterre «al ver que la muerte llega» el
que malgastó su vida preparándose así para evitarlo).

Desde entonces dice:
2.2

De ocurrir, la indignación y el terror ante la llegada de la muerte sería algo «verdaderamente ridículo» sólo si damos por cierto que es posible que haya (y que efectivamente hubo) una preparación para que eso no ocurriera. Si no, podría ser simplemente evidencia de una imposible, nula o mala preparación: en los dos últimos casos, según por cuánto falle (o sea, cuánto se aterre «al ver que la muerte llega») el que malgastó su vida preparándose así para evitarlo; en el primer caso, según qué grado de sentido de existencia esté sosteniendo e impulsando a esa preparación (que resultará imposible en un grado cero, improbable en uno bajo y muy probable en uno muy alto).


En la primera frase de la sección 2.3 agregué el paréntesis con el link a "El canto de las sirenas"; ahora se ve así:
La muerte para la que se prepara el filósofo que lo es de verdad, el ideal de Sócrates, es una muerte inexorable, no una sorpresiva (como la de un accidente, por ejemplo); es la que llega...


Como comodines 007 (1.0.0)


Acabo de agregarle la actual sección 5 al ensayo (la empecé en la madrudaga de hoy y la terminé recién). En un principio pensé en publicarlo como un ensayo independiente, con el subtítulo "Como comodines II", con algún link al I. Pero después preferí integrarlo a este ensayo. Por ahora, dice esto:

5.

          «Más pequeños y más simples que las bacterias, los virus no están vivos. Cuando están aislados son inertes e inofensivos. Pero introdúcelos en un anfitrión adecuado y empiezan inmediatamente a actuar, cobran vida.»

          Bill Bryson, Una breve historia de casi todo, Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007; p. 378.

Para terminar, ajustemos la caracterización de un comodín viendo algunas otras cosas que se comportan igual.
Hay cuerpos celestes que emiten luz, como las estrellas, y cuerpos opacos, que sólo la reflejan (como la luna o los planetas). Sustituyamos luz por información de persona, tiempo, aspecto y modo y de un lado tendremos las formas conjugadas de un verbo castellano, que la emiten, y del otro las infinitivas, que la reflejan.
El infinitivo y el gerundio de un verbo, por ejemplo, adoptan la información que da el verbo conjugado con el que se relacionan: el sujeto (que pueden tomar del sujeto del verbo, como en “Quiero [yo] tomar [yo] un licuado”, o de su destinatario, como en “Te recomiendo [a vos] dormir [vos]”); la orientación temporal (eso identifica el tiempo verbal); el aspecto del evento (perfectivo o imperfectivo: evento acabado o en desarrollo –sea en un presente, en un pasado o en un futuro–); la modalidad enunciativa (aseverativa, conjetural o concesiva, hipotética); y el tipo de acto verbal desarrollado (los derivados del saber y los derivados del desear, para apurar una división básica entre los modos Indicativo y Subjuntivo). El canto de “X está cantando” es presente y está abierto, y su sujeto es el mismo X del conjugado está; con la misma agencia, el canto de “X estuvo cantando” es pasado y está cerrado. La vuelta de “Me gustaría volver a Londres” (que presupone un “...si pudiera”) es tan hipotética como el gusto que provoca. La misma vuelta se convierte en pasada y aseverada si debe “reflejar” un gusto pasado que se afirma (no que se supone o se imagina), como en “Me gustó viajar a Londres”.
Es impreciso decir que estas formas opacas son modal, temporal y agencialmente indefinidas (e incluso indeterminadas, que es mejor); más preciso creo que es decir que “reflejan” la modalidad, temporalidad y agencia del verbo conjugado con que se vinculan. No tienen ninguna y pueden asumir cualquiera, como un comodín puede hacer de cualquier carta gracias a que no es ninguna definida (o sea, a que no emite información de número y palo, en el mazo español).
Los infinitivos y gerundios y los comodines sólo son indefinidos antes (o fuera) de la relación con las formas verbales y las cartas que emiten la información que ellos reflejan, como un virus es inerte sólo antes (o fuera) de la relación con el organismo que lo hospeda.


Simultáneas “Leonard Shelby” 002 (0.2.0)


Agregué lo que ahora es el segundo párrafo de la sección 6 del ensayo:
En el tiempo que no se le borra lo retenido, Leonard puede anticipar n jugadas. Lo más probable es que la secuencia en la que basó su movida no sobreviva en su memoria para el próximo turno. Así, durante toda la partida, cada vez deberá volver a prever n jugadas y elegir la que crea que inaugura el mejor recorrido. ¿Continuará Leonard la secuencia prevista n jugadas atrás? Cuanto mejor anticipe y juegue, es más probable que sí; en el límite, con un juego infalible, necesariamente sí.


jueves, 2 de agosto de 2012

Ante la Ley hay un guardián 003 (2.0.0)


Varios cambios en el ensayo. Así quedó, en relación con su versión anterior (la 1.0.0):

          «Cabe suponer que, a través de muchos años, a través de toda su edad adulta, ha prestado, en cierta medida, sólo un servicio vacío...»

          El sacerdote del capítulo “En la catedral” de El proceso, de Franz Kafka.*
          Colihue, 2005, Buenos Aires, p. 238. Traducción de Miguel Vedda.

Ante la Ley hay un guardián. Custodia esa entrada hace años. Sabe que está hecha para uno solo, que todavía no vino. Sabe también que ningún otro podría venir, lo que para él explica que absolutamente nadie le haya pedido entrar en todos estos años. Lo imagina como si los demás caminos que pueden conducir a esa puerta no existieran o estuviesen bloqueados. (Esta exclusividad es similar a la de la espada Excalibur, que se resistió a los nobles comedidos mientras esperaba que la empuñara su destinado Arturo.)
Hay cosas que el guardián no puede saber y se limita a suponer, apoyado en algún razonamiento. Por ejemplo, cree que lo que está vigilando no puede ser la puerta de la Ley, porque no ve razonable suponer que haya justicia para uno solo (por mucho que pueda halagarlo imaginarse el guardián de la Ley).
Los que no acuden por esta entrada, ¿van todos (o sólo varios) por otra o cada uno por la suya (situación en la que todos los caminos no conducen a un mismo punto –Roma o la muerte–, sino cada uno al propio)? En la primera opción, su caso es una excepción, tal vez única; en la segunda, sigue una regla general.
En ambas, cuanto más reducido sea el universo de los que tienen su puerta asignada, más poderosos cabe esperar que sean. Y, a la inversa, si cuanto menos reducido, menos privativo de poderosos es ese universo, hasta un campesino podría ser el destinatario de una puerta como la que custodia el guardián.

Además de confiar que existe, el guardián no conoce nada del individuo al que espera: ni su identidad ni su posición social ni alguna seña particular o rasgo característico. Pero puede que tampoco lo necesite. Para el guardián, la tarea de reconocer al Arturo de esa puerta está simplificada al máximo (o sea, se las arregla con lo mínimo): X el destinado será el –primero y único– que logre arrimarse hasta esa entrada.
Hasta ahora no se diferencia de los otros: ni X ni nadie ha venido a pedir pasar por ahí. La diferencia es futura y modal: mientras los otros no podrían venir aun si quisieran, X sí. En definitiva, sólo uno puede venir a interrumpir la perfecta soledad del guardián, que no puede saber quién ni cómo es hasta que no llegue.

En realidad, tampoco puede saber si efectivamente el sujeto va a llegar. Se podría agregar que tampoco si aún vive; se podría pensar que X bien podría haber muerto y el guardián estar esperando en vano desde entonces y por el resto de sus días, si no se entera (destino de patrulla perdida). Pero al guardián le parece razonable suponer que la Ley no va a desperdiciar así a un funcionario y en caso de defunción del destinado cancelaría el destino y el servicio. Si esto es así, esa puerta –sea una o la única– está tan abierta como la posibilidad de que su destinado la cruce (o sea, que se presente ante el guardián y que reciba la autorización para pasar –lo segundo es menos probable que lo primero, si el guardián no recibe nuevas instrucciones –lo que no ha ocurrido ni es más razonable que ocurra durante la ausencia de X que durante su presencia).
Pero para verlo venir, además de con vida X tiene que andar con deseos o necesidad de atravesar esa puerta. “¿No es que todos quieren acceder a la Ley?”, podemos imaginar que se impacienta el guardián penelopeano.

No hay día que no pueda ser el de la venida de X. Pero la necesidad de contar con su voluntad impide que haya uno que deba serlo. Si algún futuro escrito lo tuviese marcado en el calendario, con cada día descartado se acercaría el día esperado. Pero aun así podría no estar escrito que fuese este guardián el que lo viese llegar. Ya sea que la entrada exclusiva haya sido habilitada desde el comienzo de la vida de X o desde su adultez, su cobertura puede insumir más de un vigilante mortal (y lo suficientemente maduro como para comprender y transmitir la respuesta que debe dar al solicitante).
No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin concretarse. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta decirlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible –ya que no obligatorio– que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso y, si X muere esperando el cambio de orden, cerrar la puerta e irse.


miércoles, 1 de agosto de 2012

Ante la Ley hay un guardián 002 (1.0.0)


Y ahora dice esto, con muchos cambios en los primeros párrafos:
Ante la Ley hay un guardián. Custodia esa entrada hace años. Sabe que está hecha para uno solo, que todavía no vino. Sabe también que ningún otro podría venir, lo que para él explica que absolutamente nadie le haya pedido entrar en todos estos años. Lo imagina como si todos los demás caminos que pueden conducir a esa puerta no existieran o estuvieran bloqueados (la misma exclusividad destinada de la espada Excalibur clavada en un yunque, que se resistió a los nobles comedidos mientras esperaba que la empuñara Arturo).
Hay cosas que el guardián no puede saber y se limita a suponer, apoyado en algún razonamiento. Por ejemplo, cree que lo que está vigilando no puede ser la puerta de la Ley, porque no ve razonable suponer que haya justicia para uno solo (por mucho que pueda halagarlo imaginarse el guardián de la Ley).
Los que no acuden por esta entrada, ¿van todos (o sólo varios) por otra o cada uno por la suya (situación en la que todos los caminos no conducen a un mismo punto –Roma o la muerte–, sino cada uno al propio)? En la primera opción, su caso es una excepción, tal vez única; en la segunda, es la regla.
En ambas, cuanto más reducido sea el universo de los que tienen su puerta asignada, más poderosos cabe esperar que sean. Y, a la inversa, si cuanto menos reducido, menos privativo de poderosos es ese universo, hasta un campesino podría ser el destinatario de una puerta como la que custodia el guardián.

Además de confiar que existe, el guardián no conoce nada del individuo al que espera: ni su identidad ni su posición social ni alguna seña particular o rasgo característico. Pero puede que tampoco lo necesite. Para el guardián, la tarea de reconocer al Arturo de esa puerta está simplificada al máximo (o sea, se las arregla con lo mínimo): X el destinado será el –primero y único– que logre arrimarse hasta esa entrada.
Hasta ahora están empatados: ni X ni nadie ha venido a pedir pasar por ahí. La diferencia es futura y modal: mientras los otros no podrían venir aun si quisieran, X sí. En definitiva, sólo uno puede venir a interrumpir la perfecta soledad del guardián, que no puede saber quién ni cómo es hasta que no llegue.

En realidad, tampoco puede saber si efectivamente el sujeto va a llegar. Se podría agregar que tampoco si aún vive; se podría pensar que X bien podría haber muerto y el guardián estar esperando en vano desde entonces y por el resto de sus días, si no se entera (destino de patrulla perdida). Pero al guardián le parece razonable suponer que la Ley no va a desperdiciar así a un funcionario y en caso de defunción del destinado cancelaría el destino y el servicio. Si esto es así, esa puerta –sea una o la única– está tan abierta como la posibilidad de que su destinado la cruce (o sea, que se presente ante el guardián y que reciba la autorización para pasar –lo primero es más probable que lo segundo).
Pero para verlo venir, además de con vida el tipo tiene que andar con deseos o necesidad de atravesar esa puerta. “¿No es que todos quieren acceder a la Ley?”, podemos imaginar que se impacienta el guardián penelopeano.

No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin llegar. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta aclararlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso y, si X muere esperando el cambio de orden, cerrar la puerta e irse.


Ante la Ley hay un guardián 001 (0.1.0)


Hice varios cambios entre menores y medios, dispersados por el ensayo. Antes se veía así:
Ante la Ley hay un guardián. Custodia esa puerta hace años. Cree que no puede ser la puerta de la Ley, porque sabe que está destinada a uno solo, que todavía no vino.
Si ésa fuera la única, la Ley tendría a ese único beneficiario, al que cabría imaginar de la mayor importancia, un verdadero primus inter pares. Pero si suponemos que atiende a más personas, siendo que este acceso está reservado, la Ley las atiende por otro lado (tal vez en la misma proporción uno a uno que ahí; tal vez a todas juntas por otra entrada, o alguna otra proporción uno a muchos). Si es en la misma proporción que ahí, todos los caminos no conducen a un mismo punto –Roma o la muerte–, sino cada uno al suyo. Si es en otra proporción, cuanto más reducido sea el universo de los que tienen su puerta asignada, más poderosos cabe esperar que sean. Y, a la inversa, si cuanto menos reducido, menos privativo de poderosos es ese universo, hasta un campesino podría ser el destinatario de una puerta como la que custodia el guardián.

Además de que existe, él no sabe nada de ese al que espera: ni su identidad ni su posición social ni alguna seña particular o rasgo característico. Pero puede que tampoco lo necesite saber. Para el guardián, la tarea de reconocer al que espera está simplificada al máximo (es decir, se las arregla con lo mínimo): el destinado será el único que pueda arrimarse hasta esa entrada, como si todos los demás caminos que conducen a ella estuvieran bloqueados. Vale decir: ni él ni nadie ha venido a pedir pasar por ahí. La diferencia es futura y modal: mientras los otros no podrían venir aun si quisieran, él sí. En definitiva, sólo uno puede venir a interrumpir la perfecta soledad del guardián, que no puede saber quién ni cómo es hasta que no llegue, si es que llega.

Tampoco puede saber si efectivamente va a llegar. Se podría agregar que tampoco si aún vive; se podría pensar que bien podría haber muerto y el guardián estar esperando en vano desde entonces y por el resto de sus días, si no se entera. Pero al guardián le parece razonable suponer que la Ley no va a desperdiciar así a un funcionario y en caso de defunción del destinado cancelaría el destino. Si esto es así, esa puerta –sea una o la única– está tan abierta como la posibilidad de que su destinado la cruce (o sea, que llegue ante el guardián primero y que reciba la autorización después –lo primero es más probable que lo segundo).
Pero para verlo venir, además de con vida el tipo tiene que estar con deseos o necesidad de atravesar esa puerta. “¿No es que todos quieren acceder a la Ley?”, podemos imaginar que se impacienta el guardián penelopeano.

No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin llegar. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta aclararlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso, esperar que se muera, cerrar la puerta e irse.


Ahora se ve así:
Ante la Ley hay un guardián. Custodia esa puerta hace años. Cree que no puede ser la puerta de la Ley, porque sabe que está destinada a uno solo, que todavía no vino.
Si ésa fuera la única, la Ley tendría a ese único beneficiario, un privilegiado por la suerte o por su poderío. Pero si suponemos que atiende a más personas, siendo que este acceso está reservado, la Ley las atiende por otro lado (tal vez en la misma proporción uno a uno que ahí; tal vez a todas juntas por otra entrada, o alguna otra proporción uno a muchos). Si es en la misma proporción que ahí, esta vez todos los caminos no conducen a un mismo punto –Roma o la muerte–, sino cada uno al suyo. Si es en otra proporción, cuanto más reducido sea el universo de los que tienen su puerta asignada, más poderosos cabe esperar que sean. Y, a la inversa, si cuanto menos reducido, menos privativo de poderosos es ese universo, hasta un campesino podría ser el destinatario de una puerta como la que custodia el guardián.

Además de que existe, él no sabe nada de ese al que espera: ni su identidad ni su posición social ni alguna seña particular o rasgo característico. Pero puede que tampoco lo necesite. Para el guardián, la tarea de reconocer al que espera está simplificada al máximo (o sea, se las arregla con lo mínimo): X el destinado será el único que pueda arrimarse hasta esa entrada, como si todos los demás caminos que conducen a ella estuvieran bloqueados. Vale decir: ni X ni nadie ha venido a pedir pasar por ahí. La diferencia es futura y modal: mientras los otros no podrían venir aun si quisieran, X sí. En definitiva, sólo uno puede venir a interrumpir la perfecta soledad del guardián, que no puede saber quién ni cómo es hasta que no llegue.

En realidad, tampoco puede saber si efectivamente el sujeto va a llegar. Se podría agregar que tampoco si aún vive; se podría pensar que X bien podría haber muerto y el guardián estar esperando en vano desde entonces y por el resto de sus días, si no se entera. Pero al guardián le parece razonable suponer que la Ley no va a desperdiciar así a un funcionario y en caso de defunción del destinado cancelaría el destino y el servicio. Si esto es así, esa puerta –sea una o la única– está tan abierta como la posibilidad de que su destinado la cruce (o sea, que se presente ante el guardián y que reciba la autorización para pasar –lo primero es más probable que lo segundo).
Pero para verlo venir, además de con vida el tipo tiene que andar con deseos o necesidad de atravesar esa puerta. “¿No es que todos quieren acceder a la Ley?”, podemos imaginar que se impacienta el guardián penelopeano.

No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin llegar. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta aclararlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso y, si X muere esperando el cambio de orden, cerrar la puerta e irse.