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domingo, 1 de mayo de 2022

Teléfono no roto 009 (3.1.0)



Cambios medios. Acabo de hacerle modificaciones y agregados a la versión de ayer, en la misma sección 1 que había rehecho. Ahora el ensayo se ve así:




a Quino

0.

   Hay un dibujo de Quino que en una época frecuenté mucho por razones de trabajo (estaba en un cuadernillo de español para extranjeros). Desde entonces tengo pendiente dedicarle un ensayo con la idea inicial de este título y con las que el análisis haga aparecer. Así que hoy voy a cumplir de nuevo con una antigua deuda interna, que es como responder a un pedido espaciado pero recurrente: “Hablá de mí”.
   El dibujo está en el libro Ni arte ni parte (Quino, Ediciones DE LA FLOR, 1982):

Dibujo de Quino (página 37 del libro Ni arte ni parte) donde hay una larga fila para un teléfono público, que está usando un hombre para dictarle a un pintor el paisaje de una parte antigua de la ciudad rodeada de edificios modernos.


1.

   Para la igualdad entre la imagen del paisaje descripto verbalmente y la imagen de la pintura que traduce esas palabras se necesitan tres miradas y cuatro perfecciones. De las miradas hablaremos en esta sección y de las perfecciones en la siguiente.
   Las miradas son la del relator, la del pintor y la nuestra. Vemos el mismo paisaje que ve el relator y no ve el pintor y vemos el cuadro que ve el pintor y no ve el relator. Los comparamos y los damos por iguales.
   Gracias a una llamada desde un teléfono público, hemos asistido a un teléfono no roto. Ellos no, sólo nosotros: como no ven lo que el otro ve, ni el relator ni el pintor pueden saber en ese momento que lo improbabilísimo está sucediendo (tampoco Pierre Menard debería poder, ya que se impidió releer el Quijote de Cervantes para hacer el suyo).
   Además de por mantener inalterable el mensaje, el teléfono no roto de Quino se diferencia de la tradicional ronda de susurros al oído por la mayor variedad de sensores y transmisores: lo que se recibe viendo se transmite hablando (dando a escuchar) y lo que se recibe escuchando no se transmite hablando –como se haría en la ronda de secretos–, sino pintando (dando a ver).
   Es más parecido al Teléfono Descompuesto de Gartic Phone, que es de letras y se combina con el Pictionary: ahí lo que se recibe leyendo se transmite dibujando (dando a ver) y lo que se recibe viendo se transmite escribiendo (dando a leer). La noche de invierno y cuarentena del 14 de junio del año pasado me conecté por Zoom con Eva, Diego y Luni y estuvimos jugando un buen tiempo.
   Incluso con sólo cuatro participantes, las distancias semánticas entre dos escritos y entre dos dibujos –para no andar comparando peras con manzanas– pueden ser ya muy grandes (gif 1), además de todavía nula o corta (distancia entre escritos y distancia entre dibujos del gif 2, respectivamente):
1
2

   Como la distancia semántica entre nuestros dibujos no es grande, un quinto participante podría “traducir” el de Luni otra vez como «Hora de dormir». Dos o más escritos con una distancia semántica nula son el mismo escrito; dos o más dibujos, no. El mío y el de Luni son muy distintos, aunque ambos “traduzcan” «Hora de dormir».
   Corolario: para que dos o más dibujos sean el mismo, o al menos idénticos, la distancia nula entre ellos tiene que ser visual, no semántica. Hay que ser, además de parecer.


   Podrás ver simultáneo lo sucesivo, abarcar con una sola mirada las tres viñetas verticales del chiste gráfico; pero la experiencia de caer es sucesiva, nunca simultánea: la tenés sólo recorriéndolas de arriba abajo con tres miradas.
   Los tramos del recorrido del paisaje también son tres: de los ojos del relator a su lengua, de su lengua al oído del pintor, y del oído del pintor a los ojos de cualquiera, empezando por los nuestros. Estos tres tristes tramos se cubren con dos pasos (→), uno por participante: convertir una imagen en una descripción y esa descripción en una imagen. Si fuera un gif tendría la secuencia
IMAGEN→1.000 PALABRAS→IMAGEN,
que es un enroque de la secuencia igualmente exitosa de este otro gif de aquella noche:
   Es como si un cuento en castellano (no “La cita”, por ahora) fuera traducido al inglés y el resultado fuera traducido al castellano y nos diera el mismo cuento, palabra por palabra.
¿Qué podría ser menos probable?
Que una segunda traducción al castellano –de la versión de una segunda traducción al inglés– generase el mismo escrito que había generado la primera traducción al castellano, que era idéntico al original. Y así siguiendo.
Que un segundo pintor hiciera un cuadro idéntico al del primer pintor (que a su vez era idéntico al paisaje) a partir de la descripción de un segundo relator. Y así siguiendo.
   La tridentidad castellana y la tridentidad visual son posibles aun si difieren las dos versiones escritas en inglés o las dos descripciones orales. Como rizan el rizo, también son más improbables: ¿quién esperaría que un error de transmisión fuera cancelado por uno de recepción y de esa carambola resultara una tercera instancia idéntica (de un tercer texto castellano o de una tercera imagen pueblerina)? Es como si un amigo tocara por error en el portero eléctrico el departamento de mis vecinos medianeros pero yo atendiera pensando que es para mí.
   La leyenda de la Septuaginta dice que (6·12=) 72 traductores de la Biblia, trabajando durante 72 días a la vez y por separado, coincidieron letra a letra en sus 72 traducciones griegas. Borges registra un milagro opuesto en la reseña “Una versión inglesa de los cantares más antiguos del mundo” (Textos cautivos, Tusquets, Barcelona, 1986, página 279):
«Hacia 1916 resolví entregarme al estudio de las literaturas orientales. Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: “A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida”. En ese punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: “Los sirvientes destruyen las obras de arte, para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos”. Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma.»
   La distancia entre esas dos versiones inglesas (traducidas al castellano) es similar a la que hay entre «king kong» y «Acidez en la ciudad». La única diferencia es que no son traducciones encadenadas, sino independientes. A veces no tardamos nada en desviarnos, a veces tardamos más, pero a la corta o a la larga sucede; conservar la línea recta es tan utópico como alcanzar la del horizonte, salvo en milagros y en chistes (u otras ficciones).
   En la ronda de susurros al oído, la gracia es ver cómo empezó y cómo terminó el mensaje: dos viñetas para asombrarnos y reírnos de qué tan diferente quedó, cuán monstruosa, bizarra e incalculable fue su transformación. En el Teléfono Descompuesto de Gartic Phone, la gracia está en ver el viaje entero, paso a paso, su trayectoria imprevisible, su errancia ebria, un cadáver exquisito bajo la forma de un gif plagado de desvíos y desvíos de desvíos.
   Las sinuosidades sin timón ni rumbo de un teléfono roto son el retrato gracioso –la caricatura– de nuestro fracaso olímpico al intentar precisamente lo contrario: preservar sin cambios un original hasta conseguir que en su final esté su principio (redondo y extraordinario como anillo al dedo de María Estuardo).
   Esa trayectoria semántica es recta y monótona –la más previsible– en los tres tipos de teléfonos no rotos que imagino: de menor a mayor improbabilidad, en el primero son idénticos todos los escritos; en el segundo, todas las imágenes; en el tercero, todos los escritos y todas las imágenes.
   Como también son inesperadas y sorprendentes, como también descolocan inofensivamente, también tienen su gracia esas seguidillas de enormes excepciones a lo esperado (a.k.a. milagros o super hazañas). Sólo que la tienen vía la ilusión de realizar un imposible, de la que en otros casos más atávicos somos cómplices o víctimas interesadas.
   Para darnos una idea más cabal de lo extraordinario del cuadro idéntico al paisaje relatado, pensemos qué nos pasaría si en un gif viéramos que un dibujo es exactamente igual a otro anterior (si no es el inmediato, cuanto más alejado esté en la cadena, más rara será la coincidencia plena).
   Todo bien con los dos «Hora de dormir», pero más increíble habría sido que el dibujo de Luni hubiera sido idéntico al mío. Todo bien con los dos «Banana con dulce de leche», pero imaginá que un cuarto participante y segundo dibujante coincidiera pixel a pixel con el dibujo de Luni.


2.

   En el chiste de Quino, el teléfono no se rompe/descompone gracias a cuatro “perfecciones”:
    1) El relator capta a la perfección ese paisaje.
    2) Además, lo transmite a la perfección.
    3) Del otro lado, el pintor capta a la perfección lo que le transmite el relator.
    4) Como además lo plasma a la perfección, terminamos viendo en su tela lo que vimos mientras el relator lo describía (y que volvemos a mirar): lo reconocemos.
   Las perfecciones son dos capturas y dos mudanzas, las cuatro sin pérdida de información (a lo Funes). Y si no son perfectas, al menos son suficientes para decir que el paisaje de la calle y el del cuadro son el mismo, sin importar si son o no idénticos.
   Eso solo ya implica que el retrato difiere tanto del modelo como diferiría si, en vez de oírlo, el retratista lo estuviera viendo. Esta ecuación inesperada (por imposible o por improbable) es un quiebre lógico con un efecto humorístico; los quiebres análogos de Escher en obras como Cascada o Belvedere, entre muchas otras, tienen un efecto estético.
   A esa posible diferencia ínfima por imperfección se agrega otra, que es realista: no es la misma la nitidez del paisaje visto sin otra mediación que la vista (en parte en la primera viñeta, del todo en la segunda) que la nitidez del paisaje que vemos representado en la tela.
   Es la diferencia que algunos cuadros de René Magritte anulan cuando los cuadros ahí representados se solapan con los paisajes que representan, como si fueran ventanas abiertas o limpísimas; muestro dos donde los caballetes están precisamente delante de ventanas:


La condición humana (1935)

Euclidean walks (1955)

   Magritte pudo pintar un solo paisaje y simular dos, uno en la tela y el otro detrás y alrededor de la tela; Quino tuvo que dibujar dos: el que vemos junto con el relator, del otro lado de la calle, y el que vemos junto con el pintor, en la tela (lejos del otro, no delante).

3.

   ¿Quién asiste a quién? ¿El pintor asiste al relator convirtiendo su descripción verbal en un cuadro? (La gestual sólo la vemos nosotros.) ¿El relator asiste al pintor describiéndole un paisaje? (Análogamente, Carlos Argentino Daneri usa el aleph de su casa –que la modernidad demolerá– para «versificar toda la redondez del planeta».)
   Sin buscarle la quinta pata al gato, es la segunda opción. ¿O alguien al ver el chiste de Quino habrá pensado que los cuadros acumulados contra una pared del atelier, quizás resultado de otras colaboraciones, pertenecían al relator y no al pintor? Podríamos suponer que el relator todavía no pasó a retirarlos, tal vez porque está en un viaje (del que esas serían sus "fotos"). Pero ya sería suponer mucho. Cuenta la leyenda que quien se apoya demasiado en supuestos recibe la visita del barbero Ockham.
   Entonces: si no la complicamos, parte del chiste es que el paisajista tiene un asistente y trabaja sin moverse del taller. De haberlo conocido, Carlos Argentino Daneri hubiera emprendido con este bohemio modernicida otra «vindicación del hombre moderno», para quien «el acto de viajar era inútil» porque todo lo resolvía «en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos...».
   A veces no sólo somos eso de lo que funcionamos, sino también lo contrario. El pintor es no moderno por lo que pinta (puede que también por cómo pinta, con qué estilo) y es moderno por lo que hace para pintar (o sea, por su modo de producción, si le creemos a Daneri). Esta convivencia de rasgos opuestos referidos a cosas distintas es la chance que tiene un modernicida moderno de parecer pero no ser una contradicción.
   Un homicida humano suena análogo pero es lo opuesto, como obligar a algo es lo opuesto de prohibirlo (y hacer ambas jugadas es hacer una paradoja): un homicida no puede no ser humano; un modernicida no puede ser moderno —salvo a la manera del pintor, por ejemplo.
   Si en vez de la segunda opción fuera la primera, con el artista como lugarteniente del dictador, las performances de ambos estarían igualmente en sus máximos. Pero si no son opciones discernibles por sus intensidades, el relator parecerá pintar a través del pintor tanto como el pintor parecerá ver a través del relator. Veamos dos tomas de la primera apariencia:
    Toma 1
       Con su dedo, el relator dibuja en el aire lo que va describiendo, pero su pincel efector es el pintor, que también es zurdo.
    Toma 2
       El pintor es un amanuense que toma el dictado del relator, que es quien define el recorte y el tema del cuadro (por propia iniciativa o a pedido). Recorta la silueta de la edificación antigua incrustada entre edificios modernos y crea un cuadro de tema aldeano —pintor mediante.
   En la segunda apariencia el que hace eso es el pintor, relator mediante. Quien sea que lo haga, el recorte no lo logra sólo encuadrando, sino también "borrando" (más precisamente, omitiendo): al frente, el lateral de un edificio lindante y una señalización vial; al fondo, otro edificio, con su antena y su tanque de agua. Es una purga de las modernidades que quedaron atrapadas en el encuadre.
   También borra (omite) a 5 personas y 1 perro, pero eso podría venir predeterminado: por ejemplo, si estuviera estipulado que el relator sólo dictase imágenes de cosas quietas (convenientemente duraderas), no de seres que se desplazan (inconvenientemente fugaces).
   Es como una foto de alta exposición, donde las imágenes nítidas son de cosas o personas que repitieron durante todo ese tiempo su posición. En la otra punta, personas, autos o animales que cruzan el cuadro sin detenerse no repiten nunca su posición y no se ven en la foto.
   Entre lo nítido y lo invisible (100 y 0% de opacidad, respectivamente), hay formas fantasmales y difusas pero reconocibles (desde una opacidad baja pero suficiente hasta una alta pero no tanto como para darnos un inconsistente fantasma nítido).
   Un ejemplo son las formas tenues –casi hasta la transparencia total– que deja una milonga mediana en un salón grande (1); otro, las formas menos tenues, algunas bastante definidas, que deja un baile chico en un living chico (2) o un baile multitudinario en un espacio grande (3), dos casos en los que es más fácil repetir ubicación y postura:

1


2


3



   En definitiva, son cuerpos danzantes que lograron un espesor suficiente como para ser visibles, hecho de la suficiente superposición de capturas iguales o parecidas en los 15 o 30 segundos que duró la exposición.

4.

   En esta segunda apariencia, ¿el pintor decide el recorte (y con eso el tema del cuadro) filtrando la edificación moderna de la descripción exhaustiva que escucha en su atelier? ¿El relator ofrece un menú, y que el pintor tome lo que necesite para hablar de lo que quiere?
   No parece. Es más probable que Quino haya dibujado con detalles y rellenos lo que el relator describe (la arquitectura antigua) y con meros contornos vacíos –dos apenas sombreados– lo que el relator deja sin describir (la arquitectura moderna). Es otra manera de hacer foco en algo y desenfocar el resto.
   Pero acá esa ordenadora dualidad algo/resto está complicada, porque Quino dibuja dos focos de planos distintos, uno a cada lado de la calle: un foco interno, para la mirada del relator (ocupa una sexta parte de la primera viñeta y casi la mitad de la segunda); otro externo, para nuestra mirada.
   Primero hacemos foco en la cabina inducidos por la fila, que va en la misma dirección que la flecha y que nuestro barrido visual. Después enfocamos ahí de entrada, pero también en el fondo singularizado, aunque aún no lleguemos a entenderlo. En esta segunda viñeta los dos focos parecen competir de igual a igual, como si estuvieran en el mismo lado de la calle.
   Quino juega a “La carta robada” en los límites de tres viñetas, y respetando las reglas del género en cuanto al remate del chiste: por un lado, logra que ese foco interno pase desapercibido (o incomprendido) hasta el final; por otro lado, los detalles y rellenos, junto con la alineación vertical, favorecen el reconocimiento rápido del paisaje pintado, cosa que nadie tarde mucho en caer.
   Si la sincronicidad entre el dedo del relator en el aire y el pincel del pintor en el lienzo es generalizable (o sea, si lo que pasa en el momento capturado pasa en todos), el pintor plasma todo lo que el relator le describe, que es sólo la parte antigua. Si no es generalizable, en otra viñeta podríamos encontrarnos con el pintor esperando sin pintar mientras el relator describe la parte moderna.
   La navaja de Ockham hace preferir la primera interpretación. Ese pintor ocioso y expectante puede convivir en la misma historia con el pintor activo, alternándose según qué se relate, pero no es necesario; nada lo pide. La historia cierra con o sin él.
   Aceptado que el pintor tiene un asistente (hoy lo reemplazaría una webcam), no hay duda de que el autor de esa pintura es el que hace dictar, no el que dicta. Pero si estuviera en entredicho quién asiste a quién, aún habría otra vía a la atribución autoral: entre dos candidatos, apostaríamos por el que estuviera más involucrado emocionalmente, más implicado por el tema de la obra. Y acá tiro otra conjetura, pero presumible: creo que eso es más propio –si no exclusivo– del pintor, que pintando ese paisaje parece hablar de su infancia y/o de su juventud.
   Su buhardilla, su pava o tetera, su salamandra, su bohemia, su banqueta de junco, su teléfono de baquelita y su edad: el tipo debió crecer en la época en que esas casas antiguas eran las únicas que había, o ya no pero aún predominaban. Hoy es como Dahlmann en el comienzo urbano del Sur, habiendo cruzado Rivadavia en su viaje a Constitución, cuando «...buscaba entre la nueva edificación la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio».
   Esta modernidad de entreguerras (estamos en febrero de 1939, al borde de la Segunda) no es la misma que la de posguerra dibujada por Quino, unas décadas posterior; pero el miedo y la pena ante su voracidad se ven muy similares —se sufren parecido.

5.

   Como sea, asistimos a un engaño artístico: un artificio. El truco de encuadrar y borrar hace de un resabio un universo. Pinta sólo tu aldea y la harás universal.
   Si literalmente fuera su aldea la que pinta, ese altillo sería el de alguna de esas casas. Y si además el relator viera la escena interior a través de esa ventana (la altura y el ángulo no dan, pero ponele), el cuadro sería un autorretrato del pintor con una puesta en abismo, como la que hay en la tapa del Nº 4 de Simpsons Comics o en la litografía de Escher Galería de grabados (para autorrepresentaciones no visuales están las literarias y la filosófica que Borges usa en “Magias parciales del Quijote).
   Hay chistes que se hacen abriendo el plano en la última viñeta; este se hace cerrándolo, pero en un lienzo de la última viñeta. Porque de la primera a la segunda, el plano no se aleja ni se acerca: se desplaza lateralmente –hacia la izquierda– y deja al relator casi centrado; en la tercera hay otra escena con el mismo plano, pero fijo y con el pintor ya centrado. En el cuadro que está pintando (apenas menor al modelo que vemos), un plano cerrado convierte en un sitio de límites indefinidos uno de los últimos bocados de la modernidad voraz. Sabe a nostalgia negadora.
   Como resabio real el espacio enfocado está transitado: una señora y su perro le pasan por al lado y cuatro personas lo recorren. Como universo pintado, el relator o el paisajista decidió que estuviera cuasi deshabitado; el efecto es que ahí nada se mueve (ni siquiera la nube, que si no fue pintada recién, habrá sido pintada hace varios minutos y está en la misma ubicación). Y donde nada se mueve, el tiempo parece detenido, algo que bien podría ser un deseo o una fantasía del viejo artista —dato tan conjeturable como inchequeable.
   O tal vez el universo pueblerino empezará a animarse luego de la larga fase no animada del dictado, sobre el final, cuando lengua, dedo y pincel deberán acelerar mucho para seguirles el paso a otro perro y otros humanos, que los de la segunda viñeta ya no andarán por ahí.
   Tal vez el relator dejó para después lo que antes supuse que estaba excluido de manera predeterminada. Como la pintura está avanzada pero no concluida, no es imposible que viñetas futuras traigan novedades. Pero es una posibilidad tan disponible como innecesaria, al menos hasta nuevo aviso. (Esperen sentadxs, hermeneutas; perdón de nuevo, Ockham.)
   La película puede deparar sorpresas, sobre todo alterando patrones. Pero la foto de hoy tiene silencio y quietud de un lado (lo antiguo compuesto en una tela) y tiene ruido –de gestos ofuscados, de señales y sonidos de tránsito, de carteles, de ladridos y voces eventuales y de la voz inaudible en la cabina– y movilidad del otro lado (lo moderno visto en directo, viñetas mediante).
   El bolardo dictado y pintado en el presente del dibujo bloquea el paso de autos al interior de la urbanización antigua, que además está prohibido. (Esta precaución de bloquear el acceso que se prohíbe no la tienen Dios con el árbol moralizador del Edén ni el guardián kafkiano con la Ley, cuya puerta está siempre abierta y con él a un lado.)
   Un pasaje empedrado, libre de autos, no denota la complejidad de circulación de un sistema vereda de baldosas + calle asfaltada, que necesita recurre a senda peatonal, cartelería lateral, luminaria adecuada y señales de tránsito —una obligación (➡) y dos prohibiciones (🚫 y ⛔) nos dicen por dónde y cómo circular.
   Quino dibuja de modo minimalista el sociódromo más complejo (pero de arquitectura más despojada) y de modo maximalista el sociódromo más simple (pero de arquitectura más cargada). Para mayor simplicidad, la pintura silencia 5 voces, 1 ladrido y 1 señalética: aquí no pasa nadie (ni nada). Y también para mayor verosimilitud, porque la salida recreativa del perro, la señal vial y la ropa de todos los paseantes serían futurísticamente anacrónicas en un pueblito de varias décadas atrás.
   Llovió sobre mojado en las antípodas: la normal calma pueblerina es acentuada por la ausencia de gente y animales; la endémica ansiedad citadina es acentuada por una demora descomunal.

6.

   Con una precuela podemos lograr una resignificación similar a la de ese recorte. La que imagino da un pre plot twist que visto de lejos cierra mejor que de cerca, pero juguemos:
   Hay un concurso de dictados. Cada participante tiene 10 minutos. El que vemos está hace 30 y los que esperan su turno se impacientan.
   De cerca no cierra porque está difícil justificar lo casual de sus vestimentas y accesorios (maletín, cartera, diario), que los hace más normales, cotidianos y circunstanciales que concursantes. En todo caso, el ejemplo fallido deja planteada la posibilidad de una precuela que cambie el sentido de esa impaciencia.
   El impacto del cambio sería similar al de la resignificación de volver a ver la pintura después de conocer su historia de teléfono no roto, si en algún mundo posible se diera esa secuencia (se da en una película de 2004 dirigida por M. Night Shyamalan, The Village, donde la revelación –SPOILER ALERT– nos lleva de la aldea decimonónica a la urbe moderna, al revés que en esta historieta).
   En el mundo posible y realizado de Quino, lo resignificado con la revelación del otro lado de la línea –tercera viñeta– es algo que en la segunda viñeta pudo haber sido registrado como un fondo ajeno a la llamada o, a lo sumo, como la locación donde había alguien o pasaba algo, que sería lo que el hombre estaría señalando (otro relato no certero que cierra; recuerden: consistencia no es puntería). En cualquier caso, era algo que se dejaba ver, pero no entender.
   Se dejó entender (no es un decorado, es un tema) obligándonos a aceptar una hazaña humanamente imposible: un pincel le empata a una lengua. El pincel llega en el lienzo hasta donde llegó a dibujar en el aire el dedo del relator. No cualquiera te va pintando lo que le vas diciendo y te hace un cuadro en tiempo real, como no cualquiera te va dibujando una de esas “pocas caricaturas que se transmiten en vivo”, que no son más porque “la muñeca del dibujante no aguanta”:

“El espectáculo de Tomy, Daly y Poochie” (T8E14).

   Las velocidades de esas dos muñecas son hiperbólicas. También lo es la duración de la llamada, visto lo avanzado y detallado de la pintura y considerando una velocidad normal de dictado (no puede ser hiperbólica: si el relator hablase tan rápido que la llamada durase 15 o 30 segundos, no habría malestar en la fila, que no sería tan larga).
   Si la fila que vemos es la única que hubo durante toda la llamada, también es hiperbólica la elasticidad de esa espera. Y si no es la única, puede ser la última o penúltima de un número hiperbólico de filas normales que fueron sucediéndose en todo este tiempo.
   La vieja fila de esperantes muere cuando la impaciencia los va haciendo abandonar, del último al primero (y suponiendo que ninguno expulsa al ocupante excedido). Si antes del último abandono se incorpora gente nueva, la fila es mixta y es como una lombriz cortada que se regenera; si no, muere y la nueva fila nace cuando alguien ve que en esa cabina ocupada no hay nadie esperando, y otro ve que hay uno solo, y otro que hay apenas dos, etc.
   La fila crece hasta estabilizarse en una longitud disuasiva para quienes piensen sumarse, que buscarán alguna otra menos larga. (A igual demanda, cuantas más cabinas públicas haya, menor será aquella longitud.)
   A partir de ese momento, para todos, desde el que llegó primero hasta el que llegó último, la duración exorbitante de la llamada es la duración exorbitante de la inmovilidad de la fila (algún múltiplo de la inmovilidad esperada, la “normal”, si es una hipérbole conmensurable). Y fila que para (durante mucho tiempo), fila que cierra.
   Si una de esas filas normales fuese la que vemos en la primera viñeta, que sea la última o la penúltima dependerá de cuánto más aguanten los seis que la integran (si es que no hay más y el dibujo los dejó afuera).
   Ya sufren visiblemente una exorbitancia estancada. Aún ninguno insinúa querer irse, pero el que mira enojadísimo su reloj podría hacerlo en breve; los otros cinco tienen la mirada clavada en el relator, que desconoce toda esa hostilidad (la ubicación del paisaje a dictar hace que les dé la espalda).
   La exasperación es bifronte: la indignada conciencia del tiempo transcurrido se complementa con la angustiante incertidumbre del tiempo restante. No saben que la espera está por terminar porque no saben que al cuadro le falta poco, como sabemos desde afuera y como saben el relator y el pintor.
   Si la impaciencia no los quiebra, serán la última fila y querrán linchar al relator ni bien lo vean salir. En cambio, si la impaciencia los quiebra, abandonarán y luego se formará la última fila normal de usuarios, que al cabo de un tiempo normal verán salir al relator y no sospecharán la enormidad que estuvo (si la fila es mixta, no lo sospecharán los últimos –los más recientes– y lo reprocharán los primeros –los más antiguos–).

   Moraleja: exagerando se distiende la gente. Otro efecto humorístico lo causa la inadecuación (de una reliquia aldeana en la gran ciudad); otro, la refuncionalización (de una cabina pública como cabina de transmisión privada; de una banqueta de junco como mesa de teléfono; y de un cajón frutero como soporte para la paleta).
   Tres grandes del humor: algo o alguien se va al carajo, o no está donde debe, o ya no es lo que era. El humor es el arte de exagerar, dislocar, transformar, y no sé qué más. El que sabía era Quino.

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