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martes, 30 de abril de 2013

El silencio de las sirenas 001 (1.0.0)


Estuve haciéndole modificaciones importantes al ensayo desde las 7 de la mañana hasta recién (12:35). Antes decía esto (versión que terminé de escribir a las 9 am de ayer, sobre la base de la publicada a las 23:34 de anteayer, 28 de abril):

El relato “El silencio de las sirenas”, de Franz Kafka, se ofrece como «prueba» de que «métodos insuficientes, casi pueriles, (...) también pueden servir para la salvación», en este caso la de Ulises. Kafka no altera el resultado del famoso episodio, pero sí la cuenta que lo preside; concretamente, la hace más difícil. Su Ulises se salvará, como el de Homero, pero sirviéndose de métodos que acá se califican de insuficientes y en la Odisea garantizaron por sí solos el éxito. Otra dificultad agregada: las sirenas de Homero vencen con su canto; las de Kafka, también con su silencio (y aun mejor que con su canto). El Ulises de Homero enfrenta un peligro mortal; el de Kafka parece destinado a una muerte segura. El ensayo va a hablar de la salida que no parece tener ese callejón.

En la Odisea, Ulises se hace atar al mástil de la nave que pasará cerca de las sirenas y tapa con cera los oídos de los remeros. Le interesa, famosamente, salvarse del canto de fatal atracción sin privarse de escucharlo. Al Ulises de Kafka, que combina en su persona los dos trucos, le interesa solamente salvarse. Ambos lo logran, pero sus deudas con esos medios son muy distintas –o al menos eso voy a tratar de argumentar.
Visto desde Kafka, el inmediato éxito de esa cera y de esas ataduras (por mucho que se las haya reforzado) importa una subestimación del poder enfrentado:
El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas.
El primer poderío hace inútiles los tapones de cera; el segundo, el reaseguro de las cadenas. Pero si «todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz», ¿cómo pudo «servir para la salvación»? Si ya sabemos que tapando y sujetando –o sea, de un modo directo– no fue, ¿cómo pudo ser? El relato despliega una respuesta y remata con otra, alternativa. La primera la da «la historia», según la cual
Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Dejemos a Ulises navegando un rato. Para llegar a la segunda posibilidad hay que recordar que al famoso poder infalible se suma otro aun peor, de factura kafkiana:
...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.
La infalibilidad del canto admite una fantasía contrafáctica; la del silencio, ni eso. Vamos a asistir entonces a una primera vez, al quiebre de un invicto. Lo que vale para el duelo universal con la muerte vale para este duelo particular con las sirenas: «Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas». Imposible exagerar la importancia de esa salvación victoriosa.

La victoria sobre las vencedoras fatales se alcanza «mediante las propias fuerzas», que no son las débiles armas elegidas para el duelo pero que resultan de adoptar cierta actitud hacia ellas: o se les tiene una confianza completa (y sólo así se las usa) o no se les tiene ninguna (y se las descarta, como hizo el resto de los navegantes).
Si «quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos» sobre la ineficacia de esas armas, conocida por «todo el mundo», Ulises entonces logra no pensar en eso, y no que meramente le sucede. Este trance de autoconvencimiento se parece a un autoencantamiento, que contrarresta el encantamiento de las sirenas como lo hace entre los argonautas el canto de Orfeo.
El efecto de ese logro es progresivo y se va encadenando. Una confianza ciega «en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas» hace que Ulises encare a las sirenas «con alegría inocente» (o alegre inocencia). A su vez, según la segunda especulación sobre por qué callaron las sirenas,
el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción
y entonces
las terribles seductoras no cantaron.
Lo digo de nuevo: si Ulises no hubiera confiado por completo en sus recursos y no hubiera fijado en ellos sus pensamientos, su rostro no habría ofrecido ningún «espectáculo de felicidad»; si su rostro no hubiera irradiado esa felicidad, no habría embelesado hasta la amnesia o la mudez a las sirenas.
El silencio esta vez no fue letal porque Ulises («para decirlo de alguna manera») no lo oyó:
Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él.
Tal vez otro gallo cantaría si también lo hubieran hecho las sirenas: creer que hay un sonido apagado es más difícil cuando un canto traspasa los tapones de cera que cuando hay silencio. Tal vez el arma menos terrible de las sirenas habría sido la más eficaz contra «aquel enemigo», si hubieran podido elegirla (como supone la primera conjetura de por qué callaron, a diferencia de la segunda).

El éxtasis que va aislando a Ulises alcanza su máximo durante la máxima cercanía con las sirenas, que es cuando están «más hermosas que nunca», y neutraliza sus estragos (justo ahí donde el mito los hace máximos):
El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Con aquella confianza enorme en sus «pequeñas estratagemas», Ulises logra perder (o creer que pierde, lo que tendría el mismo efecto) el registro sonoro de las sirenas. Con la felicidad que le da (el convencimiento de) estar así a salvo, logra perder todo registro de las sirenas. Por su parte, también ellas pierden el registro de sí con la contemplación de esa felicidad; una probada de su propia medicina las saca de su rutina:
Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
El fulgor hipnótico que las va encantando empieza haciéndoles «olvidar toda canción» y termina haciendo que se olviden de sí. Pero es gracias a este borrado extendido que ellas se salvan:
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día.
O Ulises escapaba o las sirenas perecían, como en una de las versiones del mito (o como el duelo con la esfinge preguntona del desierto). «Pero ellas permanecieron y Ulises escapó», como en la Odisea. No es la derrota de sus encantos lo que aniquilaría a las sirenas, sino el saberse derrotadas; las salva ignorar que han sido ignoradas. Ignoradas genuinamente, según la primera versión de cómo se salvó Ulises; fingidamente, según la segunda, la que leemos en el «comentario a la historia» que «la tradición añade»:
...tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
Con esta segunda especulación sobre por qué se salvó Ulises encaja también la primera sobre por qué las sirenas no cantaron esa vez: «...tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio». Si no lo hirió, no fue –se nos propone ahora– porque Ulises no lo oyó, ensordecido por la confianza inmediata en la cera (y mediata en las cadenas); fue porque Ulises interpuso entre él y el silencio que le lanzaron para vencerlo –del que sí se enteró– el escudo de una actuación que engañó a las sirenas.

Las habilidades de engaño de Ulises se acreditan en la introducción a la vuelta de tuerca que hace el comentario añadido:
Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno.
Pero el éxito de ese engaño no garantiza su utilidad como escudo salvador. Ese escudo no debería poder ser más eficaz contra el silencio de las sirenas de lo que son contra su canto tapones de cera y cadenas. Si Ulises sabe que las sirenas no cantaron, el fingir que no lo sabe puede engañarlas a ellas pero no a su silencio. No habiendo canto, si tampoco hay (conocimiento del) silencio, es posible que Ulises se salve: es la salvación que cuenta la historia antes de que la tradición se ponga a comentarla. Pero si hay (conocimiento del) silencio, «arma mucho más terrible que el canto», no debería resultarle posible a Ulises salvarse, incluso si tuviera éxito en el engaño (o sea, si consiguiese ocultarles ese saber a las sirenas –y a los dioses del destino, ya que están).
Si esto es así, lo «inconcebible para la mente humana» no sería la probabilidad de que «tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas», sino la compatibilidad de ese saber con el dato de que Ulises se salvó.

Sobre cada uno de los dos hechos vitales de la historia se hacen dos especulaciones. Sobre el silencio de las sirenas, si fue el arma elegida contra Ulises o si fue un enmudecimiento por embeleso. Sobre el triunfo salvador de Ulises frente al silencio de las sirenas, si fue el resultado de provocar ese embeleso refulgiendo de felicidad (provocada por la confianza ciega en la eficacia aislante de la cera) o si fue el resultado de engañar a las sirenas fingiendo esa confianza y esa felicidad.
Las conexiones están cruzadas para agrupar lo intencional por un lado y lo no intencional por el otro: la primera especulación del primer tema se conecta con la segunda del segundo; y la segunda del primero, con la primera del segundo.

Ahora dice esto:

El relato “El silencio de las sirenas”, de Franz Kafka, se ofrece como «prueba» de que «métodos insuficientes, casi pueriles, (...) también pueden servir para la salvación», en este caso la de Ulises. Kafka no altera el resultado del episodio legendario, pero sí la cuenta que lo preside: concretamente, la hace más difícil. Su Ulises se salvará, como el de Homero, pero sirviéndose de métodos que acá se califican de insuficientes y en la Odisea garantizaron por sí solos el éxito. Otra dificultad agregada: las sirenas de Homero vencen con su canto; las de Kafka, también con su silencio (y aun mejor que con su canto). Mientras el Ulises de Homero enfrenta un peligro mortal, el de Kafka parece destinado a una muerte segura. El ensayo va a hablar de la salida que no parece tener ese callejón.

1.

En la Odisea, Ulises se hace atar al mástil de la nave que pasará cerca de las sirenas y tapa con cera los oídos de los remeros. Le interesa, famosamente, salvarse del canto de fatal atracción sin privarse de escucharlo. Al Ulises de Kafka, que combina en su persona los dos trucos, le interesa solamente salvarse. Ambos lo logran, pero sus deudas con esos medios son muy distintas –o al menos eso voy a tratar de argumentar.
Visto desde Kafka, el inmediato éxito de esa cera y de esas ataduras (por mucho que se las haya reforzado) supone una subestimación del poder enfrentado:
El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas.
El primer poderío hace inútiles los tapones de cera; el segundo, el reaseguro de las cadenas. Pero si «todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz», ¿cómo pudo «servir para la salvación»? Si ya sabemos que tapando y sujetando –o sea, de un modo directo– no fue, ¿cómo pudo ser? El relato despliega una respuesta y remata con otra, alternativa. La primera la da «la historia», según la cual
Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Dejemos a Ulises navegando un rato. Para llegar a la segunda posibilidad hay que recordar que al famoso poder infalible se suma otro aun peor, de factura kafkiana:
...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.
La infalibilidad del canto admite una fantasía contrafáctica; la del silencio, ni eso. Vamos a asistir entonces a una primera vez, al quiebre de un invicto. Lo que vale para el duelo universal con la muerte vale para este duelo particular con las sirenas: «Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas». Imposible exagerar la importancia de esa salvación victoriosa.

2.

El triunfo sobre las vencedoras fatales se alcanza «mediante las propias fuerzas», que no son las débiles armas elegidas para el duelo pero que requieren adoptar cierta actitud hacia ellas: o se les tiene una confianza completa (y sólo así se las usa) o no se les tiene ninguna (y se las descarta, como hizo el resto de los navegantes). Como le dice un cerdo de chocolate a otro Homero, “Ésa es la actitud”. Pero no porque así se consiga hacer impenetrables a esos tapones de cera e irrompibles a esas ataduras (tal como funcionan en la Odisea), sino porque así se hace posible el malentendido que les permite «servir para la salvación». Empecemos por la actitud necesaria, para ver cómo surge su utilidad contingente.
Si «quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos» sobre la ineficacia de esas armas, conocida por «todo el mundo», Ulises entonces logra no pensar en eso, y no que meramente le sucede. Este trance de autoconvencimiento –este autoengaño– se parece a un autoencantamiento, que contrarresta el encantamiento de las sirenas como lo hace entre los argonautas el canto de Orfeo.
Los efectos de ese logro se van encadenando. Una confianza ciega «en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas» hace que Ulises encare a las sirenas «con alegría inocente» (o alegre inocencia). A su vez, según la segunda especulación sobre por qué callaron las sirenas,
el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción
y entonces
las terribles seductoras no cantaron.
El silencio esta vez no fue letal porque Ulises («para expresarlo de alguna manera») no lo oyó:
Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él.
La convicción de Ulises se inscribe entre los casos de falsedades verosímiles. Aceptando que logra creer en la eficacia de métodos ineficaces (es decir, aceptando su autoengaño), y aceptando que no tiene por qué esperar que las sirenas no canten, lo más razonable que puede creer Ulises cuando las ve moverse con los labios entreabiertos es que ellas están cantando y él no las oye gracias a sus tapones de cera.
Repasemos. Si Ulises no hubiera confiado por completo en sus dos trucos pueriles y no hubiera fijado sólo en ellos sus pensamientos, su rostro no habría ofrecido ningún «espectáculo de felicidad». Si su rostro no hubiera irradiado esa felicidad, no habría embelesado hasta la amnesia o la mudez a las sirenas. Si las sirenas no se hubieran embelesado así, tal vez habrían cantado.
Y tal vez otro gallo cantaría si también lo hubieran hecho las sirenas: creer que hay un sonido apagado es más difícil cuando un canto traspasa los tapones de cera que cuando hay silencio. Tal vez el arma menos terrible de las sirenas habría sido la más eficaz contra «aquel enemigo», si hubieran podido elegirla (como supone la primera conjetura de por qué callaron, a diferencia de la segunda).

3.

El éxtasis que va aislando a Ulises alcanza su máximo durante la máxima cercanía con las sirenas, que es cuando están «más hermosas que nunca», y neutraliza sus estragos (justo ahí donde el mito los hace máximos):
El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Con aquella confianza enorme en sus «pequeñas estratagemas», Ulises logra perder (o creer que pierde –lo que tendría el mismo efecto) el registro sonoro de las sirenas. Con la felicidad que le da (el convencimiento de) estar así a salvo, logra perder todo registro de las sirenas. Por su parte, también ellas pierden el registro de sí con la contemplación de esa felicidad; una probada de su propia medicina las saca de su rutina:
Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
El fulgor hipnótico que las va encantando empieza haciéndoles «olvidar toda canción» y termina haciendo que se olviden de sí. Pero es gracias a este borrado extendido que ellas se salvan:
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día.
Lo mismo vale para Ulises respecto del silencio de las sirenas. No habiendo canto que traspase la cera, si tampoco hay (conocimiento del) silencio, es posible que Ulises se salve: es la salvación que cuenta «la historia» antes de que «la tradición» se ponga a comentarla, como veremos en breve.
En una de las versiones del mito (al igual que en el duelo con la Esfinge preguntona de Tebas, que muere cuando Edipo le resuelve el enigma con que mata), o Ulises escapaba o las sirenas perecían. «Pero ellas permanecieron y Ulises escapó», como en la Odisea. No es la derrota de sus encantos lo que aniquilaría a las sirenas, sino el saberse derrotadas; las salva ignorar que han sido ignoradas. Ignoradas genuinamente, según la primera versión de cómo se salvó Ulises; fingidamente, según la segunda, la que leemos en el «comentario a la historia» que «la tradición añade»:
...tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
Esta segunda especulación sobre cómo o por qué se salvó Ulises encaja con la primera sobre por qué las sirenas no cantaron esa vez:
...tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio.
Si no lo hirió, no fue –se nos propone ahora– porque Ulises no lo oyó, ensordecido por la confianza inmediata en la cera (y mediata en las cadenas); fue porque Ulises interpuso entre él y el silencio que le lanzaron para vencerlo –del que sí se enteró– el escudo de una actuación que engañó a las sirenas (y también, ya que estaba, a esos otros invencibles que son los dioses del destino).
Como se ve, sobre cada uno de los dos hechos vitales de la historia se hacen dos especulaciones. Sobre el silencio de las sirenas, si fue el arma elegida contra Ulises o si fue un enmudecimiento por embeleso. Sobre el triunfo salvador de Ulises frente al silencio de las sirenas, si fue el resultado de provocar ese embeleso refulgiendo de felicidad (provocada a su vez por la confianza sorda en la eficacia aislante de la cera) o si fue el resultado de engañar a las sirenas fingiendo esa confianza y esa felicidad.
Las conexiones están cruzadas para agrupar lo intencional por un lado y lo no intencional por el otro: la primera especulación del primer tema se conecta con la segunda del segundo; y la segunda del primero, con la primera del segundo.

4.

Las habilidades de Ulises para engañar se acreditan en la introducción a la vuelta de tuerca que hace el comentario añadido:
Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno.
La astucia general de Ulises consigue una impenetrabilidad mayor a la que aparenta conseguir la astucia particular de la cera. A ese blindaje de su fuero interno le debe el ladino Ulises su mayor poder, el del engaño más grande (que es el que se les hace a los menos engañables, los dioses del destino). Pero el poder de su engaño, si no lo incluye a él mismo, puede ser menos eficaz que la carambola de la que participa su autoengaño. Si Ulises no se cuenta entre los engañados (como le ocurre al hechicero de Novalis), ese escudo actoral no debería poder ser más útil contra el silencio de las sirenas de lo que son contra su canto tapones de cera y cadenas. Veamos por qué.
En la nueva hipótesis, es el saber que las sirenas no cantan lo que motiva a Ulises a actuar, a fingir que no sabe, que cree que el canto fluye sordo en torno de él. Si lo finge tanto que también (o al menos) él se lo cree, y si la actuación sobrevive a la necesidad que la motivó, entonces Ulises logra olvidar que sabía que las sirenas no cantaban y que él estaba actuando. Sólo una actuación olvidada de sí («para expresarlo de alguna manera») puede hacer que Ulises se salve, en razón de una inconsciencia similar a la que salva a las sirenas.
Redundo. Si Ulises sabe que las sirenas no cantan, el fingir que no lo sabe puede engañarlas a ellas, pero no a su silencio. Debe salir de ahí cuanto antes, si es que eso es posible. En el peor de los casos, Ulises mantiene un pie en el saber letal (escucha el silencio) y otro en la actuación que lo niega (simula no escucharlo). En el mejor de los casos, saca el primer pie lo más rápido posible, con la esperanza de que el silencio demore en surtir efecto y él pueda completar antes su paso de fuga. Porque si el silencio de las sirenas produce un estrago instantáneo o inmediato, conocerlo y salvarse sería algo «inconcebible para la mente humana».

lunes, 15 de abril de 2013

Duda 014 (5.2.0)


Acabo de agregar (redactándolos directamente en el editor HTML de Blogger) estos cuatro párrafos en el final de la sección 2.1 (y de encerrar entre paréntesis la oración inmediatamente anterior):
Cuando la dualidad pasa del deseo a la voluntad, su efecto pasa de ser un «hecho potencialmente paralizador» en el «estado psicológico» que con ella «se configura» a ser «un estado real de indecisión irresoluble del hombre absurdamente libre ante dos opciones antitéticas». Es decir, la paralización a la que conduce desear «simultáneamente dos objetos» pasa de potencial a actual –se actualiza– cuando «esa misma dualidad» es «llevada más allá de los confines del deseo que la ha generado, hasta invadir la esfera de la decisión y de la resolución final» (o sea, la esfera de la voluntad).
Antes de lo citado, Zellini ejemplifica ese «estado real de indecisión irresoluble» con «el hombre libre» de los versos de Dante, que muere de hambre matado por el absurdo de tener que preferir «entre dos alimentos [,] alejados y apetitosos por igual» (o sea, impreferibles), en conjunción con la regla de necesitar el desequilibrio de esa preferencia –alguna razón de más peso que otra– para resolverse a hincarle a uno el diente.
Tironeado entre esta necesidad y aquella imposibilidad, y por muy libre que sea, el hombre de Dante no logra (porque no puede) dejar de desear ambos «objetos»/«alimentos» y llegar a preferir y querer uno; el antitético doble deseo lleva a la doble abstención (inhibición de voluntad), en este caso de algo tan vital que si no se la interrumpe te mata. Cuando el «hecho (...) paralizador» pasa del «estado psicológico», donde lo es «potencialmente», al «estado real», el hombre se queda a mitad de camino, sin poder completar el pasaje del desear al querer que lo habilita a actuar.
En definitiva, al racionaldependiente se le da la libertad de elegir lo que quiera a la vez que se lo priva de una razón donde apoyarse para hacerlo, lo que vuelve absurda esa libertad; el tipo adquiere un derecho junto con la imposibilidad de ejercerlo, como le sucede al hombre de campo al que la Ley le destina una puerta que jamás le autoriza cruzar.

miércoles, 3 de abril de 2013

Lo que dice la frase III 002 (2.0.0)


Acabo de agregarle al ensayo la parte 2.1, que venía trabajando desde el viernes o sábado:
Si de estas frases tomamos las iniciales de las palabras que las forman, obtenemos siete acrónimos recursivos, didácticamente encolumnados. Un acrónimo no es recursivo cuando se forma por la sucesión de las iniciales de otras palabras, y lo es cuando al menos una de las iniciales formadoras del acrónimo es la del propio acrónimo. En los siete casos que entretejen las tres frases, la inicial del acrónimo es la primera de las que participan de su formación. En otros casos, bien podría ser cualquier otra. Por ejemplo, la última: Unir Iniciales Formando UIFU; Acrónimo Recursivo Denominado ARDA. O la última y la sexta: La Última Inicial Del Acrónimo LUIDALELDAL Es La Del Acrónimo LUIDALELDAL.
Una recursión estructural no implica necesariamente una recursión semántica; dependerá de qué se diga ahí y sobre qué se lo diga. En un sentido estricto, para que haya auto-referencia el acrónimo formado y la palabra idéntica a él en el interior del acrónimo deben ser co-referenciales. Estrictamente, entonces, el único acrónimo recursivo auto-referencial de la serie es esa «auto-referencia de otro» que da Eduardo: el GNU del acrónimo y el GNU que se encarga de la inicial G dentro del acrónimo (y que juega de sujeto sobre el que se dice que no es Unix) son co-referenciales; ambos se refieren a eso que el acrónimo quiere designar. En cambio, el CESAR del acrónimo y el César que se hace cargo de aportar la C del acrónimo no son co-referenciales: uno se refiere a eso que el acrónimo quiere designar y el otro se refiere a una persona.
Lo mismo pasa con ELSA y Elsa y con EDUARDO y Eduardo, pero con algunas diferencias en relación con qué se dice. Lo que se dice de César (que «es su acrónimo recursivo») no se lo dice de la persona llamada así, sino del acrónimo CESAR; en cambio, lo que se dice de Eduardo (que «da una auto-referencia de otro») se dice de la persona llamada así, no del acrónimo EDUARDO. El otro es un caso mixto: el lamento se dice de la persona Elsa; lo lamentado, el «ser acrónimo», se dice de ELSA. Precisar qué es eso de lo que hablo (acá, categorizarlo como persona o como acrónimo) puede permitirnos distinguir de qué hablo (lo que es útil cuando hay dos o más designadores que se ven y se escuchan iguales).
Pero si aceptamos el juego especular que propone la recursión y el doble sentido de estos sujetos de predicación, si jugamos a que las apariencias nos engañen, entonces CESAR, recursivo por su armado, es también auto-referencial por lo que en él se dice de sí (insisto: asumiendo que César y CESAR son el mismo, lo que hacemos aun sabiendo que no son lo mismo). Su auto-referencia es por la positiva, verdadera (por autoevidente) y no indirecta. La de GNU es igual de directa, pero por la negativa y, si es verdadera, no lo es por ser autoevidente (necesitamos información adicional a la que nos da la frase jibarizada en una sigla que se volvió acrónimo para saber si es cierto que GNU no es Unix). La auto-referencia de ELSA también es por la positiva y autoevidente, pero indirecta: la afirmación de su «ser acrónimo» está implícita en la afirmación de su lamentarlo.
En cambio, lo que dice el ensamble de palabras cuyas iniciales forman EDUARDO es que Eduardo da una auto-referencia de otro acrónimo recursivo, no de sí: no es, por lo tanto, auto-referencial, no dice qué es él. Lo mismo vale para CHUG y para el BUCLE que hace («usando cinco letras encolumnadas», que son las de CESAR, no las cinco suyas). En los dos últimos, al menos, hay alusiones a la recursividad de las construcciones hechas; ni siquiera eso hay en el acrónimo recursivo CON.

Lo que dice la frase III 001 (1.0.0)


Hace tres días eliminé la última frase de lo que hasta ese momento era el ensayo, que a partir de ahí pasó a ser la sección 1, y le agregué la sección 2. Antes decía esto:
Dice la frase:

No me molesta que haya un juego de palabras en una idea; me molesta que no haya una idea en un juego de palabras.

Como en la frase hay un juego de palabras, lo que se dice ahí puede aplicarse a eso mismo. Pero como ahí se dicen dos cosas, queda abierto cuál de las dos es aplicable a ese juego de palabras que se hace.
Si la referencia es doble, la autorreferencia puede tener dos opciones o una.

Hasta ahora dice esto:
1.

Dice la frase:

No me molesta que haya un juego de palabras en una idea; me molesta que no haya una idea en un juego de palabras.

Como en la frase hay un juego de palabras, lo que se dice ahí puede aplicarse a eso mismo. Pero como ahí se dicen dos cosas, queda abierto cuál de las dos es aplicable a ese juego de palabras que se hace.

2.

Dicen las frases:

Chug
hace
un
“grácil
bucle”
usando
cinco
letras
encolumnadas:
César
es
su
acrónimo
recursivo.


Eduardo
da
una
auto
referencia
de
otro:
GNU’s
not
Unix.
Con
otra
nota,
Elsa
lamenta
ser
acrónimo.