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miércoles, 1 de agosto de 2012

Ante la Ley hay un guardián 001 (0.1.0)


Hice varios cambios entre menores y medios, dispersados por el ensayo. Antes se veía así:
Ante la Ley hay un guardián. Custodia esa puerta hace años. Cree que no puede ser la puerta de la Ley, porque sabe que está destinada a uno solo, que todavía no vino.
Si ésa fuera la única, la Ley tendría a ese único beneficiario, al que cabría imaginar de la mayor importancia, un verdadero primus inter pares. Pero si suponemos que atiende a más personas, siendo que este acceso está reservado, la Ley las atiende por otro lado (tal vez en la misma proporción uno a uno que ahí; tal vez a todas juntas por otra entrada, o alguna otra proporción uno a muchos). Si es en la misma proporción que ahí, todos los caminos no conducen a un mismo punto –Roma o la muerte–, sino cada uno al suyo. Si es en otra proporción, cuanto más reducido sea el universo de los que tienen su puerta asignada, más poderosos cabe esperar que sean. Y, a la inversa, si cuanto menos reducido, menos privativo de poderosos es ese universo, hasta un campesino podría ser el destinatario de una puerta como la que custodia el guardián.

Además de que existe, él no sabe nada de ese al que espera: ni su identidad ni su posición social ni alguna seña particular o rasgo característico. Pero puede que tampoco lo necesite saber. Para el guardián, la tarea de reconocer al que espera está simplificada al máximo (es decir, se las arregla con lo mínimo): el destinado será el único que pueda arrimarse hasta esa entrada, como si todos los demás caminos que conducen a ella estuvieran bloqueados. Vale decir: ni él ni nadie ha venido a pedir pasar por ahí. La diferencia es futura y modal: mientras los otros no podrían venir aun si quisieran, él sí. En definitiva, sólo uno puede venir a interrumpir la perfecta soledad del guardián, que no puede saber quién ni cómo es hasta que no llegue, si es que llega.

Tampoco puede saber si efectivamente va a llegar. Se podría agregar que tampoco si aún vive; se podría pensar que bien podría haber muerto y el guardián estar esperando en vano desde entonces y por el resto de sus días, si no se entera. Pero al guardián le parece razonable suponer que la Ley no va a desperdiciar así a un funcionario y en caso de defunción del destinado cancelaría el destino. Si esto es así, esa puerta –sea una o la única– está tan abierta como la posibilidad de que su destinado la cruce (o sea, que llegue ante el guardián primero y que reciba la autorización después –lo primero es más probable que lo segundo).
Pero para verlo venir, además de con vida el tipo tiene que estar con deseos o necesidad de atravesar esa puerta. “¿No es que todos quieren acceder a la Ley?”, podemos imaginar que se impacienta el guardián penelopeano.

No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin llegar. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta aclararlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso, esperar que se muera, cerrar la puerta e irse.


Ahora se ve así:
Ante la Ley hay un guardián. Custodia esa puerta hace años. Cree que no puede ser la puerta de la Ley, porque sabe que está destinada a uno solo, que todavía no vino.
Si ésa fuera la única, la Ley tendría a ese único beneficiario, un privilegiado por la suerte o por su poderío. Pero si suponemos que atiende a más personas, siendo que este acceso está reservado, la Ley las atiende por otro lado (tal vez en la misma proporción uno a uno que ahí; tal vez a todas juntas por otra entrada, o alguna otra proporción uno a muchos). Si es en la misma proporción que ahí, esta vez todos los caminos no conducen a un mismo punto –Roma o la muerte–, sino cada uno al suyo. Si es en otra proporción, cuanto más reducido sea el universo de los que tienen su puerta asignada, más poderosos cabe esperar que sean. Y, a la inversa, si cuanto menos reducido, menos privativo de poderosos es ese universo, hasta un campesino podría ser el destinatario de una puerta como la que custodia el guardián.

Además de que existe, él no sabe nada de ese al que espera: ni su identidad ni su posición social ni alguna seña particular o rasgo característico. Pero puede que tampoco lo necesite. Para el guardián, la tarea de reconocer al que espera está simplificada al máximo (o sea, se las arregla con lo mínimo): X el destinado será el único que pueda arrimarse hasta esa entrada, como si todos los demás caminos que conducen a ella estuvieran bloqueados. Vale decir: ni X ni nadie ha venido a pedir pasar por ahí. La diferencia es futura y modal: mientras los otros no podrían venir aun si quisieran, X sí. En definitiva, sólo uno puede venir a interrumpir la perfecta soledad del guardián, que no puede saber quién ni cómo es hasta que no llegue.

En realidad, tampoco puede saber si efectivamente el sujeto va a llegar. Se podría agregar que tampoco si aún vive; se podría pensar que X bien podría haber muerto y el guardián estar esperando en vano desde entonces y por el resto de sus días, si no se entera. Pero al guardián le parece razonable suponer que la Ley no va a desperdiciar así a un funcionario y en caso de defunción del destinado cancelaría el destino y el servicio. Si esto es así, esa puerta –sea una o la única– está tan abierta como la posibilidad de que su destinado la cruce (o sea, que se presente ante el guardián y que reciba la autorización para pasar –lo primero es más probable que lo segundo).
Pero para verlo venir, además de con vida el tipo tiene que andar con deseos o necesidad de atravesar esa puerta. “¿No es que todos quieren acceder a la Ley?”, podemos imaginar que se impacienta el guardián penelopeano.

No sabemos si él es el primer centinela de ese umbral o si en su momento vino a reemplazar a otro, que tal vez tampoco fue el primero y se jubiló o murió mientras esperaba una visita que sigue sin llegar. Y tampoco sabemos si este será el último u otro lo reemplazará, por si hace falta aclararlo. Se supone que, mientras el destinado viva, sigue siendo posible que a uno le toque recibirlo, denegarle hasta nuevo aviso el acceso y, si X muere esperando el cambio de orden, cerrar la puerta e irse.


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