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martes, 4 de febrero de 2014

Ilusión artística 001 (1.0.0)



Moví a este ensayo (parte II), con leves modificaciones, lo que era la parte I de "Experimentos con la conciencia" (que volvió a titularse "Parálisis del sueño"). Lo que había hasta ahora pasó a ser la parte I, "Peligroso y seguro"; era esto:

          Dos fragmentos de la serie Entornos invisibles de la ciencia y la tecnología, episodio 1, “Parque de diversiones”
1.

Si que las cortinas no son verdes, no tiene sentido creer que son verdes. Sin embargo, ese cruce es el que hace posible sentir el peligro (porque creo –no logro no creer– que hay peligro) ahí donde que no hay peligro. No dejo de confiar que es seguro lanzarme, ni siquiera llego a dudarlo (o sea, a no saber si es seguro o no lanzarme); pero aun así alcanzo una duplicidad similar a la duplicidad negativa de la duda, pero positiva: en lugar de no estar ni acá ni allá (un no saber dilemático), estar acá y allá (sé y no sé que hay peligro en tirarme de ahí; confío y no confío). (Este simulacro de contradicción tal vez sea lo más cerca que podamos estar de una contradicción efectiva.)

2.

Hay un es y hay un como si fuera. De la fuerza de este último (de su poder de hacerme olvidar el es) depende la sensación que experimente. En términos de Coleridge, de cuánto logre suspender mi incredulidad dependen la opacidad de la inmersión y la intensidad de la ilusión, que a su vez se implican recíprocamente (si es que no son lo mismo).
En la experiencia artística jugamos a perder el principio de realidad, a olvidarlo, a visitar la región de la que no hay (o puede no haber) retorno: coqueteamos con la muerte, siquiera la de nuestra identidad. En ese sentido, Ulises es el sujeto de la experiencia artística por excelencia: filtra los peligros de esa enajenación atándose al mástil, en lugar de abstenerse (y protegerse) de ella tapándose los oídos, como hace con sus amigos.
Ser otro sin pagar el precio de serlo, que es la alienación, la pérdida de la identidad propia: ser otro y ser yo, ser otro sin dejar de ser definitivamente yo, pudiendo volver de la odisea de la despersonalización absoluta, o sea, de la muerte, que es la aventura de lo otro, de lo único que es otro para todos y cada uno (y no sólo para mí).

3.

Saber –o creer– que el peligro atravesado es falso es lo que nos permite disfrutar en lugar de sufrir. Engañamos nuestra fisiología con arneses y elasticidades calculadas y, como Ulises, obtenemos todo el deleite de un vértigo sin sufrir ninguno de sus inconvenientes, sin pagar el precio.
Si en una situación real nos excita no saber qué sigue, no lo llamamos incertidumbre. Y en cuanto a las incertidumbres que disfrutamos, las aventuras sin desasosiego, tal vez sean dosis inocuas –o inofensivas variaciones– de la incertidumbre que más intensamente podemos sufrir (la de si vamos a morir en este momento, en caso de que un trance nos lo haga sentir más probable de lo habitual) y de la certidumbre donde se apoya (la de que en algún momento vamos a morir).


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