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miércoles, 21 de junio de 2017

Orientaciones 001 (1.0.0)


Hice dos cambios importantes en el ensayo, ambos supresiones (que en realidad son reubicaciones de lo suprimido en otros ensayos, uno recién publicado y otro pendiente). Empiezo por lo que fue a parar al ensayo recién publicado, "Laberintos borgeanos". Hasta recién, la parte "3. Extravíos" se veía así:


3. Extravíos

Hasta acá vimos condiciones de funcionamiento y casos disfuncionales de los signos de orientación (puntos de referencia); es el turno de hacer foco en su uso. Un usuario en problemas con signos de esos es algún tipo de extraviado.
La nada que juega de destino de un link roto puede jugar también de ámbito sin referencias. El horror al vacío es el horror a no tener ningún punto de referencia, ni siquiera uno con el que engañarse. En una multitud confusa (como en un laberinto de espejos o en un bosque cerrado) uno se pierde porque no puede saber cuál de los muchos puntos de referencia candidateados –y parecidos entre sí: confundibles– es el verdadero. En un vacío, no hay candidatos a ser puntos de referencia; no hay ni puede haber referencias.

Es la misma diferencia que hay en “Los dos reyes y los dos laberintos”, relato de Borges, entre el elaborado laberinto de Babilonia (obra de «arquitectos y magos») y el (anti)laberinto del rey árabe, el natural desierto (pero de a pie y a tres días de cabalgata, con el rey de Babilonia inútilmente libre para moverse). Qué más económico que lograr tanto con tan poco, con la nada de un mero desierto «donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso».
Con una extensión opuesta a la del desierto árabe y un resultado idéntico, tampoco tiene muros que veden el paso el laberinto de la pesadilla kafkiana que hay en otro cuento de Borges, “El inmortal”:
Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
Hay laberintos borgeanos más grandes que el desierto y menores que el «exiguo y nítido» de esa pesadilla. Vayamos de menor a mayor.
En “El jardín de senderos que se bifurcan”, Ts’ui Pên se retiró trece años hace más de cien «para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres». Su bisnieto Yu Tsun acaba de despachar la primera empresa, que llegó a hacerse pública («Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios»), y empieza a despachar la segunda, que quedó «invisible», cuando su interlocutor, Stephen Albert, lo interrumpe primero y lo corrige después:
En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
—Aquí está el Laberinto –dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de marfil! –exclamé–. Un laberinto mínimo...
—Un laberinto de símbolos –corrigió–. Un invisible laberinto de tiempo.
La corrección no es menor; y más bien no puede ser mayor. Cuando pasa de físico a simbólico, el labertino pasa de mínimo (cuando es malentendido como una maqueta o modelo a escala) a máximo (cuando es entendido metafóricamente –«un laberinto de símbolos»– y metafísicamente –«un invisible laberinto de tiempo», que es el «esctrictamente infinito»):
Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades.
A la pesadilla de no poder alcanzar lo que parece estar tan al alcance, le sigue el descubrimiento de la Ciudad de los Inmortales, que no será exigua pero sí «nítida». Para llegar a ella, el narrador («yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma») debe atravesar un laberinto subterráneo de estilo babilónico, durante el cual «consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan», también ellos. La Ciudad es aun peor, pero no por potenciar lo «inextricable», sino por vaciarlo de sentido o finalidad (es decir, por hacerlo inhumano):
Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. [...] No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
De la autoría del laberinto («Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos») dependerá si es descifrable o no; lo humano es descifrable y lo indescifrable es inhumano. En “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, lo «complejamente insensato» de la Ciudad de los Inmortales se aplica al mundo real que uno inventado está reemplazando con éxito:
¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas –traduzco: a leyes inhumanas– que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
«Un caos de palabras heterogéneas», una pululación monstruosa, una mixtura de incompatibilidades: la Ciudad de los Inmortales es como era la novela de Ts’ui Pên, El jardín de senderos que se bifurcan, antes de que Stephen Albert le diese orden y sentido con su interpretación. Repasemos la previa de esta exégesis, que también es laberíntica.
Yu Tsun reacciona a un consejo de orientación («el consejo de siempre doblar a la izquierda») recordando «que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos». (En “Abejancán el Bojarí, muerto en su laberinto”, «Dunraven dijo que en el interior de la casa había muchas encrucijadas, pero que, doblando siempre a la izquierda, llegarían en poco más de una hora al centro de la red».)
Siguiendo el consejo para no perderse, el chino Yu Tsun llega a la casa del sinólogo Stephen Albert, quien hará que deje de estar perdido en el «laberinto de símbolos» que compuso su bisabuelo Ts’ui Pên. Pero en el camino, antes de enterarse del carácter metafórico del laberinto ancestral, Yu Tsun lo da por perdido y lo imagina reiteradamente:
...su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros.
El laberinto físico, que supo ser «exiguo», volvió a crecer: pasó de tener las dimensiones de un desierto a tener las de «ríos y provincias y reinos», y a implicar a los astros; pasó de encerrar el presente angustioso de una presa a abarcar el pasado y el porvenir del universo. Yu Tsun imagina el laberinto perdido de su bisabuelo Ts’ui Pên, que debía ser infinito, como Marco Flaminio Rufo opina sobre la Ciudad perdida de los Inmortales:
Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz.
O sea: nadie en el mundo podrá no sentirse perdido.


Ahora se ve sin el bloque sobre los laberintos borgeanos, excepto su primera frase. El bloque entero (incluida esa primera frase) va a pasar a formar otro ensayo, que tendrá de epígrafe lo que precede al bloque (desde "El horror al vacío..."). La parte 3 ahora se ve así:



3. Extravíos

Hasta acá vimos condiciones de funcionamiento y casos disfuncionales de los signos de orientación (puntos de referencia); es el turno de hacer foco en su uso. Un usuario en problemas con signos de esos es algún tipo de extraviado.
La nada que juega de destino de un link roto puede jugar también de ámbito sin referencias. El horror al vacío es el horror a no tener ningún punto de referencia, ni siquiera uno con el que engañarse. En una multitud confusa (como en un laberinto de espejos o en un bosque cerrado) uno se pierde porque no puede saber cuál de los muchos puntos de referencia candidateados –y parecidos entre sí: confundibles– es el verdadero. En un vacío, no hay candidatos a ser puntos de referencia; no hay ni puede haber referencias.

Es la misma diferencia que hay en “Los dos reyes y los dos laberintos”, relato de Borges, entre el elaborado laberinto de Babilonia (obra de «arquitectos y magos») y el (anti)laberinto del rey árabe, el natural desierto (pero de a pie y a tres días de cabalgata, con el rey de Babilonia inútilmente libre para moverse). (Sigue...)


La otra parte que suprimí para poner en un ensayo pendiente de publicación es el bloque sobre Bajtín y Steinen y Zermelo que estaba en la sección 3.2; reproduzco también la parte donde se insertaba, que quedó:


A la larga, un enunciado es una sociedad de palabras vinculadas entre sí inmediata o mediatamente; llevarlo a cabo es ir satisfaciendo esos vínculos (con la complejidad mínima de necesitar distinguir uno mediato de uno inmediato, y esto cada vez y con cada societaria).
Lo que Bajtín dice sobre el ensartar palabras como método para construir un enunciado, K. von den Steinen lo dice sobre el «añadir una unidad a otra unidad» como método para llegar al número 2. Lo glosa Lenz en La oración y sus partes, que a su vez es citado por Emilio M. Martínez Amador en su Diccionario gramatical y de dudas del idioma (Editorial Sopena, Barcelona, 1974; página 926, entrada NUMERALES):
«...como lo prueba muy bien K. von den Steinen, con añadir una unidad a otra unidad no se llega al número 2. Lo particular no está en que el número se compone de unidades primitivas, sino en que todo número es a la vez una nueva unidad. De consiguiente, el primer número no es uno, sino dos; y el número dos no se ha formado añadiendo uno a uno (lo que eternamente queda como «uno más uno»), sino dividiendo una unidad en dos mitades, dos unidades inferiores, cuya unidad superior es la base ya existente de la cual se parte. Von den Steinen muestra que en varios idiomas el nombre del número dos se relaciona etimológicamente con la palabra que significa «partir leñas», «quebrar palos». Dos es el palo quebrado, el que «junto con otro igual» ha formado antes una unidad» (La oración y sus partes, 103).
Es un punto de llegada –destino, meta, objetivo– el todo de los que ensartan palabras en la esperanza de hacer una frase, igual que el de quienes quieren hacer un 2 sumando una unidad a otra. En cambio, el todo de los que rellenan y de los que dividen es un punto de partida: «al seleccionar las palabras partimos de la totalidad real del enunciado» y el número dos «se ha formado [...] dividiendo una unidad en dos mitades, dos unidades inferiores, cuya unidad superior es la base ya existente de la cual se parte».
Y ya que estamos, podemos agregar un tercer término a la serie, uno conjuntista: para Zermelo, si uno habla apropiadamente, «no habla del conjunto de todas las cosas que tienen una cierta propiedad; las 'cosas' vienen de algún conjunto A cuya existencia ya ha sido establecida»; habla «del conjunto de todos los x en A que tienen la propiedad».
Bajtín, K. von den Steinen y Zermelo parecen estar diciendo que la única manera de llegar a la totalidad es partiendo de ella.

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