-->

viernes, 23 de agosto de 2013

Naturalezas 020 (6.0.0)


Estoy en medio de cambios mayores en la sección 4 (y su hasta recién única subparte, la 4.1, si bien una de las agregadas -la 4.2- todavía está vacía y la otra -la 4.1.1- es una cita). Hasta el comienzo de esta sesión de escritura, en la madrugada, esto es lo que había:


4.

Para terminar, sigamos con Borges. Si el negro encuentra su destino/sentido (oportunísimo anagrama) matando a Martín Fierro, el sargento Cruz encuentra el suyo cuando pasa a defenderlo; leemos en “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874)”:
En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre.
Otros actos epifánicos son menos cruentos. En “Las ruinas circulares”, por caso, luego de que el mago ha introducido en la realidad a su hijo soñado, leemos: «El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis». También es un acto de creación, aunque literaria, lo que en “El milagro secreto” justifica la vida de Jaromir Hladík en un instante perpendicular que al año se entronca de nuevo con la historia de su fusilamiento; luego de resumir la obra inconclusa, el narrador dice:
En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo.
La justificación de Hladík es tan privada y secreta como el milagro que la hace posible: «No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía». En “La busca de Averroes”, la elaboración de una trama deja su lugar a la elaboración de argumentos y la justificación recupera su afán póstumo y público: el médico árabe trabajaba en una «obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles».
Fácilmente se pasa de ser uno justificable como autor de una obra a tener uno, en calidad de personaje, su justificación escrita en un libro (metáfora y modelo de un universo o un destino personal planeados). En “La Biblioteca de Babel” «existen» –el narrador dice haber visto dos– «las Vindicaciones: libros... que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo», aunque «la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero».*
En rigor, también la probabilidad del hallazgo de una Vindicación ajena –para no hablar de dos– debería computarse en cero, si recordamos que «por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias». Sin ir más lejos, el libro con «nociones de análisis combinatorio» que provoca la «extravagante felicidad» de saber o sentir que «el universo estaba justificado», encontrado 500 años atrás, era «un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas» escritas en «un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico». Y el propio favorecido por la casualidad de esas dos lecturas vindicativas nos dice que «el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö».
El último título parece más raro de lo que es: es el final de hlör u fang axaxaxas mlö, que en un idioma del hemisferio austral de Tlön significa Surgió la luna sobre el río. Cada cual con sus propios efectos de totalización, Tlön es a los hechos y las cosas que hacen el mundo («El mundo será Tlön») lo que la Biblioteca total es a los sentidos que lo justifican («No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono»).


4.1

De todas estas justificaciones existenciales se puede decir algo similar a lo que, en “Deutsches Requiem”, dice Otto Dietrich zur Linde del «pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas», atribuido a Schopenhauer: «esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad».
En principio, ni las piedras ni las plantas ni los animales tienen una «teleología individual» (es decir, están llamados a cumplir una misión, un propósito, una finalidad) ni participan en roles protagónicos de «un orden secreto» del universo (y sólo excepcionalmente lo hacen en roles secundarios). ¿Por qué? Simplemente porque no practican el prodigio de darse un alter ego inmortal (un alma o un espíritu, por ejemplo) y confundirse con la divinidad.
Esa diferencia entre naturalezas, unas desalmadas y otras divinamente emparentadas, decide si una existencia ha de tener un destino y, con él, un sentido –o sea, una trascendencia de sí– o si sólo será un tautológico y desencantado existir por existir.

Ahora hay esto, pendiente de continuación:
4.

Para terminar, sigamos con Borges. Si el negro encuentra su destino/sentido (oportunísimo anagrama) matando a Martín Fierro, el sargento Cruz encuentra el suyo cuando pasa a defenderlo; leemos en “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874)”:
En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre.
Otros actos epifánicos son menos cruentos. En “Las ruinas circulares”, por caso, luego de que el mago ha introducido en la realidad a su hijo soñado, leemos: «El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis». También es un acto de creación, aunque literaria, lo que en “El milagro secreto” justifica la vida de Jaromir Hladík en un instante perpendicular que al año se entronca de nuevo con la historia de su fusilamiento; luego de resumir la obra inconclusa, el narrador dice:
En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo.
La justificación de Hladík es tan privada y secreta como el milagro que la hace posible: «No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía». Trascendencia inmanentista, discurrir atrapado: una justificación de vida que no puede trascender ni como legado para la humanidad superviviente ni como tributo u obsequio al ser trascendente por excelencia, suena a una contradicción en los términos (o un oxímoron o «un ejemplo del monstruo que los lógicos han denominado contradictio in adjecto», como dice Borges de su título “Nueva refutación del tiempo”).*
...porque decir que es nueva (o antigua) una refutación del tiempo es atribuirle un predicado de índole temporal, que instaura la noción que el sujeto quiere destruir.
O también: luce como una «magnífica ironía» de aquel a quien «la maestría de Dios» le «dio los libros y la noche» (como a Hladík un año para terminar su obra y ni un instante para divulgarla).
Hladík sabe que el “trabajo para hacer” que le alarga la vida lo llenará sin posibilidad de desbordarlo: sabe que no trabaja para nadie que no sea él –ni para la posteridad humana ni para la eternidad divina. Lo rige una tautología especial: lo suyo no es existir por existir, pero es justificar por justificar.

Las otras justificaciones son todo lo no tautológicas que no puede ser la de Hladík. En “La busca de Averroes”, la elaboración de una trama deja su lugar a la elaboración de argumentos y la justificación recupera su afán póstumo y público: el médico árabe trabajaba en una «obra monumental que lo justificaría ante las gentes: el comentario de Aristóteles». En la borgeana enumeración de «la variedad de temas que abarcan» sus Obras completas - 1923 / 1985, el prologuista Borges incluye este: «mi extraña vida cuya posible justificación está en estas páginas».
Fácilmente se pasa de ser uno justificable como autor de una obra a tener uno, en calidad de personaje, su justificación escrita en un libro (metáfora y modelo de un universo o un destino personal planeados). En “La Biblioteca de Babel” «existen» –el narrador dice haber visto dos– «las Vindicaciones: libros... que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo», aunque «la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero».*
En rigor, también la probabilidad del hallazgo de una Vindicación ajena –para no hablar de dos– debería computarse en cero, si recordamos que «por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias». Sin ir más lejos, el libro con «nociones de análisis combinatorio» que provoca la «extravagante felicidad» de saber o sentir que «el universo estaba justificado», encontrado 500 años atrás, era «un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas» escritas en «un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico». Y el propio favorecido por la casualidad de esas dos lecturas vindicativas nos dice que «el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö».
El último título parece más raro de lo que es: es el final de hlör u fang axaxaxas mlö, que en un idioma del hemisferio austral de Tlön significa Surgió la luna sobre el río. Cada cual con sus propios efectos de totalización, Tlön es a los hechos y las cosas que hacen el mundo («El mundo será Tlön») lo que la Biblioteca total es a los sentidos que lo justifican («No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono»).


La misma minuciosidad vindicativa profesa en el relato “Deutsches Requiem” su narrador, Otto Dietrich zur Linde: «Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación».
Para el trabajo de sostener un sentido así de infaltable sólo califica Dios: «Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz», ha dicho Otto zur Linde justo antes. La misma necesidad de atención continua tienen para Berkeley «todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo», que «no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno», según cita Borges en “Nueva refutación del tiempo”.
Pero además de sostener el sentido de una existencia, puede que la divinidad trabaje en darle su forma más acabada a la existencia de un sentido así (perdón por el juego de palabras, en caso de que resulte ser sólo eso o de que distraiga de lo que pueda estar diciendo). Veamos dos variantes posibles de este segundo trabajo.

4.1

De todas estas justificaciones existenciales se puede decir algo similar a lo que dice Otto zur Linde del «pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas», atribuido a Schopenhauer: «esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad».
En principio, ni las piedras ni las plantas ni los animales tienen una «teleología individual» (es decir, están y/o se creen llamados a cumplir una misión, un propósito, una finalidad) ni participan en roles protagónicos de «un orden secreto» del universo (y sólo excepcionalmente lo hacen en roles secundarios). ¿Por qué? Simplemente porque no practican el prodigio de darse un alter ego inmortal (un alma o un espíritu, por ejemplo) y confundirse con la divinidad.
Esa diferencia entre naturalezas, unas desalmadas y otras divinamente emparentadas, decide si una existencia ha de tener un destino y, con él, un sentido –o sea, una trascendencia de sí– o si sólo será un tautológico y desencantado existir por existir.

4.1.1

Los líquenes, como la mayoría de las cosas que prosperan en medios difíciles, son de crecimiento lento. A un liquen puede llevarle más de medio siglo alcanzar las dimensiones de un botón de camisa. Los que tienen el tamaño de platos, escribe David Attenborough, es «probable que tengan cientos e incluso miles de años de an­ti­güe­dad». Sería difícil imaginar una existencia menos plena. «Simplemente existen —añade Attenborough—, testimoniando el hecho conmovedor de que la vida existe, incluso a su nivel más simple, por lo que parece, porque sí, por existir.»
Es fácil no reparar en esta idea de que la vida simplemente es. Como humanos nos inclinamos a creer que tiene que tener un objeto. Tenemos planes, aspiraciones y deseos. Queremos sacar provecho constante de toda la existencia embriagadora de la que se nos ha dotado. Pero ¿qué es vida para un liquen? Sin embargo, su impulso de existir, de ser, es igual de fuerte que el nuestro... puede decirse que hasta más fuerte. Si se me dijese que tendría que pasar décadas siendo una costra peluda en una roca del bosque, creo que perdería el deseo de seguir. Los líquenes, en cambio, no. Ellos, como casi todos los seres vivos, soportarán cualquier penalidad, aguantarán cualquier ofensa, por un instante más de existencia. La vida, en suma, sólo quiere ser. [Continúa...]
Pero —y aquí tenemos un punto interesante— no quiere, en general, ser mucho.
Esto tal vez resulte un poco extraño, ya que la vida ha tenido tiempo de sobra para concebir ambiciones. Si imaginásemos los 4.500 millones de años de historia de la Tierra reducidos a un día terrestre normal, la vida empieza muy temprano, hacia las cuatro de la madrugada, con la aparición de los primeros simples organismos unicelulares, pero luego no hay ningún avance más en las dieciséis horas siguientes. Hasta casi las ocho y media de la noche, cuando han transcurrido ya cinco sextas partes del día, no empieza la Tierra a tener otra cosa que enseñar al universo que una inquieta capa de microbios. Luego, por fin, aparecen las primeras plantas marinas, a las que siguen veinte minutos más tarde la primera medusa y la enigmática fauna ediacarana, localizada por primera vez por Reginald Sprigg en Australia. A las 21:04 salen nadando a escena los primeros trilobites, seguidos, de forma más o menos inmediata, por las criaturas bien proporcionadas de Burgess Shale. Poco antes de las 10:00 empiezan a brotar las plantas en la tierra. Poco después, cuando quedan menos de dos horas del día, las siguen las primeras criaturas terrestres.
Gracias a unos diez minutos de meteorología balsámica, a las 22:24, la Tierra se cubre de los grandes bosques carboníferos cuyos residuos nos proporcionan todo nuestro carbón. Aparecen los primeros insectos alados. Poco antes de las 23:00 irrumpen en escena los dinosaurios e imperan durante unos tres cuartos de hora. Veintiún minutos antes de la media noche se esfuman y se inicia la era de los mamíferos. Los humanos surgen un minuto y diecisiete segundos antes de la media noche. El total de nuestra historia registrada, a esta escala, sería de sólo unos cuantos segundos, y la duración de una sola vida humana de apenas un instante. A lo largo de este día notoriamente acelerado, los continentes se desplazan y chocan a una velocidad que parece claramente insensata. Surgen y desaparecen montañas, aparecen y se esfuman cuencas oceánicas, avanzan y retroceden mantos de hielo. Y a través de todo esto, unas tres veces por minuto, en algún punto del planeta hay un pum de bombilla de flash y un fogonazo indica el impacto de un meteorito del tamaño del de Manson o mayor. Es asombroso que haya podido llegar a sobrevivir algo en un medio tan aporreado y desestabilizado. En realidad, no son muchas las cosas que consiguen hacerlo bastante tiempo.
Tal vez un medio más eficaz de hacerse cargo de nuestro carácter ex­tremadamente reciente como parte de este cuadro de 4.500 millones de años de antigüedad, es que extiendas los brazos el máximo posible e ima­gines que la extensión que abarcan es toda la historia de la Tierra. A esa escala, según dice John McPhee en Basin and Range, la distancia entre las puntas de los dedos de una mano y la muñeca de la otra es el Pre­cámbrico. El total de la vida compleja está en una mano, «y con una sola pasada de una lima de granulado mediano podrías eliminar la historia humana».
Por suerte ese momento aún no ha llegado, pero hay bastantes posibi­lidades de que llegue. No quiero introducir una nota sombría precisa­mente en este punto, pero el hecho es que hay otra característica de la vida en la Tierra estrechamente relacionada: que se extingue. Con abso­luta regularidad. Las especies, por mucho que se esfuercen en organizar­se y pervivir, se desintegran y mueren con notable regularidad. Y cuanto mayor es su complejidad, más deprisa parecen extinguirse. Quizás ésta sea una de las razones de que una parte tan grande de la vida no sea de­masiado ambiciosa.


Bill Bryson,
Una breve historia de casi todo
(Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007;
Capítulo 22, “Adiós a todo eso”, pág. 401)

4.2


No hay comentarios: