-->

martes, 25 de abril de 2023

El gran ilusionista (ChatGPT, Borges y 3 más) 034 (12.1.0)




Entre la madrugada y la tarde-noche de hoy, 25/4/23, reformulé y agregué cuestiones sobre la Biblioteca de Babel, Cervantes y Menard, sección 3 del Epílogo, desde el comienzo hasta el párrafo que empieza con «Dificultad de magnitud kafkiana, como...». Hasta hoy ese comienzo decía esto:



   Por hipótesis, en la Biblioteca de Babel está el Quijote, como está cualquier otra combinación de letras, comas, puntos y espacios. Si disponemos de tiempo, es más «inevitable» o «fatal» que lo encontremos en su anaquel ignoto a que Cervantes lo escriba a principios del siglo XVII, o Pierre Menard a principios del XX. Si no disponemos de tiempo, es improbabilísimo que lo encontremos. Pero estar, está.
   O debería. La «ley fundamental de la Biblioteca» hace que más tarde o más temprano la «divinidad que delira» se tope con el Quijote; no lo busca, lo produce a ciegas. A ojos del restringidísimo Menard, Cervantes tampoco «rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención».
   Pero por inerciales que sean, el manejo del lenguaje y la invención de personajes e historias suponen algo opuesto a un azar: una voluntad, que la Biblioteca no tiene (o su «divinidad que delira» tiene dañada) y que difiere de la que tiene Pierre Menard: «Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea», de «repetir en un idioma ajeno un libro preexistente», «simplificado por el olvido y la indiferencia».



Ahora dice esto (consigno sólo los agregados):




3.

   Dado que están todas las combinaciones de letras, comas, puntos y espacios, en la Biblioteca de Babel está el Quijote (aunque ocupe más de 1 volumen de unas 1.312.000 letras, si tiene 1.627.392 –sin contar los espacios en blanco).
   Si disponemos del tiempo suficiente, es más «inevitable» o «fatal» que lo encontremos en su anaquel ignoto a que Cervantes lo escriba a principios del siglo XVII, o Pierre Menard a principios del XX. Los dos últimos hechos podrían no ocurrir –o no haber ocurrido– nunca; el primero, no: sí o sí va a ocurrir, desde hoy (una mínima espera, altísimamente improbable) hasta la máxima espera del día inexorable en que un excesivo «eterno viajero» revise el último libro único (en la revisión siguiente, el «divino desorden» se revelaría como «un orden: el Orden» con la repetición periódica de sus 251.312.000 volúmenes). (Que el último del período sea el Quijote, ¿es broche de oro o mala suerte?)
   Si no disponemos del tiempo suficiente, es improbabilísimo que lo encontremos en los plazos que solemos manejar o imaginar exagerando, incluso en el más largo que se nos ocurra. Pero estar, está. Ya está, no hay que esperar a que se lo genere: «la Biblioteca es total» y ya está hecha, como el universo estacionario que pudo haber fungido de inspiración o modelo («existe ab aeterno», «verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo»). Algún hexágono X puede contener la leyenda de rutina: "Se terminó de imprimir en X el 25 de abril de...". Como sea, en algún momento de su producción, la mera «ley fundamental de la Biblioteca», que es hacer «todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito)», produjo el Quijote.
   ¿Qué tan lejos estaríamos de ese momento si nos arrojaran así nomás en «el universo (que otros llaman la Biblioteca)» durante su producción? Creo que estaríamos tan lejos como en el cuento un bibliotecario random está de ese ejemplar único (no acepte imitaciones, como son «varios centenares de miles» de «obras que no difieren sino por una letra o por una coma»). Lejos de ese o de cualquier otro ejemplar único en especial, como les pasa hace 400 años a los buscadores de su propia Vindicación (donde está escrito el sentido de su vida): «la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero».
   A ojos del restringidísimo Menard, Cervantes «no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención». Así y todo, su escritura es un atajo al Quijote, en comparación con la manera que tuvo la Biblioteca de "llegar" ahí o la que hubieran tenido sus buscadores, ambas inconmensurablemente exorbitantes. Cervantes no rehusó la colaboración del azar; Menard, sí; y es la única que tuvo la «divinidad que delira» (en Borges, el desorden –por más «divino» que sea– hermana al delirio con el azar).
   Serán inerciales, pero el manejo del lenguaje y la invención de personajes e historias suponen algo opuesto a un azar: una voluntad, que la Biblioteca no tiene y que difiere de la que tiene Pierre Menard: «Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea», de «repetir en un idioma ajeno un libro preexistente», «simplificado por el olvido y la indiferencia».
   Dificultad de magnitud kafkiana, como la que enfrentó Hladík en su sueño de la movida de ajedrez (lo llamaban las campanadas, corría por un desierto lluvioso hacia «la torre secreta» donde estaba el tablero, «y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez»). Como el Ulises de “El silencio de las sirenas”, Menard encara un desafío insuperable con recursos magros y, aun así, lo supera (sin que quede muy claro cómo).

No hay comentarios: