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domingo, 5 de mayo de 2013

El silencio de las sirenas 003 (1.2.0)


De nuevo, en los últimos dos o tres días estuve haciendo cambios medios en distintos lugares del ensayo, en relación con la versión que había quedado (la 1.1.0). Ahora se ve así:

El relato “El silencio de las sirenas”, de Franz Kafka, se ofrece como «prueba» de que «métodos insuficientes, casi pueriles, [...] también pueden servir para la salvación», en este caso la de Ulises. Kafka no altera el resultado del famoso episodio, pero sí la cuenta que lo preside: concretamente, la hace más difícil. Su Ulises se salvará, como el de Homero, pero sirviéndose de métodos que acá se califican de insuficientes y en la Odisea garantizaron por sí solos el éxito.
Otra dificultad complementa a la anterior: las sirenas de Homero vencen con su canto; las de Kafka, también con su silencio (y aun mejor que con su canto). Vencen si cantan y también si no cantan; a este movimiento de pinza debe enfrentárselo con armas de juguete. Mientras el Ulises de Homero afronta un peligro mortal, el de Kafka parece destinado a una muerte insoluble. El ensayo va a hablar de las salidas que tiene y no parece tener ese callejón.

1.

En la Odisea, a Ulises le interesa salvarse del canto de fatal atracción sin privarse de escucharlo. Para eso, se hace atar al mástil de la nave que pasará cerca de las sirenas y tapa con cera los oídos de los remeros. La gracia de la doble astucia es dejarnos un héroe que no tuvo que bancarse lo amargo para disfrutar lo dulce, que asistió gratis al show más caro, que separó lo deleitable de lo letal del canto de las sirenas, etc.
Kafka modifica el medio para ese objetivo (modificando la distribución de trucos entre personajes, de uno a uno a dos a uno) y el objetivo (uno menos que los dos que había). Por un lado, combina en su Ulises de cuerpo encadenado y oídos tapados los dos trucos (los remeros apenas son aludidos en el pasaje «se hizo encadenar al mástil de la nave»). Por otro lado, hace que a su Ulises le interese solamente salvarse, sin la gracia de conseguirlo sacando ventaja.
A este interés acotado se ajusta la nueva asignación de recursos, tan necesaria como insuficiente. Si Kafka concentra en su Ulises cera y cadenas para intentar cumplir tan sólo el objetivo de mínima es porque también aumenta la dificultad para lograrlo (tanto, que la protección que aísla y el reaseguro que sujeta, si fueran puestos a prueba, fracasarían por igual). El Ulises de Kafka es un escapista, un Houdini que debe superar la prueba de zafar de sirenas más poderosas que las originales, y con dos trucos que no tienen la potencia que tuvieron al servicio del otro Ulises.

Visto desde Kafka, el inmediato éxito de esa cera y de esas ataduras (por mucho que se las haya reforzado) supone una subestimación del poder enfrentado:
El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas.
El primer poderío hace inútiles los tapones de cera; el segundo, el reaseguro de las cadenas. Pero si «todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz», ¿cómo pudo «servir para la salvación»? Si ya sabemos que tapando y sujetando –o sea, de un modo directo– no fue, ¿cómo pudo ser? El relato desarrolla una respuesta y remata con otra, alternativa (a fuerza de estar cargada de rasgos opuestos). La primera la da «la historia», según la cual
Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Dejemos a Ulises navegando un rato. Para llegar a la segunda posibilidad hay que recordar que al poder infalible original se suma otro aun peor, de factura kafkiana:
...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.
La infalibilidad del canto admite una fantasía contrafáctica; la del silencio, ni eso: nunca hubo ni podría haber habido salvación ante semejante arma. Vamos a asistir entonces a una primera vez, al quiebre de un invicto. Lo que vale para el duelo universal con la Muerte vale para este duelo particular con las sirenas, que son unos de sus tantos avatares: «Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas». Imposible exagerar la importancia de esa salvación victoriosa.

2.

El triunfo se alcanza «mediante las propias fuerzas», que no son las débiles armas elegidas para el duelo pero que requieren adoptar cierta actitud hacia ellas: o se les tiene una confianza completa (y sólo así se las usa) o no se les tiene ninguna (y se las descarta, como hizo el resto de los navegantes). Como le dice un cerdo exitoso a otro Homero, “¡Esa es la actitud!”.*

Los simpsons, “Homero tamaño familiar” (T7E7)
Pero no porque así se consiga hacer impenetrables esos tapones de cera e irrompibles esas ataduras (tal como funcionan en la Odisea), sino porque así se hace posible el malentendido que les permite «servir para la salvación». Empecemos por la actitud necesaria, para ver cómo surge su utilidad contingente.
Si «quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos» sobre la ineficacia de esas armas, conocida por «todo el mundo», Ulises entonces puede que logre no pensar en eso, y no que meramente le suceda (por distracción u olvido). De ser así, ese autoconvencimiento –ese autoengaño– sería el inicio de un autoencantamiento, que contrarrestaría el encantamiento de las sirenas como lo hace entre los argonautas el canto de Orfeo.
Como sea, los efectos se van encadenando. Contraída o conquistada, una confianza ciega «en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas» hace que Ulises encare a las sirenas «con alegría inocente» (o alegre inocencia). A su vez, según la segunda especulación sobre por qué callaron las sirenas, tal vez
el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción
y entonces
las terribles seductoras no cantaron.
El silencio esta vez no fue letal porque Ulises («para expresarlo de alguna manera») no lo oyó:
Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él.
La convicción de Ulises se inscribe entre los casos de falsedades verosímiles. Aceptando que le sucede o que logra creer en la eficacia de métodos ineficaces, y aceptando que no tiene por qué esperar que las sirenas no canten, lo más razonable que puede creer Ulises cuando las ve moverse con los labios entreabiertos es que ellas están cantando y él no las oye gracias a sus tapones de cera.
Repasemos. Si Ulises no hubiera confiado por completo en sus dos trucos pueriles y no hubiera fijado sólo en ellos sus pensamientos, su rostro no habría ofrecido ningún «espectáculo de felicidad». Si su rostro no hubiera irradiado esa felicidad, no habría embelesado hasta la amnesia o la mudez a las sirenas. Si las sirenas no se hubieran embelesado así, tal vez habrían cantado.
Y tal vez otro gallo cantaría si también lo hubieran hecho las sirenas: creer que hay un sonido apagado es más difícil cuando un canto traspasa los tapones de cera que cuando hay silencio. Tal vez el arma menos terrible de las sirenas habría sido la más eficaz contra «aquel enemigo», si hubieran podido elegirla (como supone la primera conjetura de por qué callaron, a diferencia de la segunda).

3.

El éxtasis que va aislando a Ulises (surgido de la aislación que le atribuyó a la cera) alcanza su máximo durante la máxima cercanía con las sirenas, que es cuando están «más hermosas que nunca», y neutraliza sus estragos (justo ahí donde el mito los hace máximos):
El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
En el breve lapso que le lleva al espectáculo desvanecerse, Ulises pasa de ver a las sirenas y creerlas cantoras sin audio a dejar de verlas por completo y de saber algo de ellas (el Ulises de Homero, al revés del de Kafka, lo logra recién cuando se aleja lo suficiente). Por su parte, también las sirenas pierden el registro de sí con la contemplación de ese trance; una probada de su propia medicina las saca de su rutina:
Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
El fulgor hipnótico que las va encantando empieza haciéndoles «olvidar toda canción» y termina haciendo que se olviden de sí. Pero es gracias a este borrado extendido que ellas se salvan:
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día.
Lo mismo vale para Ulises respecto del silencio de las sirenas. No habiendo canto que traspase la cera, si tampoco hay (conocimiento del) silencio, es posible que Ulises se salve: es la salvación que cuenta «la historia» antes de que «la tradición» se ponga a comentarla, como veremos en breve.
En una de las versiones del mito (al igual que en el duelo con la Esfinge preguntona de Tebas, que muere cuando Edipo le resuelve el enigma con que mata), o Ulises escapaba o las sirenas perecían. «Pero ellas permanecieron y Ulises escapó», como en la Odisea. No es la derrota de sus encantos lo que aniquilaría a las sirenas, sino el saberse derrotadas; las salva ignorar que han sido ignoradas. Ignoradas genuinamente, según la primera versión de cómo se salvó Ulises; fingidamente, según la segunda, la que leemos en el «comentario a la historia» que «la tradición añade»:
...tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
Como una defensa encaja con un ataque, esta segunda especulación sobre cómo se salvó Ulises encaja con la primera sobre por qué las sirenas no cantaron esa vez:
...tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio.
Si no lo hirió, «tal vez» no fue –se nos propone ahora– porque Ulises no lo oyó, sino porque interpuso entre él y el silencio que le lanzaron para vencerlo el escudo de una actuación que engañó a las sirenas (y también, ya que estaba, a esos otros invencibles que son los dioses del destino).
Queda revisar las posibilidades salvadoras de esa actuación. Pero antes, una breve digresión compositiva.

3.1

Hay dos hechos –dos datos– en tensión contradictoria, como si estuvieran en un duelo por la consistencia conceptual del relato; normalmente no podrían darse juntos, convivir en una misma historia. Para explicar cómo lo hacen (o para distenderlos), sobre cada uno de ellos se despliegan dos especulaciones. Sobre el silencio de las sirenas, se especula si fue el arma elegida contra Ulises o si fue un involuntario enmudecimiento por embeleso (inducido por otra voluntad, la del Ulises que «tan sólo representó tamaña farsa», o por ninguna, con Ulises genuinamente confiado y feliz). Sobre la salvación o el triunfo de Ulises ante el silencio de las sirenas, si fue una consecuencia no buscada de suscitar ese embeleso refulgiendo de felicidad o si fue el resultado buscado de engañar a las sirenas fingiendo el trance que las embelesó (para favorecer o mejorar esa actuación, Ulises se impuso la completa confianza en sus «métodos insuficientes»; otros actores recurren a su memoria emotiva).
Las conexiones están cruzadas para hilvanar lo no intencional por un lado y lo intencional por el otro: la primera especulación del segundo tema se conecta con la segunda del primero; y la primera del primero, con la segunda del segundo. Es decir, lo hacen en sentidos también cruzados: en la conexión entre lo no intencional, lo que le sucede a Ulises (ponerse feliz) da lugar a lo que les sucede a las sirenas (callar arrobadas ante esa felicidad); en la conexión entre lo intencional, lo que resuelven hacer las sirenas (callar para herir «a aquel enemigo») da lugar a lo que resuelve hacer Ulises (consciente del silencio que le han disparado, representar «tamaña farsa [...] a modo de escudo»). Un cuadro simple puede ayudar a visualizar estas relaciones:


4.

Las habilidades de Ulises para engañar se acreditan en la introducción a la vuelta de tuerca que hace el comentario añadido:
Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno.
La astucia general de Ulises consigue una impenetrabilidad mayor a la que aparenta conseguir la astucia particular de la cera. A ese blindaje de su fuero interno le debe el ladino Ulises su mayor poder, el del engaño más grande (que es el que se les hace a los menos engañables, los dioses del destino). Pero el poder de su engaño, si no lo incluye a él mismo, puede ser menos eficaz que la carambola de la que participa su autoengaño. Si Ulises no se cuenta entre los engañados (como le ocurre al hechicero de Novalis), ese escudo actoral no debería poder ser más útil contra el silencio de las sirenas de lo que son contra su canto tapones de cera y cadenas. Veamos por qué.
En la nueva hipótesis, es el hecho de saber que las sirenas no cantan lo que motiva a Ulises a actuar, a fingir que no sabe, que cree que el canto fluye sordo en torno de él. Si lo finge tanto que también (o al menos) él se lo cree, y si la actuación sobrevive a la necesidad que la motivó, entonces Ulises logra olvidar que sabía que las sirenas no cantaban y que él estaba actuando. Sólo una actuación olvidada de sí («para expresarlo de alguna manera») puede hacer que Ulises se salve, en razón de una inconsciencia similar a la que salva a las sirenas.
Detrás de esta razón está el principio de Berkeley funcionando acotada y trivialmente: el silencio de las sirenas, no menos que su canto, para ser (o al menos para ser dañino) necesita ser percibido, registrado como tal. No lo oye el Ulises que lo confunde con su esperada sordera porque se engaña sobre el poder de aislación de sus tapones; sí lo oye el Ulises que, entonces, pretende salvarse engañando.
¿Qué chances tiene de lograrlo? Si Ulises sabe que las sirenas no cantan, el fingir que no lo sabe puede engañarlas a ellas, pero no a su silencio. Debe salir de ahí cuanto antes, si es que eso es posible. En el peor de los casos, Ulises mantiene un pie en el saber letal (escucha el silencio) y otro en la actuación que lo niega (simula no escucharlo). En el mejor de los casos, saca el primer pie lo más rápido posible, con la esperanza de que el silencio tarde en surtir efecto y él pueda completar antes su paso de fuga. Porque si el silencio de las sirenas –como cabe suponer– produce un estrago instantáneo o inmediato, conocerlo y salvarse sería algo «inconcebible para la mente humana».

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