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viernes, 23 de marzo de 2012

Ante las interpretaciones 009 (3.0.0)


Por acumulación de cambios menores y medios, la versión actual del ensayo, la 3, se diferencia de lo que empezó siendo la 2 lo suficiente como para considerar dado el salto.
Esto agregué recién en la sección 3 del ensayo, entre "Pero antes me interesa tratar de atar algunos cabos" y "La desesperanza ante lo inalterable del escrito recuerda la desazón platónica":
Primero hay que resolver qué de esa cita vamos a atar a otra cosa. Se puede adelantar que va a ser la relación entre lo inalterable y lo diverso. Lo diverso son las opiniones, «a menudo, tan sólo una expresión de desesperanza frente a» lo inalterable. ¿Pero qué es lo inalterable (qué lo tiene por atributo): el escrito, como se entiende leyendo literalmente, o el sentido del escrito, como se puede preferir entender (aventurándonos más allá de lo literal, atravesándolo)?
Si entendemos que «el escrito es inalterable», lo es como inscripción, como cosa que ha quedado fijada en letras de molde, acuñada, como pieza cuyo modo de circulación será la cita textual, la copia fiel (como circula también una ley): «Te he contado la historia tal como aparece textualmente en el escrito», le dice el capellán a K al comienzo del debate.*
El grado de flexibilidad que tenga una palabra para circular dependerá del valor o poder con que se la haya investido, de mayor –grado mínimo, rigidez– a menor –grado máximo, versión libre–. En flexibilidades bajas o nulas, se repite una fórmula mágica (“Abracadabra pata de cabra”) o una performativa (“Piedra libre a X detrás del árbol”), y se recita o transcribe un poema, por ejemplo (toda excepción se expone a parecer irrespetuosa, y en cualquier caso evitable). En flexibilidades altas, donde al pie de la letra no se le debe tanto respeto, se cuenta un chiste o se refiere una charla, por ejemplo. A menor autoridad detrás de la palabra y poder dentro, menor necesidad de transmitirse intacta, mayor tolerancia a las alteraciones y versiones, mayor redundancia informativa. Si esa autoridad es individual, la palabra tiene autor; si es institucional, no, como en este caso, que es uno de los escritos introductorios de la ley.

Al igual que con las leyes, si no se pudo ni se puede cambiar la letra de un escrito, se puja por cambiar su espíritu: se lo interpreta, se le hace decir lo que su literalidad no dice (y muchas veces, lo que el exégeta desea que diga). Lo que no pudo ser corregido antes de hacerse público es rectificado después, interpretaciones mediante. Si lo que dice es lo que se entiende de lo que dice, si son cosas inseparables, entonces las interpretaciones resultan inevitables y la comprensión es el botín que se disputan, a cuya posesión le dan el nombre de verdad. Se pasa así de la maleabilidad de origen de lo dicho (sin aquella rivalidad no existe) a su destino de sentido último e inalterable (eso es la verdad de un relato: la utopía o ilusión de una victoria definitiva, la de una interpertación que se queda para siempre con el botín y adquiere una existencia superior –un status universal y absoluto– cuando pone fin a las rivalidades, o sea, cuando impone su pax romana). La ansiedad por alcanzar ese destino glorioso de inmutabilidad puede desesperar a los glosadores, pero no desesperanzarlos; si renunciaran a la esperanza de lograrlo, ni siquiera lo intentarían.

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