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martes, 19 de mayo de 2020

La Pródiga 026 (10.0.1)



A la versión que dejé esta madrugada le hice algunos retoques y agregados leves. En la sección 1 está la primera zona retocada:



   Visto desde la capital, el Valle de Piedras Albas es lo suficientemente remoto como para que no se hayan enterado del regreso de la pródiga libertina, a quien sus propios parientes dan por muerta. Enrique dice que la descubrieron (sí, tanto como Colón descubrió América) y la presenta como una exiliada (o así esperamos que esté “una reina destronada”).
   Días antes, cuando son conducidos al interior del castillo por Francisca y su solemnidad muda (“¡Ni que nos estuviera mostrando una iglesia!”, comenta Enrique y vuelve lo sagrado a revestir a la Señora), Guillermo queda enmudecido por la sorpresa: “No esperaba encontrar esto en un rincón tan perdido”.
   Su olfato sinestésico entrelaza la distancia espacial con la temporal y lo recóndito se confunde con lo antiguo: “Todo aquí tiene olor lejano, de recuerdo”. Demasiado lejos, “demasiado viejo” (Enrique dixit, y Guillermo corrixit: “El arte, como el buen vino, ganan con el tiempo”; y al rato aparece Julia bajando unas amplias escaleras, “tan vieja como sus recuerdos” –es inevitable, Enrique– pero aún reconocible –“¡Es!”– con un retrato de juventud –“¿Será ella?”–).
   Andando a caballo, un adolescente Neruda anocheció extraviado «en la selva del Sur chileno» pero, «milagrosamente, halló refugio en una mansión de tres hermanas francesas, dueñas de un aserradero también "extraviado" en la extensión selvática y montañosa».
   El autor de lo citado linkea el caso con el de las tres hermanas de la obra de teatro homónima de Chejov, autor del epígrafe del ensayo “Las tres hermanas”, de Thomas Moro Simpson (Dios, el mamboretá y la mosca):
«En esta ciudad, saber tres idiomas es un lujo superfluo, un apéndice innecesario, el sexto dedo.»
   El lujo, lo superfluo, lo innecesario, lo supernumerario, o sea: algo que es prescindible, está al pedo, podría no estar, está de más. No es despilfarro, sino derroche mal ubicado [equivocado], el desperdicio de tirarles perlas (a.k.a. margaritas) a los chanchos, pero reivindicado en nombre de la dignidad de las nobles causas perdidas.
   Las tres hermanas francesas, como Julia en su castillo [perdido], «custodiaban el solitario esplendor de aquellos recónditos salones, como si vivieran en el fondo del mar» (ya que no de un lago artificial). Moro Simpson cita a Neruda: «“¡Honor a estas tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon para mantener un antiguo decoro!”».
   “En el último rincón del mundo”, Julia Montes está tan apartada de las metrópolis [la capital] como su pasado amoroso de la moral vigente. Pero lo suyo no es un destierro, como el de Julia Castro-Alares, sino un retiro voluntario y medio espiritual, algo cercano a una reclusión monacal.
   Como sea, no deja de extrañar que no la registren en el primer rincón del mundo: Julia Montes es la poco disimulable dueña de todas esas tierras que los amigos de sus parientes quieren convertir en el lecho de un embalse. Y lo que tiene de dueña lo tiene de cabeza de un mundo autosuficiente y hospitalario, cerrado y abierto, alternativo al de la capital, no subalterno.
   O eso pretende. Porque [Pero] ese microcosmos sigue...



En la segunda zona donde hice cambios menores agregué un item más de la feminidad de Julia:



   Por un lado, “se adivina en todo una mano de mujer”, dice Guillermo después de inspeccionar los objetos de la sala, antes de que Julia hiciera su primera aparición en las escaleras; en toda la película Julia viste y se produce como la Señora suntuosa que es: siempre como para ir a una gran fiesta, nunca repitiendo un vestido, tanto ahora como en Europa (donde “fue durante 10 años la mujer de moda”); pero también viste y se produce como el objeto de deseo que aún puede ser (“Esta tarde en la mesa me miraba con una mezcla de... de lástima y de deseo, como se miran en un remate las cosas que un día fueron caras”, le dice Julia a Guillermo, que esa tarde había inspeccionado los objetos de la sala y que volvió como ladrón en la noche); y su misma prodigalidad amorosa es, para el varón a servir, el ideal de entrega femenina.

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